Vivir la sinodalidad en la Iglesia

La palabra ‘Sínodo’ ha adquirido renovada vigencia con el Papa Francisco, que ha popularizado esta expresión de los primeros siglos de la Iglesia. En los últimos decenios, ‘sínodo’ se asociaba a las asambleas eclesiales, aunque sin apenas incidencia en el laicado excluido en el discernimiento sobre cuestiones doctrinales, litúrgicas, canónicas o pastorales.

En la actualidad, la significación de ‘sínodo’ ha dejado de ser un acto puntual para converger hacia un camino común -la sinodalidad-, en el que el ‘nosotros´, es decir, el Pueblo de Dios al completo, manifiesta su ser y su quehacer responsable. Este camino sinodal se concreta y expresa mediante la escucha y la participación de todos los cristianos, pues todos estamos llamados a ello, sin excepciones. Lo verdaderamente novedoso junto al papel laical en este proceso es que la sinodalidad ha dejado de ser un evento puntual sino una forma natural de ser Iglesia que viene para quedarse. Es lo más importante que tenemos entre manos. De hecho, la palabra griega ‘sínodo’ quiere decir ‘caminar juntos’, como lo hizo Jesús, asignatura que tenemos que aprender para ser ejemplo.

A estas alturas es evidente que si el Concilio Vaticano II y las reformas que contemplaba se quedaron a medias, fue por su carácter no participativo. Es cierto que logró renovar la eclesiología para centrarla en la comunión del Pueblo de Dios. Pero no hay más que ver la realidad eclesial laical cuando Francisco ha puesto en marcha este proceso sinodal. Por tanto, lo que acucia es una actitud de colaboración real y sincera, donde todos los miembros del Pueblo de Dios aportemos con discernimiento la manera de ser presencia eclesial en el mundo, y lo hagamos desde la condición de bautizados, es decir, en clave de corresponsabilidad; una misión en la que servir es más importante que imponer y acumular poder, signo característico del clericalismo.

De lo contrario, este camino sinodal se convertirá en una isla entre sínodos tradicionales que solo el Espíritu sería capaz de rescatar con un nuevo Pentecostés del siglo XXI. No creo que exagero; basta volver la vista atrás al Concilio Vaticano II, que sigue siendo nuestra mejor referencia de los últimos años, para recordar el debate esencial entre dos modelos de Iglesia: el que buscaba una mayor y mejor comunión, y el que primaba lo canónico, basado en el sometimiento a la autoridad jerárquica que dicta leyes y gobierna a los fieles. Y sin embargo, un tema tan esencial como este no tuvo transcendencia apenas ya que una gran parte de la base eclesial ni se enteró de que existía tal debate ni la importancia del mismo. 

Esta sinodalidad a la que nos convoca el Papa, exige que tenga consecuencias tanto en las estructuras como en los procesos en los que la Iglesia se expresa para hacer posible este ‘camino común’ y renovar la misión del Pueblo de Dios, de todo él, que se concreta en servir evangelizando. Sin esta dirección, la Iglesia continuará mirándose el ombligo, encastillada en el poder jerárquico e institucional y distanciándose todavía más de la sociedad a la que debe anunciar la Buena Noticia. Como afirma la Evangelii Gaudium, el objetivo de los sínodos “no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos” (EG 31) dialogando y siendo fermento en medio del mundo.

En esta lógica se entiende el proceso siguiendo el método de la escucha y del discernimiento como herramientas capaces de impulsar de nuevo en la Iglesia un dinamismo misionero y de servicio desde la praxis de las Bienaventuranzas y de oración constante que Jesús tanto insistió a los suyos. De lo contrario, no llegaremos a ser la Buena Noticia para los hombres y mujeres de este tiempo.

Recordemos el perturbador mensaje evangélico de que Jesús no había venido a traer paz al mundo, sino la espada. Algunos todavía siguen creyendo en su literalidad, pero lo cierto es que se trata de vivir el Evangelio como lo que realmente es, un revulsivo interior que no permite actitudes acomodaticias a la hora de instaurar el Reino de la justicia y el amor cristianos. A esto es a lo que estamos convocados por el bautismo.

La pasividad, el desentenderse de esta nueva propuesta, no darle la importancia esencial que tiene o frenar iniciativas laicales incluso en los ámbitos parroquiales aun de manera sibilina pero eficaz, solo nos lleva al camino señalado por J. T. de Lampedusa, y que algunos siguen pretendiendo imponer: que cambie lo necesario para que todo siga igual.

El espíritu del Evangelio está en juego. Vivamos comprometidos esta sinodalidad.

Gabriel Mª Otalora

ORACIÓN Y ADVIENTO

Estamos en unos tiempos de grandes cambios a todos los niveles. Incluso al nivel de las fiestas tradicionales a las que están afectando los cambios sociológicos de calado. Y la Navidad es una de ellas. La primacía religiosa ha dejado paso a las luces y el consumismo; incluso las luces disminuyen por la crisis quedando el regusto consumista cuyo pistoletazo de salida lo tenemos en el americanísimo Black Friday (Viernes Negro) que ya es algo nuestro, donde nos ofrecen grandes descuentos comerciales para estimular la fiebre de compras que empalma con el periodo navideño desde el Adviento.

Los que todavía queremos mantener el sentido religioso y litúrgico de estas fechas, no lo tenemos fácil. Sin embargo, un ambiente a la contra nos viene bien, en parte, para concienciarnos en ser más auténticos al sentirnos necesitados de vivir la Navidad y el Adviento que comenzamos de otra manera más cristiana.

Hablamos en liturgia de celebraciones, de celebrar esta o aquella fecha. Pero las fiestas importantes se preparan para que salgan bien. De ahí la importancia del Adviento para que la Navidad pueda serlo de verdad, en el sentido de crecer nuestro conocimiento de Jesús, nuestro amor a Jesús, nuestro compromiso con Él buscando la conversión hacia una vida nueva. Hemos de prepararla bien y por eso dedicamos cuatro semanas para que esta gran fiesta deje huella en nosotros.

Escucharemos en Adviento un mensaje fundamental: «Estad preparados, el Señor viene, abridle las puertas, preparad el camino».

La venida histórica de Jesús marcó un hito desde el cual se nos propone fiarnos de la Palabra de Jesús y aspirar a más, a más vida, a otros valores que no sean perecederos. Por tanto, el Adviento es un tiempo profético que reclama un acto de fe y una decisión de caminar con mejor paso aprovechando la dimensión interior donde Dios sale a nuestro encuentro para que nada nos detenga, nos esclavice o nos estanque convirtiéndonos en personas mediocres crónicas.

La espiritualidad del cristiano está marcada por la actitud de «Salir al encuentro del Señor que viene». “Estad en vela, orad…”

Llevo tiempo observando que, lo que es hacer se hace, pero no vemos demasiado fruto: los templos se vacían, las posturas se radicalizan, estamos divididos en modelos de Iglesia cada vez más marcados donde el Papa Francisco tiene menos predicamento dentro que fuera. A veces nuestra casa recuerda la torre de Babel más que una comunidad de hermanos. La realidad global es compleja y cambiante, ciertamente, pero la falta de oración nos debilita en un mundo orientado a la acción, a la novedad y a la superficialidad sin espacio para la contemplación.

Yo añadiría la necesidad de ponernos a la escucha para enmarcar bien el Adviento: “Sin mí no podéis hacer nada”. Orad, porque sin mí no podéis hacer nada.

El salmo 121, por ejemplo, es propicio para el primer domingo de Adviento. Es muy conocido porque lo cantamos en las Eucaristías expresando la alegría del peregrino que sabe que está de camino hacia la Casa del Padre. Los umbrales de Jerusalén son los de la Iglesia comunidad en la fe. La Iglesia pueblo de Dios, nosotros, como las manos de Dios que vivan y acerquen la Buena Noticia. Adviento como tiempo de oración por la Iglesia, para que seamos, como Jesús, fuerza de salvación y tiempo de esperanza.

