Maestras de vida: ETTY HILLESUM

Rostro en primer plano de Etty Hillesum.

Este jueves y viernes santo me acompaña la presencia de Etty Hillesum, una mujer que partió su cuerpo como el pan y lo repartió en el infierno de los campos de exterminio y al hacerlo alumbró la esperanza en los infiernos humanos.

Nací en Middelburg (Holanda) en el año 1914. Mi madre, Rebeca Bernstein, era una judía rusa emigrante y mi padre Louis Hillesum, un profesor de lenguas clásicas. Tuve dos hermanos: mi querido Mischa, pianista y siempre frágil de salud, y Jaap, médico.

Mi familia era todo menos corriente y aceptar nuestra originalidad, especialmente la de mi madre me llevó mucho tiempo y atravesar algunas crisis. Aunque soy judía la educación que recibí no fue especialmente religiosa. Siempre fui un “espíritu libre” con gran curiosidad intelectual y ávida de todo tipo de experiencias. En 1932 abandoné la casa familiar para ir a estudiar Derecho y lenguas eslavas en la Universidad de Ámsterdam, licenciándome en 1939.

Fueron años vertiginoso por la densidad de los acontecimientos que me tocó vivir y la pasión con que la vida bullía en mi interior. Años en los que, como después escribiría en mis Diarios, me sumergí en una búsqueda del absoluto que equivocaba de dirección y me embarqué en experiencias intelectuales, afectivas y sexuales desordenadas e intensas. Allí conocí a Hans, mi casero y también mi amante, que me doblaba en edad y cuya relación me llevó a tomar decisiones siempre difíciles para una mujer. Fueron años también de vínculos cruciales en mi vida, de amistades y amores incondicionales que me marcarían la existencia para siempre: Maria Tuinzing, Bernard Meylink y, sobre todo, Julius Spier, el gran partero de mi alma.

Conocí a Julius en 1941 el mismo año que el partido nazi holandés incendió las sinagogas judías de Ámsterdam y la población aria se instaló en el gueto mientras centenares de judíos fueron deportados. El año en que una huelga general convocada por la Resistencia paralizó el país y que -tristemente- terminó con el saldo del traslado de miles de judíos a las canteras de Mauthausen, donde muchos de ellos terminarían suicidándose en grupo. 

Mi generación estaba en plena búsqueda de sí misma mientras sucedían todos estos dramáticos acontecimientos. Estábamos empezando a vivir. Yo tenía apenas 27 años. Teníamos miles de proyectos que la ocupación nazi rompió en pedazos. Nos preguntábamos por el sentido de la vida y nos entregábamos a la búsqueda del amor de forma desesperada.    Y ahí, en ese contexto, desde mi desorden vital, la incertidumbre y el odio atroz que nos rodeaba fue donde conocí a Julius Spier. Vivimos una relación fuera de toda clasificación y norma: primero terapeuta, luego amante, amor, amigo incondicional, mistagogo compañero de búsqueda. No hay palabras que puedan expresar la libertad del vínculo que nos unía.

Estábamos empezando a vivir. Yo tenía apenas 27 años. Teníamos miles de proyectos que la ocupación nazi rompió en pedazos.

Con él aprendí que el amor es libre, pero para que de verdad lo sea hay que liberarlo a cada rato y que las batallas más duras son las que se combaten dentro de nosotros mismos. Me animó a escucharme por dentro, a descubrir mi interioridad y también a escribir mis Diarios como forma de dar cuenta de mí misma, de hilar mis pensamientos. Me abrió al conocimiento de la Biblia y la mística cristiana. Con él aprendí también que no somos lo que la vida nos programa, sino que somos nuestras elecciones. Por eso lo más importante no es lo que nos pasa sino lo que hacemos con ello y en solidaridad con quienes lo vivimos. Por eso, como escribí en mis Diarios, las circunstancias no tienen nunca la última palabra sobre la historia y cuando se tiene vida interior poco importa, sin duda, el lado de las rejas de un campo de concentración en que una se encuentre (…) 

En esos años fue también aconteciendo en mí, poco a poco, un proceso de transformación interna y de gratitud que me hizo arrodillarme una noche ante el misterio de un Amor mayor que me sobrepasaba y al que tuve el coraje de llamar Dios.  Recuerdo que escribí entonces: El sentimiento de la vida es en mí tan fuerte (…) tan lleno de gratitud (…). Me recojo en mí misma, a este nivel de mi ser, el más profundo (…) yo le llamo Dios. A partir de entonces la vida se volvió para mí más clara, luminosa e intensa, pese a las condiciones cada vez más adversas que me tocó atravesar.   

