Ha resucitado! Y de eso somos testigos

Vio y creyó que Jesús había de resucitar de entre los muertos (Dibujo Cerezo Barredo)
Vio y creyó que Jesús había de resucitar de entre los muertos (Dibujo Cerezo Barredo)

Lectura de la Palabra

El había de resucitar de entre los muertos

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y le dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no había entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Comentarios a la Palabra

Llegamos nuevamente a la celebración de la Pascua que es la fiesta central de nuestra fe. Jesús venció la muerte, no está en el sepulcro, ¡ha resucitado!
Esa experiencia vivida por los primeros cristianos ha llegado hasta nosotros. Ellos creyeron y nosotros creemos por su testimonio. Así ha seguido creciendo la experiencia cristiana y año tras año volvemos a profesar nuestra fe “en la vida que no termina con la muerte”, “en el sí de Dios a la praxis de Jesús”, “en la solidaridad del Señor con nuestra humanidad” de la que se espera viva según los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22).
Todo esto es lo que expresamos en la Vigilia Pascual, pero esa liturgia ha de hacerse vida para que tenga sentido. De lo contrario se queda en ese rito vacío que tanto criticaron los profetas de Israel: “Yo detesto, desprecio sus fiestas, no me gusta el olor de sus reuniones solemnes (…) Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas. ¡Que fluya sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!” (Am 5, 21-14). Esto sigue pasando en muchos lugares porque año tras año se celebran las liturgias -con demasiado lujo, solemnidad, inciensos, y demasiados varones en el altar- (desde mi punto de vista), pero nada parece cambiar en nuestras vidas, ni en las realidades en las que nos movemos. Y como dice el profeta Amós, Dios desprecia tanto rito, pero sí acepta, si le gusta, que se desborde “el juicio y la justicia” como un arroyo que no se seca nunca. ¡muy linda metáfora para expresar ese querer de Dios!
Sería bueno, entonces, preguntarnos ¿qué debe cambiar en nosotros y en nuestra realidad para que se nota que la pascua de este 2023 ha revitalizado nuestra fe y sus frutos pueden verse de alguna manera?
Cada persona sabrá por donde deben ir los cambios, pero nombremos algunos para que luego cada uno los complete según su propia realidad.
A nivel personal hay tantos aspectos en los cuales cambiar y crecer cada día. Siempre estamos llamados a amar mejor, a servir más, a mirar a los demás con más comprensión y misericordia, a quitarnos el pan de la boca para ayudar a los necesitados de nuestro mundo, a romper barreras sociales, culturales o religiosas para comprender al otro desde lo que es y siente y querer que sea él mismo y no lo que yo quiero que sea.
La dimensión social nos constituye y por eso también hemos de crecer, cambiar, mejorar en nuestro mundo de relaciones.
Comencemos por nuestra relación con la creación. Al inicio de la pandemia fue muy claro que el ambiente parecía ser más respirable gracias a las cuarentenas que detuvieron ese ritmo frenético de nuestro mundo. Pero rápidamente lo hemos olvidado y por las necesidades económicas todo se ha vuelto a reactivar “de la misma manera”, sin que parezca hayamos aprendido nada. La vida cristiana podría aportar mucho más en este sentido a partir de esa nueva conciencia que hemos ido adquiriendo de la creación como don de Dios para cuidar y preservar y no para dominar y explotar. La figura de Francisco de Asís es un referente muy grato y necesario para repensar nuestra relación con la casa que habitamos. Hemos de velar por políticas que preserven el ambiente, pero no estaremos atentos a ellas si a nivel individual no cultivamos la comunión con la creación.
La dimensión socioeconómica y política de nuestras vidas ha de pasar por lo que tanto insistió el papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti. Trabajar por el diálogo y la amistad social. Por la política que construye el bien común. Por aquella política que parte de las necesidades del “pueblo” y de lo “popular” (FT n.157), es decir, la que construye nación comenzando por los últimos. Esto parece una utopía irrealizable porque no nos convencemos de que “la mano invisible del mercado” no “derrama” bienestar a los pobres. Por el contrario, los empobrece cada vez más porque el lucro siempre beneficia a los más fuertes.
Aquí la vida cristiana que cree en la solidaridad, en la comunidad, en la fraternidad, en la sencillez, en el desprendimiento, tendría tanto que aportar para nuestra visión de mundo. Pero no es así. Muchas veces aquellos que deberían dar testimonio de sencillez y libertad del tener, son los que parecen más apegados a las riquezas y no dejan de darse experiencias de entidades religiosas donde los salarios, la estabilidad laboral o la ganancia de esa entidad se rige por el capitalismo más salvaje y no por el beneficio para todos los que llevan adelante esa obra.
La vida familiar sigue siendo un desafío constante para que sea lugar de crecimiento y ayuda mutua y no de sufrimiento y traumas insuperables.
En este ámbito, entre otras realidades, la violencia contra las mujeres y niñas sigue siendo una pandemia urgente de superar. Pero existen tantas fuerzas contrarias a la promoción de la mujer -y muchas veces sostenidas por personas que se dicen creyentes- que la tarea está siendo muy ardua. Un cristianismo sin una superación del machismo, del clericalismo, de los prejuicios contra el feminismo, no logra aportar la visión de humanidad que predica y, no es de extrañar, por tanto, que las personas se alejen de una institución que no camina al ritmo de los tiempos y no se adelanta a las respuestas urgentes.
¿Cómo dar testimonio del Resucitado? Que cada uno se examine a sí mismo -como invitaba Pablo a la comunidad de Corintios (1 Cor 11,28; 2 Cor 13, 5)- para que la vida del Resucitado, a través de la nuestra, se haga presente en el aquí y ahora que vivimos y muchos otros puedan decir: “En efecto, ha resucitado y de eso somos testigos” (Hc 2, 32)

Por Consuelo Vélez

DIOS TIENE LA ÚLTIMA PALABRA

La resurrección de Jesús no es solo una celebración litúrgica. Es, antes que nada, la manifestación del amor poderoso de Dios, que nos salva de la muerte y del pecado. ¿Es posible experimentar hoy su fuerza vivificadora?

Lo primero es tomar conciencia de que la vida está habitada por un Misterio acogedor que Jesús llama «Padre». En el mundo hay tal «exceso» de sufrimiento que la vida nos puede parecer algo caótico y absurdo. No es así. Aunque a veces no sea fácil experimentarlo, nuestra existencia está sostenida y dirigida por Dios hacia una plenitud final.

Esto lo hemos de empezar a vivir desde nuestro propio ser: yo soy amado por Dios; a mí me espera una plenitud sin fin. Hay tantas frustraciones en nuestra vida, nos queremos a veces tan poco, nos despreciamos tanto, que ahogamos en nosotros la alegría de vivir. Dios resucitador puede despertar de nuevo nuestra confianza y nuestro gozo.

No es la muerte la que tiene la última palabra, sino Dios. Hay tanta muerte injusta, tanta enfermedad dolorosa, tanta vida sin sentido, que podríamos hundirnos en la desesperanza. La resurrección de Jesús nos recuerda que Dios existe y salva. Él nos hará conocer la vida plena que aquí no hemos conocido.

Celebrar la resurrección de Jesús es abrirnos a la energía vivificadora de Dios. El verdadero enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza. Nos falta pasión por la vida y compasión por los que sufren. Y nos sobra apatía y hedonismo barato que nos hacen vivir sin disfrutar lo mejor de la existencia: el amor. La resurrección puede ser fuente y estímulo de vida nueva.

Por José Antonio Pagola

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