Es verdad que junto a los buenos deseos, el sufrimiento es difícil de aceptar y de entender. Pero nuestros sufrimientos -escribe la santa Madre Teresa de Calcuta- son como caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él.

Son muchos los males que afligen al mundo y a nuestra propia vida, pero eso no debe llevarnos al pesimismo, sino al esfuerzo por la victoria del bien en cada momento, con el prójimo como referencia fundamental… puestos los ojos en Jesús. Y en esta lucha por el bien, el Adviento nos reclama con fuerza la necesidad de orar.

LA IMPOSIBLE UNIFORMIDAD

 El pluralismo es la base de la naturaleza. Lo vemos en la enorme variedad botánica, en los millones de especies animales, en el despliegue impresionante de diversidad que aun no conocemos bien del todo. Ocurre igualmente con la pluralidad universal  de etnias, culturas e idiomas. Lo diferente es la norma, no la excepción, y de ahí surgen las diferentes maneras de crear, crecer y convivir, abocadas a la participación y la solidaridad para un mundo mejor, al menos para la mayoría. No estamos hechos para la uniformidad por más que nos tiente imponerla. Compartir y respetar es lo único que nos hace capaces de avanzar como sociedad al implicarnos desde la escucha, la reflexión y el consenso entre diferentes. Donde todos piensan igual, es que nadie está pensando mucho, que dijera el agudo periodista Walter Lippmann.

Es cierto que nuestra democracia es imperfecta, pero aceptamos -a regañadientes- el derecho de los oponentes a participar de tú a tú en las instituciones como la mejor manera de convivir. La dictadura, acordémonos, es el reino del pensamiento único. Pero la cabra tira al monte y la tentación de reducir la influencia del pensamiento plural, ha vuelto con maneras sibilinas muy peligrosas, de modo que a aquellos que se postulan diferentes, se exponen a que les respondamos con la vileza y el ninguneo. Ocurre en la calle, pasa en el Parlamento, en las redes sociales, cada vez menos respetuosas en la medida que, inexplicablemente, se permite el anonimato a la hora de insultar. El resultado de esta deriva irracional la capitalizan grupos como Vox que propugna abiertamente una sociedad excluyente en lo social, en lo económico y en lo político desde un catolicismo que recuerda las actitudes de las autoridades religiosas que crucificaron a Jesús. Italia hoy es otro ejemplo triste de esto.

El tiempo de las libertades, creativas por definición, parece tener menos encanto que el pensamiento único. Pero nuestra condición nos hace rebelarnos a favor del pluralismo inevitable; podemos arrinconarlo, perseguirlo, que  volverá como las hierbas que brotan de nuevo bajo el suelo construido, en cuanto nos descuidamos. Y ocurre así porque alguien habrá siempre que luche por las libertades y la concordia creativa, por la convivencia entre diferentes como la única llave para llegar a acuerdos generales de convivencia aprovechando la diversidad creativa. Cuando tenemos amigos de verdad, es porque aceptamos y valoramos que piensen diferente a nosotros; nos tienta “convertirles”, pero sabemos que sería el principio del fin de la mejor amistad.  

¿Por qué enquistarnos en lo que nos separa, hasta el punto de fomentar la guerra entre naciones y entre personas, en lugar de valorar primero lo que nos une? La fuerza mantiene artificialmente el pensamiento único. Y cada vez que padecemos la uniformidad, estamos en retroceso político, social o religioso. Incluso decimos que Dios está de nuestra parte, los creyentes de todo siglo y condición; es capital que mi ideología triunfe para avanzar, decimos desde la política. La unidad no es uniformidad. El pluralismo y la unidad no tienen por qué ser excluyentes ni contradictorios.  La Torre de Babel quería ser un inmenso icono que simbolizara la uniformidad. 

El dogma esencial de lo que surge todo lo demás es el amor, vivido a la manera de Jesús de Nazaret, decimos todos los cristianos. En ello está el Papa Francisco con su apuesta sinodal, a la manera de un Concilio encubierto, en forma de proceso de revisión sobre la forma de ser y actuar de los católicos viviendo su experiencia de fe desde la escucha respetuosa y el servicio con amor.

La globalización financiera es otro intento mendaz para laminar la diversidad en beneficio de un poder económico más centralizado. Afortunadamente, siempre vuelve la necesidad de unirnos y enriquecernos desde la diversidad, recuperar el respeto a la opinión diferente, la escucha activa, la colaboración sincera que propicia compartir lo esencial que nos une, como debiera ocurrir también en el universo fragmentado cristiano.

Ante el diferente, ¿optamos por la imposición o por la convivencia abierta y respetuosa, incluso hasta dejarnos sorprender para salir enriquecidos mutuamente? El resultado de la elección salta a la vista, ya en la vida cotidiana.

Maestros o Testigos

Mons Romero en La Chacra

Por Gabriel Mª Otalora

Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo. Esta frase atribuida a Albert Einstein bien puede aplicarse a nuestra Iglesia católica. El clericalismo que denuncia el Papa con severidad y que afecta también a una parte significativa del laicado, tiene consecuencias cada vez más evidentes en el Mensaje: no cala en amplias capas de católicos. No vivimos en Occidente como Luz del mundo ni somos signos de esperanza para tanto desnortado que no encuentra en nuestras actitudes lo que decimos ser.

Los datos del INE son elocuentes, comenzando por el descenso de 280.000 creyentes cada año. El resto de datos tampoco son buenos hasta 2019, por tanto sin incidencia del coronavirus. Se ha pasado de un 45% de bodas católicas en 2009 a un 21% de las bodas celebradas por la Iglesia. Los bautizos han bajado un 17% y las comuniones, ocho puntos. Si valoramos estos datos con el fenómeno de los templos cada vez  más vacíos, parecen signos claros de la desconfianza y decepción en la Iglesia. Lo que sí crecen son las unciones a enfermos respecto a los bautizos porque hay menos niños.

Desciende, pues, el número de laicos mientras los seminarios tampoco remontan. Sigue habiendo fe, pero falla la transmisión de los padres en su compromiso con la religión de sus hijos, seguramente porque son parte de los desencantados. Es cierto que no ayuda la etapa de adolescencia que atraviesan los chavales ni tampoco algunos valores sociales vigentes, en los que priman el consumo y la imagen. Pero una cosa es la dificultad social y el problema del envejecimiento, que son realidades evidentes, y otra nuestras propias irresponsabilidades.

En el siglo XVI se produjo una gran crisis en la Iglesia católica de Europa Occidental, debido a numerosas corrupciones eclesiásticas que acabó con la Reforma de Lutero convertida en ruptura hasta nuestros días. Llevamos camino de que las actitudes de poder, vanagloria y dinero (hay que ver lo que se han encontrado Benedicto XVI y Francisco) nos estén llevando por caminos que propician el descenso de católicos y el desprestigio de la institución. La actitud de gran parte de la Iglesia ante la pederastia ha sido la puntilla. Ya no podemos echar la culpa a las numerosas persecuciones contra la Iglesia, que siguen generando mártires, pues en Primer Mundo nos bastamos solos para generar el erial religioso. Me recuerda la ironía que suelta Leonardo Sciascia en su libro El caballero y la muerte: “El diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él”.  

Francisco ha sido valiente para enfrentarse a la pederastia y denostar el clericalismo que tanto daño hace en una parte significativa del clero y también del laicado. La Sinodalidad es el camino, sin duda, pero ya vemos las resistencias, tan poco cristianas, que estamos observando en la dirección contraria. Y las barbaridades que se lanzan desde dentro sobre el Papa Francisco por querer recuperar el espíritu de Jesús en la Iglesia. Pero seguimos refractarios a la autocrítica.

Por último, buena parte de quienes no le tragan a Francisco promueven una fe de seguridades y dogmas, de liturgias donde el rito se cuida más que la vivencia, de volver a un pasado que no puede volver porque la sociedad es diferente y no se dan cuenta que el inmovilismo es lo que caracteriza a la ciénaga.

