
Vladimir Putin
escrito por Fernando Vidal
La Declaración Conjunta firmada por los presidentes Hu Jintao y Vladimir Putin en Pekín el 14 de octubre de 2004 tras la visita de Estado a China, afirmaba la integridad territorial, reforzaba la cooperación comercial y, sobre todo, confirmaba el papel insustituible de la ONU en la resolución de los problemas internacionales. Es sustancial el cambio respecto al nuevo documento marco ruso-chino firmado por Xi Jinping y Putin el 23 de marzo de 2023, con el título «Declaración Conjunta sobre la Profundización de la Asociación de Coordinación Estratégica Integral en la Nueva Era». En ella se consolida un bloque geoestratégico —aunque lo niega— alternativo a la civilización occidental y pega un giro que asiatiza Rusia.
Pese a que la semántica de la declaración enfatiza la igualdad entre ambas naciones, la Guerra de Ucrania y la larga sombra de adversidad económica y aislamiento internacional que arrojará sobre Rusia las próximas décadas, muestran una realidad bien distinta: es la afirmación de que Rusia depende sistémicamente de China. La orden de persecución judicial dictada por la Corte Internacional de Justicia con sede en La Haya contra Putin lo convierte en una criatura aislada en 123 países del planeta por el que antes gustaba mostrar su pretensión imperial.
Si Putin cambió su percepción del papel internacional de Rusia cuando Obama se refirió a ella como «potencia regional», ahora se ha convertido en un Estado cuya influencia moral internacional solo es viable al abrigo de China. Definitivamente Rusia se ha unido a China para constituir un bloque junto con una colección de Estados exsoviéticos, repúblicas africanas deudoras, el boliviarianismo latinoamericano y el explosivo rompecabezas sirio-iraní. Su influencia moral en Europa y Estados Unidos solamente pasa por la complicidad de los partidos ultraderechistas y secesionistas a los que da soporte. Para el resto de cuestiones es una adversaria del espíritu occidental. Rusia ha impugnado la civilización europea para asiatizarse.
Aunque esto repugna a quienes amamos la cultura eurorrusa de Dostoievski, Tolstoi, Florenski o Sozhenitsyn y la consideramos puro oro de la civilización, es un paso que condicionará el próximo medio siglo del continente. Precisamente parte de la solución reside en la movilización de las fuerzas culturales y espirituales que habitan en el corazón del continente.
Rusia se asiatiza protagonizando una aparente paradoja. Mientras vuelve la espalda a Europa y Occidente, reclama ser el verdadero espíritu de la cristiandad, abrazando la religión ortodoxa a cuyo Patriarcado de Moscú eleva en la práctica a religión de Estado, y asumiendo las posiciones de la agenda cristiana más preciada por el integrismo respecto a la homosexualidad, la familia o el nacionalismo. En Rusia, primer país del mundo en aprobar el aborto, ya hace más de cien años, avanza el movimiento antiabortista que ha reducido los abortos que se practican anualmente en sus clínicas de 2.138.800 en 200 a 661.000 en 2018. Asimismo, respecto a la eutanasia, continúa aplicándose el derecho a la vida aprobado en su Constitución de 1993 y está prohibido el suicidio asistido ni la aceleración artificial del final de la vida.
Por tanto, la política geoestratégica de Rusia tiene dos movimientos: la asiatización y el liderazgo de un bloque ideoestratégico que quiere incorporar al cristianismo ultraconservador del mundo, una alternativa al Occidente liberal que considera ser la verdadera civilización occidental original.
De este modo, el imperialismo ruso consagra simbólicamente a Moscú como la verdadera nueva Roma moral de esta Nueva Era. Así como concede a Pekín ser la nueva capital económica del planeta, se reserva el papel simbólico de faro moral del mundo.
Por mucho que Putin resulte una figura grotesca, sea presuntamente un criminal de guerra y arrastre un sangriento pasado de asesinatos —como el de Litvinenko—, su plan de neocristiandad no carece de perspectivas de desarrollo en un mundo progresivamente polarizado y tribalizado que extiende su divisionismo político al interior de las iglesias.
Occidente no puede basar su alternativa al bloque rusochino solo en la competencia comercial, la diplomacia suspicaz y la carrera armamentística, sino que frente al desafío de la neocristiandad, es imprescindible acentuar la laicidad inclusiva, la cooperación con las religiones y construir políticas de mayor profundidad en ámbitos bioéticos. Además, es preciso reducir las desigualdades que provocan sentimiento de abandono en la población y una nueva estrategia respecto a la democratización de la gobernanza mundial que reduzca la impotencia que padece la ciudadanía.
La asiatización rusa y su proyecto de neocristiandad no es meramente un enroque táctico, sino que en un mundo en el que las dictaduras y autoritarismos se han consolidado supone un desafío real que exige profundizar la democracia y cultura occidentales