En 1942, cuando la situación se fue haciendo cada vez más insostenible para mi comunidad, los amigos me ayudaron a conseguir un trabajo en el Consejo judío, pero me sentí tan avergonzada al conseguirlo frente a la situación que vivían mis hermanos y hermanas en los campos de concentración, que renuncié a él para pasar a trabajar como asistente social en el campo de Westerbork, donde finalmente fui recluida como interna por mi condición de judía.

Fue allí en el infierno humano de un campo de concentración donde de forma paradójica Dios se me reveló como cuidado, consuelo y esperanza hasta el extremo, haciéndome su partera en los corazones desgarrados de los habitantes de aquel siniestro lugar. Fue allí donde una noche me sentí recostada sobre el desnudo pecho de la vida y abrazada protectoramente con la confianza de que ni la guerra ni ninguna otra atrocidad podría cambiarlo jamás. Fue allí donde experimenté con fuerza que el sentido de mi vida no podía ser otro que partir mi cuerpo como el pan y repartirlo entre quienes estaban hambrientos y venían de una larga privación.

 Fue allí donde se me reveló que estábamos en presencia de un proceso colectivo y que debíamos aprender a sumirlo desembarazándonos de todas nuestras puerilidades personales, porque nuestra suerte se había convertido en un destino de masas y decidí encargarme y hacerme cargo de ello, acompañando a mis hermanos y hermanas en los más sórdidos sufrimientos y sosteniendo sus frágiles esperanzas. En Westerbook descubrí lo que significa acompañar a las personas hasta el extremo y que lo que importa no es seguir viva a cualquier precio, sino el modo de seguir viva.

En la escucha de los acontecimientos y de las personas, en la tarea dolorosa de acompañarlas hasta los convoyes hacia la muerte se me reveló con fuerza que no podíamos sucumbir al odio, sino que teníamos que oponer a cada horror el pedazo de bondad y amor que pudiéramos conquistar en nosotras (…),  porque cada átomo de  odio que añadamos al mundo lo hace aún más  inhóspito. Allí descubrí la angustia interior del ser humano en toda su desnudez. Las personas se convirtieron para mí en puertas abiertas invitándome a entrar por sus pasillos más profundos y, en ellos, desenterrar al Dios, al Amor que creían muerto.

En la escucha de los acontecimientos y de las personas, en la tarea dolorosa de acompañarlas hasta los convoyes hacia la muerte se me reveló con fuerza que no podíamos sucumbir al odio

El 7 de septiembre de 1943 mi familia y yo misma fuimos también trasladados a los convoyes de la muerte dirigidos a Auschwitz. No sé de dónde sacamos las fuerzas para subir a ellos cantando. Yo había cargado en mi pequeña maleta una biblia, una gramática rusa y dos tarjetas, una para mi querida amiga Maria Tuinzing, a quien ya un tiempo antes le había encargado el cuidado y la divulgación de mis Diarios, como crónica de un tiempo que debía ser recordado, y otra para Christine Van Nooten, amiga de la familia. Una vez en marcha, sin ninguna ingenuidad sobre el futuro que nos esperaba, pero agarrada a la bondad de la vida y la confianza más allá de toda lógica, dejé caer las postales por una rendija del convoy a las vías del tren, con la esperanza de que llegaran a algunos de sus destinatarios, como así fue. En ellas me despedí de mis amigas y dejé escrito uno de mis salmos preferidos, el Salmo 17y un mensaje de agradecimiento y confianza en la vida, convencida de que la última palabra no la puede tener el odio, la venganza, la violencia o la muerte, sino la reconciliación y el amor y es necesario apostar nuestras vidas en ello.

por Pepa Torres

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