Es tiempo de que cada uno pongamos nuestra parte, comenzando por rezar mejor, hablando menso y escuchando más, para abrirnos al Espíritu y renovar por dentro nuestra Iglesia. Nadie lo hará desde fuera. Si el cambio no es interior, no habrá cambio  real y otras generaciones serán las que recuperen la esencia de Cristo

Celebración y creatividad en la liturgia

Liturgia: sin espíritu comunitario no hay Eucaristía

Gabriel Mª Otalora

En vísperas del Concilio Vaticano II, el marco litúrgico requería una
urgente reforma que venían solicitando varios episcopados para
favorecer y suscitar una participación más activa de los fieles en las
Eucaristías. De ahí el uso de las lenguas vernáculas y la adaptación de
los ritos en las diversas culturas. En ese marco, se constató la necesidad
de estudiar más profundamente el fundamento teológico de la liturgia,
para no caer en el ritualismo o favorecer el protagonismo del celebrante.

Juan XXIII, creó el Instituto litúrgico pontificio para acoger y responder a
estas necesidades, algunas de las cuales calaron en el Concilio.
La Constitución Apostólica Sacrosanctum Concilium marca las normas
fundamentales sobre la liturgia. En ella se afirma que “La Santa Madre
Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella
participación plena, consciente y activa de las celebraciones litúrgicas.

Al reformar y fomentar la Sagrada Liturgia se ha de tener muy en cuenta
esta plena y activa participación de todo el pueblo”. La liturgia, por tanto,
es en forma y esencia un proceso comunitario en el cual la actitud interior
de cada persona es esencial, ya que lo verdadero acontece en lo
profundo.

Esto significa que la participación activa debe estar inmersa también en
una actitud individual nada superficial. Ahora Francisco ha remarcado la
importancia de no caminar hacia atrás poniendo coto a la Misa
Tradicional o preconciliar. Pero aún falta que se potencie el espíritu
comunitario, que languidece en medio de un ritual que necesita un
espíritu más participativo en línea con el objetivo de fondo que buscó
Juan XXIII.

La misa no se escucha, se participa, recuerda Francisco. Y se participa
comunitariamente en el misterio de la presencia del Señor entre
nosotros. Es algo distinto de las otras formas de nuestra devoción, aclara
el Papa, como el belén o el viacrucis, que son representaciones. Somos
una comunidad que proclama “celebrar” juntos la Eucaristía. Es algo que
no puede darse si cada cual se desentiende de los que están al lado,
convirtiéndose en un conjunto de individualismos, ajeno al espíritu
comunitario y evangelizador que tuvo la última Cena, presidida por
Jesús. ¿Qué espíritu celebrativo tienen muchas Eucaristías?,

¿Dónde está la actitud celebrativa del encuentro personal en comunidad con
Jesús? El formato en latín con el cura de espaldas a la comunidad,
Francisco lo ha frenado en seco; que para rezar individualmente, ya
tenemos muchos momentos a lo largo del día, igual que hacía Jesús.

Como afirma Martín Gelabert, doctor en Teología, todo en la Eucaristía
está ordenado a la comunión, y todo en la eucaristía tiene sentido en
relación con la comunidad. Hay quien habla de “Misas privadas”, pero la
Misa no es un acto solitario; no es una acción individual, porque es un
acto comunitario.

Quién celebra la eucaristía es la comunidad que expresa eso, que la
Iglesia es una comunidad de hermanos. Sin comunidad no hay
eucaristía. No se trata de un rito que pudiera realizarse por creyentes
solitarios. Se trata de un acto y una celebración eclesial. Por eso, la
liturgia eucarística «habla» siempre en plural y el diálogo litúrgico es siempre comunitario. Y si en la eucaristía nos unimos profundamente a Cristo, esto se verifica en la fraternidad. Cuanto más se une uno a Cristo, tanto más solidario es. No hay unión con Cristo sin unión con los hermanos.

El Papa ha cerrado el paso a las veleidades tridentinas que permitió
Benedicto XVI. Pero necesitamos que el siguiente paso litúrgico reviva el
espíritu participativo que modifique la actitud hasta hacer de la
celebración eucarística un lugar de encuentro y dicha y no un rito
marcado por el cumplimiento, triste, individualista, ramplón, que cada vez
dice menos a un mayor número de fieles.

Como escribe la teóloga Paula Depalma, celebración y creatividad son
dos palabras que van unidas. No hay celebración sin novedad y sin la
alegría que surge del encuentro. Sin embargo, cuando nos referimos a
las celebraciones religiosas no siempre las asociamos con la creatividad
y la alegría radical que implican.  Aún estamos a medio camino, con
Francisco más atareado en evitar que algunos nos devuelvan al pasado.

La paradoja de Lucas

col otalora

Lucas es el evangelista considerado más social. Vivió en la marginalidad respecto a los centros de poder, conscientemente asumida, donde su comunidad trata de convertirse en Buena Noticia para que la evangelización llegue a ser socialmente relevante a través de la proclamación de la Palabra y con el ejemplo.

La preocupación lucana se centra en exhortar al uso adecuado de las riquezas. Su Evangelio es el que más habla de los pobres, aunque se dirige especialmente a los ricos y a un uso evangélico de las riquezas. En este contexto, propone también el ideal de compartir los bienes. Concretamente, en los Hechos de los Apóstoles nos dice: En la comunidad se vivía el servicio, no había pobres porque los que tenían bienes los ponían en común, y cada uno recibía según su necesidad.

Sin embargo, resulta paradójico que Lucas, que es, si se me permite la expresión, el evangelista más “social” de los cuatro, sea el que a la vez muestra un interés especial en presentar a Jesús rezando en los momentos fundamentales de su vida, como algo que debemos entender dirigido  también a cada uno de nosotros: en su bautismo (Lc 3, 21); en la elección de los Doce (Lc 6, 12); antes de forzar la elección en sus discípulos (Lc 9,18); en la transfiguración (Lc 9, 28); en la oración espontánea de alabanza (Lc 10, 21), cuando les enseña la oración de relación filial con el Padre (Lc 11) y por supuesto, antes del prendimiento y en su pasión y su muerte (Lc 22,32-41; 23,46).

Jesús acudía a la sinagoga como un judío cumplidor más, pero dedicaba muchos más ratos de oración. Nos dice Lucas Jesús se retiraba con frecuencia a lugares solitarios a orar (Lc 5, 16), incluso apartándose de la gente o aprovechando la madrugada para ir a un descampado a buscar esa relación íntima con el Padre que llamamos oración. Este era su alimento principal.

Es cierto que una fe sin obras es una fe muerta, pero la oración es esencial para vivir el ejemplo de Cristo. Y esto lo hemos arrinconado. La actitud que mostramos, el cómo hacemos es esencial y para eso necesitamos luz y fuerza. Pero se nos ha olvidado rezar y estar atentos a la escucha; no nos parece importante o nos parece difícil y por eso le dedicamos en todo caso un tiempo accesorio, como si evangelizar fuese obra nuestra, y no el plan de Dios. No es así como actuó Jesús, como narran los cuatro evangelios, especialmente el texto lucano, tan orientado a lo que hoy llamaríamos justicia social.

La oración cristiana es relación con el Padre, y eso hay que alimentarlo si queremos dar fruto en humildad, en la escucha mutua, la comprensión y el diálogo, ahora en la clave sinodal del Papa. Por eso es necesario orar siempre y no únicamente cuando estamos en una situación apurada.

Tomemos el ejemplo de la santa Teresa de Calcuta,  incansable cada día con el sari blanco y sus listas azules, que pasaba por lo menos tres horas al día en oración. Esto suponía para ella el motor de toda su labor activa. Cuenta un periodista que le entrevistó que, ante la cantidad de necesitados que se agolpaban en su centro, él no entendía que esta mujer dedicara tanto tiempo a rezar, cada día. La respuesta de la Madre Teresa fue muy concreta: Sin oración yo no podría trabajar ni media hora. La fuerza que tengo, Dios me la da a través de la oración… Y añadía: “Lo más importante que puede hacer un ser humano es rezar”.

¿Y cómo rezar? Teresa responde: “Siempre empiezo a rezar en silencio, porque es en el silencio del corazón donde habla Dios. Dios es amigo del silencio: necesitamos escuchar a Dios porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos sino lo que Él nos dice y nos transmite”.

Me parece que estamos ante nuestra principal asignatura pendiente, que no es otra que la desvalorización de la oración fiándolo todo a la acción. La paradoja de Lucas es la misma que encontramos en Teresa de Calcuta… en Teresa de Jesús, en Ignacio de Loyola, y en tantos más. Y el Papa no hace más que repetir la importancia de la oración…

Una invitación sinodal imprescindible

Por | Gabriel Mª Otalora

Una vez consultadas todas las comunidades a las que Francisco nos ha llamado a responder, expresando nuestras inquietudes, dificultades y decepciones eclesiales, surgirán nuevos caminos abiertos a una vivencia más auténtica del Evangelio. El segundo paso ha sido la encomienda del Papa a todos los obispos para que lideren este tiempo de valoración de las respuestas y mantengamos viva la llama de la actitud a las que se nos convoca hasta que se concreten nuevas propuestas de Comunión, Participación y Misión al finalizar este “Sínodo sinodal”, donde el laicado es protagonista como no se recuerda.

Posiblemente, el número de personas que ha respondido es pequeño respecto al número de bautizados. No importa, todo camino importante comienza por unos pasos… Lo que toca vivir ahora en interrogarnos para vivir ya de manera sinodal en este interregno hasta la clausura del Sínodo; sin esperar a sus conclusiones y orientaciones.

Por tanto, la pregunta fundamental sigue en pie: En una Iglesia sinodal evangelizadora, ¿qué pasos invita a dar el Espíritu Santo para discernir y crecer en este “caminar juntos”? Si seguimos la estela de los diez bloques de preguntas a las que se pedía responder, tenemos un programa para iniciar y vivir en todas las parroquias y unidades pastorales, sin esperar al resultado final del Sínodo.

Con preguntas cercanas que nos llevan directamente a plantearnos nuestro día a día comunitario y personal, hoy y aquí, para reflexionarlas dentro de nuestras comunidades, juntos todos, los laicos y el clero, tratando de encontrar actitudes más cercanas a las que mostró Jesús y vivirlo en consecuencia:

  1. En nuestra Iglesia local, ¿quiénes son los que “caminan juntos”? ¿Quiénes son los que parecen más alejados? ¿Cómo estamos llamados a crecer como compañeros?
  2. Escuchar es el primer paso, pero requiere una mente y un corazón abiertos, sin prejuicios. ¿Cómo nos habla Dios a través de voces que a veces ignoramos? ¿Cuáles son algunas de las limitaciones de nuestra capacidad de escucha, especialmente hacia aquellos que tienen puntos de vista diferentes a los nuestros? ¿Qué espacio damos a la voz de las minorías, especialmente de las personas que sufren marginación o exclusión social?
  3. Todos están invitados a hablar con valentía y libertad y caridad. ¿Qué es lo que permite no impide hablar con valentía, franqueza y responsabilidad en nuestra Iglesia local y en la sociedad?
  4. “Caminar juntos” sólo es posible si nos basamos en la escucha comunitaria de la Palabra y la celebración de la Eucaristía de manera participativa y en común unión. ¿Y cómo se promueve la participación activa de todos los fieles en la liturgia? ¿Qué espacio se da a la participación en los ministerios de lector y acólito?
  5. La sinodalidad está al servicio de la misión de la Iglesia, a la cual todos los miembros están llamados a participar. ¿Qué impide a los bautizados poder ser activos en la misión? ¿Qué áreas de la misión estamos descuidando?
  6. El diálogo requiere perseverancia y paciencia, pero también permite la comprensión recíproca. ¿A qué problemáticas específicas de la Iglesia y de la sociedad debemos prestar más atención? ¿Qué experiencias de diálogo y colaboración tenemos con creyentes de otras religiones y con los que no tienen pertenencia religiosa? ¿Cómo dialoga y aprende la Iglesia con otros sectores de la sociedad: con la política, la economía, la cultura, la sociedad civil y las personas que viven en la pobreza?
  7. ¿Qué relaciones mantiene nuestra comunidad eclesial con miembros de otras tradiciones y confesiones cristianas? ¿Qué compartimos y cómo caminamos juntos? ¿Cómo podemos dar el siguiente paso para caminar juntos?
  8. Una Iglesia sinodal es una Iglesia participativa y corresponsable. ¿Cómo se ejerce la autoridad o el gobierno dentro de nuestra Iglesia local? ¿Cómo se ponen en práctica el trabajo en equipo y la corresponsabilidad? ¿Cómo se realizan las evaluaciones y quién las realiza? ¿Cómo podemos favorecer un enfoque más sinodal en nuestra participación y liderazgo?
  9. ¿Qué métodos y procedimientos utilizamos en la toma de decisiones? ¿Cómo se pueden mejorar? ¿Cómo promovemos la participación en el proceso decisorio dentro de las estructuras jerárquicas? ¿Cómo podemos crecer en el discernimiento espiritual comunitario?
  10. La sinodalidad implica receptividad al cambio, formación y aprendizaje continuo. ¿Qué formación se ofrece para promover el discernimiento y el ejercicio de la autoridad de forma sinodal?

Lo único seguro es que no resulta acertado mantenernos de brazos cruzados en la rutina diaria eclesial esperando que lleguen iniciativas desde Roma, entendiendo la sinodalidad como una preocupación y una carga más con la que lidiar, en lugar de vivirlo todo de manera nueva.  En palabras del Papa, la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Y avanzar por él, desde ahora mismo, es nuestra responsabilidad

‘La Cruz. Variaciones sobre la Buena Noticia’

Xabier Pikaza: «La cruz es un signo donde se entrecruzan y fecundan las líneas de la vida»

Crucificado
Crucificado

Este es un libro para lectura de Semana Santa. Quiero recomendarlo sobre todo por su valor, pero también porque su autor (Gabriel Maria Otalora) es mi paisano, colega y amigo, un cristiano «de a pie», comprometido en la vida civil y en el pensamiento y tarea social de la iglesia, en la diócesis de Bilbao.

Colabora asiduamente en RD, Redes cristianas, Fe adulta etc.  Quien quiera «escucharle» vea su podcast en Radio Popular. 

 Ha tenido la gentileza de pedirme un prólogo-epílogo, que presento a continuación, para quienes quieran acudir después a su libro, como»lectura de Semana Santa» y de siempre. Con un abrazo, Gabriel.

Por| Xabier Pikaza teólogo

EL SIGNO DE LA CRUZ. REFLEXIÓN DE SEMANA SANTA. PRÓLOGO-EPÍLOGO AL LIBRO DE G. M. Otalora (X.Pikaza).

              El libro de mi amigo y colega Gabriel Otalora no necesita prólogo ni introducción, pues se vale y sobra por sí mismo. Pero como testimonio de amistad quiero ofrecerle unas palabras de acompañamiento teológico. Van en línea más teórica, no hace falta leerlas para entender el libro. Pase directamente al texto de G. Otalora quien quiera saber sobre la Cruz, y encontrará respuesta a muchas de sus preguntas, y caminos abiertos al misterio.

            Mi reflexión no es necesaria, pero podrá servir quizá para algunos, que quieran relacionar la Cruz de Jesús con la Trinidad de Dios. Se podrá leer también como epílogo, tras haber saboreado el texto de Otalora, a quien doy gracias por haberme dejado acompañarle en su espléndido libro. Es un honor y un placer “navegar” contigo, Gabriel, en esta Marcha de Reino en la que estamos ambos empeñados. 

  1. La Cruz, señal de cristiano.

La cruz destaca entre otros signos religiosos de la humanidad, como la estrella, la media luna o la roca y árbol de muchas religiones. La estrella de David enciende y simboliza la utopía del hombre que entiende la vida en forma de camino abierto a la promesa de la paz final de la historia. La media luna del Islam evoca la vivencia de la condición humana como ritmo fatal de vida y muerte, de sometimiento a lo divino.

             De un modo especial, a diferencia de los signos anteriores, la Cruz de Jesús es signo del valor infinito de los descartados y oprimidos, de los crucificados que son víctimas del terror del mundo (¡un instrumento de tortura hasta la muerte!). Pero, siendo signo de tortura y muerte, la cruz es también la insignia y señal de compromiso de aquellos que ponen su vida de los más crucificados de la historia.

            En esa línea, siendo signo de tortura hasta la muerte y de servicio a favor de los torturados y víctimas del mundo, la cruz es a la vez (y sobre todo) la señal suprema de Dios para los cristianos, como ha dicho San Pablo en el conjunto de sus cartas, y de un modo especial en 1 Cor 1-2. Así lo he querido poner de relieve en las reflexiones que siguen, a partir de algunos signos primordiales de la vida humana.

 – En un sentido el primer símbolo específicamente humano es el vientre de la madre, pues nos muestra que de ella hemos nacido, como indican las figuras de las “grandes madres” vinculadas a las religiones antiguas, desde el neolítico. El vientre materno es redondez fecunda, “tierra nutricia”, como el árbol y la fuente, y así aparece en los primeros signos religiosos de muchos pueblos.En un sentido complementario, otro signo primordial del hombre el sepulcro, es decir, el entierro de los muertos. Todos los vivientes mueren, pero no lo saben. Los hombres, en cambio, mueren y lo saben, y además veneran de algún modo a la muerte (y protestan en contra de ella), enterrando a los difuntos, poniéndolos en manos del vientre de la madre tierra, al lado de una piedra (roca, menhir, dolmen) como signo de supervivencia o nuevo nacimiento

Hay otro signo poderoso de la vida humana que es la guerra (thanatos, muerte violenta), esto es, la imposición de los que vencen en la lucha de la vida y sobreviven. Esa “violencia” se expresa a través de las armas “divinas” (hacha, maza, espada) que sirven para matar a otros seres, tanto animales como hombres. En esa línea de guerra se sitúan los sacrificios violentos de muchas religiones, con instrumentos de dominio y castigo, entre ellos la cruz, como forma de muerte por tortura y castigo, para tener sometido al conjunto de la población.

– Hay también signos de amor, mirados desde diversas perspectivas (hierogamia, amor materno/paterno, solidaridad, fraternidad, ayuda mutua). En ese contexto se puede situar también la cruz, pero desde una perspectiva inversa, como signo de aquellos que entregan su vida al servicio de los demás, sufriendo incluso por ello, como en el caso de Jesús, a quien condenaron precisamente por haber amado y ayudado a otros. Tomó la cruz de otros (enfermos, excluidos…), para así ayudarles a vivir. Por eso le mataron, y lo hicieron precisamente clavándole a una cruz.

Lógicamente, la Cruz ha sido en principio una señal de “maldición” (se crucifica a los malhechores), y se ha entendido, al mismo tiempo, como signo de separación de Dios (maldito el que cuelga de un madero, como sabe Gal 3, 13). Pero esa maldición ha venido a convertirse por Jesús en presencia y garantía de la bendición suprema del Dios, que acompaña a los que ayudan a llevar la cruz de los demás, y que acoge en la cruz a Jesucristo. Ese Dios no se limita a resucitar tras haber muerto en una Cruz, liberándole así de su oprobio, sino que le acoge y bendice precisamente en ella, en la misma Cruz, como dice Pablo (Dios estaba en la cruz de Jesús, reconciliando el mundo consigo mismo, cf. 2 Cor 5, 19-20).

La cruz se vuelve así señal suprema de la bendición del Dios que en Jesucristo asume como propio el dolor y pequeñez de los crucificados, de los sufren y mueren como víctima del odio y violencia de otros, en la historia. Precisamente en esa cruz ha “entrado” Dios por Jesucristo. Si se hubiera mantenido lejos, sin haberse dejado alcanzar por la tragedia y terror de la cruz, sin asumir como propia la “suerte” de las víctimas, todo hubiera permanecido eternamente idéntico como eterno retorno de una historia de pura violencia. Pero, en contra de eso, la novedad del cristianismo consiste en haber descubierto y confesado que la cruz forma parte del misterio del Dios que se abaja y encarna, no en la humanidad en “general”, sino en esta humanidad concreta de los crucificados de la historia, expresando en y por ellos su vida de amor.

Señal de la Cruz, experiencia trinitaria.

Gabriel María Otalora
Gabiel Mª Otalora

Conforme a lo anterior, los cristianos decimos que la cruz es el signo principal de Dios, y así nos “signarnos” con ella, trazando sus dos líneas, una vertical y otra horizontal, diciendo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así mostramos que Dios se expresa (se revela humanamente) en la historia de Jesús crucificado y en la de todos los crucificados.

            Al trazar la cruz, empezamos por la frente, diciendo en el Nombre del Padre…, que es el principio y “don” de toda vida, padre-madre en amor, que se ofrece, se entrega, a fin de que vivamos todos. No se clausura y cierra en sí mismo, a solas, no conserva egoístamente nada. Por eso se auto-entrega en Jesucristo, su Hijo, en forma humana, dándole todo lo que él (Dios Padre) tiene, en gesto abundante de amor. Por ser amor gratuito, concreto y pleno, como el Padre, Jesús ha debido amar gratuitamente a todos, en su vida humana, hasta ser crucificado por ello.

            Así lo confiesa san Pablo cuando afirma que Dios ha ofrecido a su Hijo (Rom 8, 32), esto es, nos lo ha dado, pero de tal forma que ha sido Cristo mismo quien se ha dado/ofrecido en amor, expresando y realizando así el amor del Padre sobre el mundo. Eso significa que la cruz no es algo exclusivo del Hijo Jesús, que habría tenido que “sufrir” como hombre, a diferencia del Padre que sería pura felicidad, sin sufrimiento algunos. La cruz del Hijo Jesús que muere por amor a los hombres es el signo y despliegue supremo de la “cruz de amor del Padre”, que se da (se entrega) en amor como Padre, dándose a Jesús, su Hijo, y en Jesús a todos los hombres, a quienes Jesús ama y por quienes se entrega en la cruz hasta la muerte.

            Lógicamente, tras haber dicho con la mano en la frente “en nombre del Padre”, al seguir trazando con la mano la señal de la cruz, de arriba abajo, decimos: “Y (en el nombre) del Hijo…”. Es como si el Padre bajara en y por el Hijo (Jesús) hasta la hondura plena del amor sobre la tierra, muriendo en Jesús a favor de los hombres, como dice el Credo de los apóstoles: Descendió a los infiernos

            Sólo así puede entenderse la confesión de fe de Flp 2, 6-11: En lugar de cerrarse “en sí” (disfrutando a solas de su dignidad sobre la altura), Jesús, Hijo de Dios, se entregó a la muerte y muerte en cruz, al servicio de los hombres. No se puede hablar de una Cruz de Jesús sin hablar al mismo tiempo de la Cruz del Padre (esto es, de Dios mismo como entrega de amor pleno a favor de los hombres).

La cruz, camino de vida
La cruz, camino de vida

            Y con esto llegamos al tercer momento de la “señal de la Cruz”: Tras haber descendido hasta el fondo (en nombre del Padre y del Hijo, desde la frente hasta el centro del cuerpo), seguimos trazando una línea horizontal, de izquierda a derecha (cristianos occidentales) o de derecha a izquierda (orientales), diciendo y del Espíritu Santo, como signo de comunión (comunicación, acogida y encuentro) entre todos los seres humanos. De esa forma, el camino trinitario (el Padre se abaja por amor en Cristo Hijo) culmina en el Espíritu Santo, amor horizontal de comunión de vida entre todos los seres humanos.

            Según eso, no se puede hablar primero de un Dios que es sólo amor en sí, para hablar después de un Dios que ama y muere en la historia (por la Cruz en Jesucristo), pues la Trinidad en sí (inmanente) se identifica con la Trinidad de Dios en la historia (como se indica con la palabra “economía de la salvación). Siendo en un sentido el signo más grande de la maldad de unos hombres que matan clavando en un madero hasta la muerte, por tortura de terror, la Cruz aparece en Cristo como expresión suprema del amor de Dios en Cristo (Dios que no mata, sino que se deja matar por amor a los hombres).

¿No sería mejor un Dios sin Cruz?

             ¿No sería mejor un Dios de triunfo superior, sin necesidad de entrar en el mundo y dar su propia vida por los hombres? Quizá sería así mejor, en teoría. Pero ese Dios no sería el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. No hay para los cristianos más Dios que el de la cruz de Jesús, el Dios que se deja “matar” (rechazar), amando y salvando precisamente allí donde le odian y le matan.

No hay verdadero amor sin que el Amante salga de sí y se entregue al amado, como el Padre que se entrega plenamente al Hijo. No hay cumplimiento de amor (no hay comunión) si el Amado (en este caso Jesús) no responde en amor al amor recibido. En esa línea, de un modo consecuente, Jesús confía y se ofrece al Padre poniéndose en sus manos, con y por todos sus “hermanos” (incluidos aquellos que le matan). Ésta es la visión de Dios que ha desarrollado San Juan de la Cruz en su Romance de la Encarnación y de la Trinidad, que es, en el fondo, un romance de la Cruz: Dios se introduce como Trinidad por la Cruz en la historia de los hombres, a fin de que los hombres puedan responderle libremente, compartiendo así su amor divino.

            Por eso, lo mismo que afirmamos que no hay amor sin cruz (esto es, sin donación de sí mismo), debemos añadir que no hay amor divino, esto es, amor “cumplido”, sin respuesta pascual, esto es, sin transformación de la vida, sin que surja el hombre nuevo, inmerso en el misterio de la Trinidad. Lo que Dios entrega, al entregarse en amor, en la cruz no se pierde sino que se realiza en plenitud transfigurada. Por eso, la verdad de la historia de Dios como despliegue creador (trinitario) no fracasa en la fatalidad de un aniquilamiento de muerte, sino que culmina y se cumple en la pascual del amor como resurrección. En ese sentido (con la muerte en cruz), la resurrección de Jesús, Hijo de Dios, forma parte del despliegue trinitario.

            Dios no ha creado a los hombres con el fin de abandonarles fuera de sí mismos, sino para ofrecerles su propia Vida como espacio, camino y plenitud final de amor. En ese sentido, a pesar de las contingencias de su realización concreta, la cruz de Jesucristo constituye un momento integrante de la realización trinitaria de Dios en la historia de los hombres. En ese sentido debemos repetir la formulación ya evocado: La realización trinitaria (inmanente) de Dios y su expresión histórica (económica) en la cruz de Jesucristo no constituyen verdades distintas, sino que forman las dos caras de la manifestación originaria de Dios.

  La Cruz no es algo que Dios imponga a la fuerza sobre las espaldas de los hombres, reservándose egoístamente un amor de felicidad separada, sin cruz. El contrario, desde la perspectiva de la historia humana, la Cruz de Dios forma parte de la historia de los hombres, y la Cruz trinitaria de Dios se expresa y despliega en la vida de los hombres. Un Dios sin cruz (plenitud ontológica cerrada en sí) terminaría siendo ajeno y contrario a los hombres. Sólo un Dios de cruz, que sale de sí mismo, penetrando en la finitud humana, experimenta el abandono de la historia y que la transfigura internamente con su amor, culminando así en la plenitud del triunfo pascual puede ofrecer a los hombres un sentido y camino de amor.

            Ciertamente, en este mundo hay un hombre que quiere vivir sin cruz propia, pero imponiendo la (su) cruz sobre los otros. Ése es el hombre de la autosuficiencia, de la imposición racional, cultural y militar, de la esclavitud económica. Sin duda, ese hombre puede ofrecer en lo externo unos rasgos que parece creadores y tienen rasgos buenos: ha transformado el aspecto externo de la tierra con la conquista de su ciencia y las posibilidades de su técnica. Pero al final de su camino puede terminar destruido en su impotencia; puede conquistar el mundo, pero matándose a sí mismo y destruyendo al fin el mismo mundo, como ha puesto de relieve el papa Francisco en Laudato si (2015)

Ese hombre sin cruz ha podido cambiar mucho este mundo, pero no ha podido transformarse a sí mismo, ni entender su vida como don de amor. Por otra parte, ese triunfo externo se ha logrado a costa de una gran esclavitud de los pequeños; en las cunetas de un mundo rico siguen tirados y aplastados los hombres de la cruz, los crucificados (hambrientos, oprimidos) de la nueva historia.

Ungido por la Cruz
Ungido por la Cruz
  1. Conclusiones. De la cruz al hombre nuevo.

Frente a la antigua o nueva escuela de la imposición por “ley” de talión, por legalismo (como supo san Pablo), la cruz de Jesús nos permite contemplar y compartir el misterio creador de Dios como fuente de amor y de transformación desde los crucificados, superando así el “orden” de muerte que puede terminar destruyendo la vida de los hombres en la tierra. Sólo a partir de los crucificados (esto es, de las víctimas), con ellos y por ellos, se puede construir sobre la tierra una historia que sea signo y presencia del Dios Trinitario, Dios de la Cruz Pascual.

   En el camino de esa “construcción desde la Cruz”, no podemos empezar destruyendo por destruir aquello que ahora existe, sino que debemos transformarlo en amor, impulsando una nueva forma de comunión humana en gratuidad y perdón, en esperanza de vida. No se trata pues de condenar y matar a los que “mataron” a Jesús (o a los que nos parecen que son como ellos), expulsándole de la ciudad y clavándole en un madero, hasta que mueran de terror y agotamiento. No se supera la Cruz de Jesús crucificado a los crucificadores, sino trascendiendo el “orden” del talión, del ojo por ojo y diente por diente.

El programa de la cruz no consiste por tanto en de crucificar a los que crucificaron a Jesús (y a sus continuadores actuales), sino en superar la “lógica de la cruz violenta” a través de una lógica paradójica de perdón nueva y más alta gratuidad. La cruz de aquellos que mataron a Jesús y que de alguna forma le siguen crucificando cuando matan a las víctimas actuales (en contra de lo que pide Mt 25, 31-46) no se supera con otra cruz más fuerte, sino con una dinámica distinta de gratuidad. Cuando se dice que Dios ha vencido el pecado del mundo a través de la cruz de Jesús no se está postulando con eso ningún tipo de “venganza” posterior, sino la superación de la venganza, por obra del perdón y amor de las víctimas, de los crucificados.

            Dios no dejó “que mataran en la cruz a Jesús” para después “vengarse” y triunfar mandando al infierno a los “malos”. Al contrario, la victoria de Dios se identifica con la misma cruz, es decir, con la entrega total de la vida, en amor, por los demás, por todos, sin excepción. Murió Jesús, y no vino (ni viene) después la venganza de Dios, pues lo que podríamos llamar “venganza” (esto es, la “diferencia”) de Dios consiste en su amor por encima de muerte, a favor de los demás.

Eso significa que la victoria de Dios en Jesús no está “después” de la muerte en Cruz, sino en esa misma muerte. En esa línea, en un sentido muy hondo, la misma muerte de Jesús es su “resurrección”, como sabe la liturgia de las iglesias orientales, cuando insiste en el “descenso de Jesús a los infiernos”. Cuando desciende por la cruz a la hondura de la tumba, llegando hasta el sheol o el hades de la historia (el “lugar” de Adán y de los muertos antiguos) Jesús “resucita”, en ese mismo momento, en ese gesto.

             Según eso, como católicos, hombres universales, valoramos todos los signos religiosos. aceptamos la estrella de Israel y su misterio de esperanza. Saludamos la media luna del Islam como signo de la ley inexorable e inefable de la vida. Nos fascina el misterio de la esfera, rostro de la eternidad de un Dios de mudo silencio majestuoso y signo de un mundo perfectamente clausurado por la ciencia. También valoramos otros signos cósmicos (cielo estrellado, espacios infinitos de galaxias…), y de un modo especial sentimos la armonía de aquellos que buscan y sienten lo divino en lo infinito de su propia vida interna (como en ciertas religiones orientales). Pero, más allá de todos esos signos, ubicándonos en el corazón de la experiencia de Jesús, hemos descubierto la cruz como señal suprema del misterio que es Dios en nuestra vida.

La cruz es un signo donde se entrecruzan y fecundan las líneas de la vida. Es señal de Dios como amor que se expresa en el encuentro, entrega y comunión entre personas, y señal de la historia de los hombres que progresan a través de la creatividad sacrificada de la propia vida y de la entrega de los pobres. La cruz es signo de la plenitud del cosmos, como totalidad abierta hacia los cuatro puntos cardinales. Y sobre todo, ella es signo de la historia que avanza, lentamente, a través del misterio de fracasos y muertes, hacia la irrupción inesperadamente esperada y sorprendentemente nueva de la gloria de Jesús crucificado.

            En el centro de los caminos de vida que se encuentran y fecunda, la Cruz es signo radical de los cristianos: En ella se expresa el don del Padre, el amor de Jesús, la comunión del Espíritu Santo… Como expresión de amor trinitaria, lugar donde culmina el encuentro Padre-Hijo, la cruz es el signo privilegiado del Espíritu Santo, que es Vida de Dios en la vida de los hombres.

El laicado con la sinodalidad de fondo

Gabriel María Otalora 

El Concilio Vaticano II supuso un antes y un después para los laicos; sin embargo, no sé si es posible hablar de un único tipo de laico en la Iglesia. Existe un laicado tradicional configurado como una mayoría silenciosa, pasiva e inhibida a la vez, convencida de que no tiene mayores responsabilidades; convencimiento este alentado, durante mucho tiempo, por buena parte de la jerarquía eclesiástica. 

Existe también otro laicado, minoritario, pero cada vez más significativo que suspira por una implicación real y con una visión más integral del mandato evangélico. Son cristianos que intentan vivir su fe de forma adulta allí donde se encuentren procurando abrirse a las preguntas de la fe en su medio desde su voluntad para ser luz y fermento bajo el signo de la fraternidad. 

Pero tampoco es un laicado homogéneo, pues laicos comprometidos son también los que 
participan en los movimientos “neocon” y teocon”, los nuevos conservadores radicales que no descartan un choque de civilizaciones ante la necesidad de preservar al cultura occidental, con posiciones muy conservadoras donde la religión católica debiera jugar un papel de poder. Sin duda que hay admirar y copiar su celo y entusiasmo… pero poco más, ya que no parece que han interiorizado la gravedad del pecado estructural del materialismo en este caso capitalista, ni la peligrosa contradicción entre el mensaje y la práctica diaria que supone la perpetuación de una Iglesia poderosa y acomodaticia. 

En todo caso, el prototipo del laico actual es el de un cristiano desconcertado, inseguro y escéptico de su papel. Un laicado que añora la referencia de las virtudes teologales como los tres grifos de todas las demás virtudes: la fe (por inmadura), la esperanza (por descafeinada) y la caridad, que ya no es el principal signo por el que se nos reconoce a los cristianos. Como corresponde a un tiempo revuelto, los laicos no acabamos de encontrar nuestro sitio en una institución eclesial que se resiste a dejar atrás su lastre clericalista y, a la vez, mundano, en el sentido de mantener las cuotas de poder y de ostentación (Estado Vaticano, títulos y dignidades, carrera eclesiástica, etc.). 

Contradicciones e indiferencia que el Papa no deja de denunciar, por cierto. Parece como si a los dirigentes religiosos les preocupase más la obediencia a las normas que la fidelidad al mensaje con los hechos. La consecuencia práctica de este imperio de la ortodoxia es que unos pocos se han extralimitado en su función. Este afán por las normas más que por las personas ha tenido graves consecuencias incluso en la oración, marcada también por la rigidez de la ortodoxia del momento, que históricamente ha venido apostando por apuntalar una fe infantil más que por un crecimiento maduro y transformador del compromiso cristiano fruto de la experiencia de Dios. 

A esto habría que añadir el peso de la Tradición, confundida con frecuencia con 
costumbres mundanas y sociopolíticas con las que algunos han frenado cualquier avance liberador en la Iglesia. Y digo liberador en el sentido más evangélico del término, el que nos libera de nuestras cadenas a la manera de Pentecostés. Cuántas ataduras humanas de poder se han disfrazado de religiosidad parapetada tras “la Tradición”. Jesús fue muy claro aun en medio de la férrea tradición judía, aun más férrea que la nuestra. Respetó la tradición profética, los libros y los ritos sagrados, y hasta las normas existentes, pero lo supeditó todo al bien de las personas y a una relación más sincera con Dios, a quien presentó como un Padre cariñoso “lento a la cólera y rico en perdón” fijándose especialmente en los más necesitados, los preferentes del Evangelio, por cierto. 

Poco a poco, la organización de la Iglesia se ha convertido en algo más importante que la misión encomendada. “El sumo poder se ejerce bien cuando se dominan los vicios más que a los hermanos”, llegó a decir S. Gregorio Magno. “Quien debe presidir a todos, por todos debe ser elegido” (S. León Magno). “Lo que es de interés de todos, debe ser aprobado por todos”. (Derecho Romano). “Soy obispo para vosotros, pero ante todo soy cristiano con vosotros” (S. Agustín), etc. 

Todo empezó a estropearse con Constantino y cuando la Iglesia se organiza a la manera de los dirigentes de la sociedad civil (s. II-III), acaparando el clero todas las funciones de la Iglesia. Y con ello, la jerarquización, la carrera eclesiástica y los privilegios. El papel de la mujer desapareció, las religiosas quedaron “en tierra de nadie”. Los monjes del desierto y algunas nuevas órdenes fueron la primera denuncia de una Iglesia cada vez más unida al poder temporal. Las órdenes terceras fueron otro intento de purificar el mensaje, pero fueron obligadas en el Medioevo a tomar forma de orden religiosa (franciscanos, etc.). 

¿Dónde queda la función del pueblo sacerdotal, del laico, del Pueblo de Dios? La historia de la iglesia parece hecha por una minoría minoritaria. Individualismo, clericalismo, ortodoxia por encima de la praxis y tradición inmovilizadora, no dejan espacio al poder del Espíritu descuidando su compromiso en prácticas tan esencialmente evangélicas como la misericordia, la compasión, la humildad, la fraternidad o la importancia relativa de los bienes de este mundo (El problema del materialismo consumista nos ha pillado con el pie cambiado). 

Caminar dos mil años en la vida de la Iglesia ha traído desviaciones entre las cuales no es la menor asumir que la inmensa tarea pastoral depende casi únicamente del clérigo, o que el estado clerical suponía estar más cerca de la perfección cristiana, contradiciendo a los inicios de la tradición cristiana (donde la orden de las viudas, de las vírgenes, entre otras, eran órdenes laicales). 

Los laicos y laicas ha sido un categoría eclesial de segunda división que se nos ha definido más por lo que no somos (no-sacerdotes, no-religiosos y no-religiosas) que por lo que somos, sin ofrecer una identidad teológica a pesar de que todos somos iguales ante Dios con diferentes carismas. Hay que saltar hasta el Concilio Vaticano II para retomar el protagonismo del Pueblo de Dios en su sentido más amplio y sin seguidismos más que a la Palabra de Dios y al ejemplo de Cristo. Y ahora tenemos la gran oportunidad con la sinodalidad que impulsa Francisco. 

Como afirma Leonardo Boff, los laicos de hoy ya no aceptan una Iglesia autoritaria y triste, como si fuesen a su propio entierro. Pero están abiertos a Jesús, a su sueño divino y a los valores evangélicos porque la Iglesia existe para anunciar a la humanidad que Dios es amor; ésta es su razón de ser, su dicha y su identidad más profunda. Pocos conocen que existe un Día del Apostolado seglar (secular, de siglo, mundo…) que se celebra, qué casualidad, el día de Pentecostés, tal es la importancia real de esta fiesta en la Iglesia… 

En líneas generales, si preguntamos qué o quién es la Iglesia a alguien de fuera de ella, nos dirá que la Iglesia son el Papa y los obispos, los curas y los religiosos y religiosas. Ni siquiera Caritas. Sencillamente, para ellas los laicos no significan la Iglesia. 
El problema sigue siendo las funciones reales de los laicos, más ejecutores que “sujetos” de las decisiones. Pero tenemos derecho a esperar y a encontrar en la Iglesia institución lo que a todos nos gustaría: vivir más y mejor el gozo de la fe y el amor compartido que muestre al mundo la Buena Noticia, asociando Iglesia a liberación. Nuestra crisis resalta más cuando la realidad eclesial se percibe como que dificulta en ocasiones la comprensión y la acción en el complejo problema social, a la hora de aportar soluciones eficaces a los problemas actuales. Los “malos” no siempre están fuera de la Iglesia. 

Sin compromiso transformador a favor de un mundo más humano no hay Iglesia de Dios 
en la que nos reconozcan como Buena Noticia a la manera del Evangelio. Y no podemos 
ofrecer un mensaje creíble si nuestra imagen es la de una Iglesia encerrada en sus 
normas, ritos y cultos haciéndose fuerte en los templos. La consecuencia es la huída social porque ya no somos Noticia, estamos sin vigor salvador, alejados de un 
Pentecostés que tememos más que anhelamos. 

Voy acabando mi reflexión. Y lo hago recordando que los evangelios son los que marcan el papel del cristiano, sea laico, presbítero, obispo o Papa, hombre o mujer. Sin distinción en lo esencial. Y lo hacen desde la enseñanza y el ejemplo de Jesús a cada uno de nosotros, en su apuesta por el seguimiento de su mensaje. En este sentido, el teólogo católico Johann Baptist Metz, discípulo de Karl Rahner, afirmaba: “La primera mirada de de Jesús no se dirigía al pecado de los otros, sino a su sufrimiento”; y “el pecado era para Jesús negarse a tener compasión ante el sufrimiento de los otros”, cosa que el clericalismo centrado en sí mismo, al servicio de una institución poderosa, olvida frecuentemente, afirmo yo. 

La Iglesia, en fin, para ser creíble tiene que apoyarse en hechos, porque el hombre 
secularizado inmerso en la cultura de la imagen sólo entiende el lenguaje de los gestos coherentes. A nuestra Iglesia le vendría muy bien escuchar: “¿Habéis pescado algo después de estar trabajando toda la noche?”. Porque lo que es trabajar, se trabaja, pero la pregunta es si se hace en la dirección adecuada 

Hacia una nueva estructura eclesial 

Por Gabriel Mª Otalora

No pocos cristianos llevan tiempo preguntándose si tiene futuro la Iglesia actual. Con el modelo que funcionamos, la respuesta a la pregunta anterior es no. Esta es la opinión de muchos católicos, entre los que se incluye el mismo Papa Francisco. Y por eso ha decidido poner en marcha el movimiento universal (católico) “Hacia una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión” para dar voz a los 1.300 millones de bautizados sobre el futuro de la Iglesia y de cómo hacer comunidad de una manera más acorde a Evangelio. 

Por problemas estructurales también de fondo, Juan XXIII puso en marcha el Concilio Vaticano II, pero Francisco ha preferido echar mano del modelo sinodal tradicional -el que se vivió al comienzo de la Iglesia- tan diferente del modelo sinodal exclusivo de obispos y cardenales, para adecuarlo a este tiempo tan heterodoxo también en la Iglesia católica. Es una iniciativa muy ignaciana por su audacia que tiene riesgos evidentes, pero que pretende abrir puertas intocables que necesitamos traspasar para volver, de verdad, a vivir el Evangelio. Las tres puertas a las que el Papa nos invita a traspasar, son la comunión (encuentro verdadero), la participación (consensuada y a la escucha) y la misión (evangelizar mejor mediante el discernimiento). 

No se trata de crear otra Iglesia, sino de trabajar para mejorarla, pero de manera radical actualizando con la actitud adecuada el Mensaje de Jesús. O en otras palabras, pasar de una pastoral de los hechos a otra centrada en las actitudes y el amor por bandera, con todo lo que esto supone. Por ejemplo, vivir en las estructuras eclesiales como un medio para la misión sin supeditarla a las estructuras, porque absolutizar la estructura eclesial es una idolatría. 

Es una revolución lo que plantea Francisco en el sentido transformador de la palabra, que nos llevará a un escenario diferente a medio y largo plazo. Seamos conscientes de que estamos solo ante el pistoletazo de salida que lleva aparejada varias dificultades y resistencias a las que el Papa no es ajeno, lo cual es todavía más de admirar su sentido profético sabiendo que, muy posiblemente, él no verá los frutos del Espíritu que a buen seguro llegarán con nuestro esfuerzo y compromiso renovador. 

Algunas de esas realidades que frenan el proceso desde el principio son obvias para cualquier cristiano de a pie mínimamente interesado en la vida de nuestra Iglesia. Estas son las más evidentes: 

  • 1) El desconocimiento de lo que el Papa plantea para todos los bautizados, incluido el grupo de personas que abandonaron la Iglesia hartas y desencantadas. 
  • 2) La pasividad e inercia, tan presentes y peligrosas porque cualquier cambio es visto con inquietud en lugar de una actualización de la Buena Noticia. 
  • 3) El miedo a cambios de calado, como el papel de la mujer o el celibato vocacional no obligatorio, que dejan al descubierto una fe inmadura, superficial y ritualista. 
  • 4) El rechazo directo de quienes ven en esta iniciativa papal un peligro para su estatus eclesial de poder o para una confesionalidad a la carta. 
  • 5) El modelo clericalista, tan vertical y poco incluyente, visto por demasiados cristianos como algo de Dios, no una mera estructura organizativa humana al servicio del Mensaje. 
  • 6) El Derecho Canónico actual está desfasado, sigue unos cánones cuasi medievales que poco tienen que ver con el espíritu del Evangelio, donde la figura del obispo es la de un jerarca con mando en plaza más que la de un pastor a la manera del Jesús del Evangelio. 
  • 7) La actitud comunitaria ante la pederastia eclesial, cuyas actuaciones ahora están solo en manos de las conferencias episcopales con un laicado que nada pueda decir ni participar en las iniciativas reparadoras (o entorpecedoras) que estamos viendo en la propia Conferencia Episcopal. 

Pero Francisco ve oportunidades donde otros ven problemas y amenazas. De hecho, es suya esta frase cuando alguien le recordó las resistencias más que ciertas a las que ya está empezando a encontrarse: “Las resistencias no son un freno, son un empuje”.  

Al final, lo importante de la sinodalidad ya en marcha es que “el propio encuentro es el mensaje”, las formas de relacionarnos, escucharnos y actuar son el mensaje capital frente a lo que tantos continúan añorando directrices y normas de obligado cumplimiento procesal, responder a lo mandado que viene encapsulado y asunto concluido. Pero no, ese “caminar juntos de otra manera” es la esencia, abiertos a la oración de escucha para discernir lo que el Espíritu nos interpela. No es el Papa, es el Espíritu Santo a través de él quien nos llama a movilizarnos para recuperar las actitudes evangélicas deterioradas por el consumismo, el individualismo, la superficialidad, el ritualismo… 

Claro que muchos católicos y católicas se descolgarán o ni siquiera se enganchen nunca a esta propuesta. Lo sabe muy bien Francisco. Será una minoría -no creo que inicialmente se sumen, de verdad, más de un 30% de católicos dispuestos a ser el fermento que nos llevará a una vivir de manera más humilde y auténtica. 

Por último, creo que es el momento de releer las cartas de san Pablo para recordar sus dificultades en su fragilidad (Corinto), pero también sus avances donde menos lo esperaba (mujeres y esclavos en Roma) por la acción del Espíritu. Y ya veremos si todo esto acaba en un Concilio Vaticano III