El perfil mayoritariamente restauracionista del episcopado español (III)

Obispos

«Una buena parte de los obispos españoles entiende que, en la relación de la Iglesia con la sociedad civil, se han de defender la universalidad de la Verdad o de la ley moral natural, la excelencia de la ‘tradición cristiana’ y de la fe, así como de la unidad de España»

«Frecuentemente son obispos -y con ellos cristianos y colectivos- que tienen muchas dificultades para dar igual importancia al encuentro y diálogo

Se suele activar una conciencia victimista, supuestamente fundada en una ‘persecución mediática’ por defender dichas verdades o principios»

«Entiendo que este tipo de obispos, cristianos y colectivos tienden a perderse -por razones que exceden esta aportación- en los extremos de las ramas que brotan del frondoso árbol de la Iglesia católica»

«Por eso, no creo que formen parte del robusto y fecundo tronco del grupo de los ‘radicales’ en el seguimiento de Jesús, es decir, del conjunto de obispos, personas y colectivos que, porque siguen al Nazareno, a partir de lo dicho, hecho, padecido y encomendado por Él, van a la raíz de la vida y de los problemas que puedan surgir»

Por Jesús Martínez Gordo

Pero, continuando con la tarea de argumentar por qué el episcopado español es, además, de mayoritariamente involutivo, restauracionista, me corresponde exponer -por supuesto, críticamente- cómo una buena parte de ellos entiende que, en la relación de la Iglesia con la sociedad civil, se han de defender la universalidad de la Verdad o de la ley moral natural, la excelencia de la “tradición cristiana” y de la fe, así como de la unidad de España.

Frecuentemente son obispos -y con ellos cristianos y colectivos- que tienen muchas dificultades para dar igual importancia al encuentro y diálogo, no solo teológico y dogmático, sino también racional e intersubjetivo con quienes no comparten tales universalidad y bondad y para conceder igual, o parecida relevancia, a la convivencia en paz entre personas con diferentes cosmovisiones.

Los textos magisteriales emblemáticos de estos obispos se encuentran en la encíclica “Veritatis Splendor” (1993) sobre la primacía de la verdad a la que anteceden y suceden otros dos textos magisteriales: la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (“Donum veritatis”, 1990) y la revisión de la profesión de fe en la Carta apostólica “Ad tuendam fidem” (1998).

La universalidad de la Verdad y la excelencia de la tradición

Concretamente, una buena parte de los obispos españoles entienden que la Verdad, la ley moral natural y la “tradición cristiana” son incuestionables, en el primero de los casos, por su fundamento en Dios y, en el segundo, por fidelidad -según dijo León XIII- a un gobierno del Estado bajo la filosofía del Evangelio, es decir, a la llamada cristiandad. Y así ha de ser porque se tratan de una Verdad y de una tradición que han llevado al país a los momentos de mayor esplendor de su historia. Por eso, han de ser defendidas y, siempre que sea posible, implementadas legislativamente. Como es de prever, sus intervenciones suelen tener una gran resonancia mediática, siendo objeto, en muchas ocasiones, de escarnio y, en otras, de encendidos elogios.

A pesar de contar con una encontrada -además de cada día más limitada- acogida, eclesial y social, son obispos y colectivos en los que se suele activar una conciencia victimista, supuestamente fundada en una “persecución mediática” por defender dichas verdades o principios. Es evidente que tienen dificultades para entender que la crítica recepción de sus propuestas en algunos medios de comunicación y sectores de la sociedad -e, incluso de la Iglesia- no obedece a tal supuesta “persecución”, sino a una legítima discrepancia con principios y criterios que, a diferencia de cómo los perciben ellos, son acogidos como criticables y, al presentarlos fundados en la Verdad, también como impositivos.

Por tanto, tales críticas no tienen por qué ser catalogadas como beligerantes con la fe de la Iglesia católica o como despliegue de un laicismo excluyente y autoritario. En la mayoría de las ocasiones son observaciones formuladas -de mejor o peor manera- por personas y colectivos que no las aceptan, bien sea porque no se perciba en ellas la bondad que sus defensores aprecian o bien sea porque ya no se acogen como verdades incuestionablemente consistentes desde el punto de vista racional o intersubjetivamente compartidas por todos. Y más, en un Estado aconfesional (y, en este sentido, “laico”) que, reconociendo que “ninguna confesión” tiene “carácter estatal”, se compromete a garantizar “la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades” y a mantener las “consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (Constitución Española, 16.1 y 16. 3).

He aquí un problema, de los muchos que suelen tener estos obispos, así como sus colaboradores más directos y los grupos y cristianos que sintonizan con ellos, para vivir de manera dialogal en una sociedad abierta y, por ello, democrática, plural y crítica y que, por serlo, no acepta ninguna imposición, aunque tolere -dialécticamente – a quienes lo intenten.

Afortunadamente, los seres humanos somos, como sostuvo Bernardo de Chartres en el siglo XII, enanos subidos a las espaldas de un gigante (la tradición) que, por estar encaramados a tales espaldas, vemos un poco más lejos de lo que la tradición -y, con ella, los tradicionalistas- pueden ver. Es responsabilidad nuestra sumar al saber y a los conocimientos, acumulados y recibidos gracias a la formación, todo aquello que podemos percibir y alcanzar en nuestro tiempo. Y hacerlo, siempre que sea posible, en clave aconfesional o laica, si es que realmente se busca su mayor aceptación.

Y lo que oteamos en nuestros días es que lo que se ha tenido, hasta no hace mucho, como una universal “ley moral natural” es, frecuentemente y en el mejor de los casos, una verdad mayoritaria, pero nunca, absoluta ya que hemos tendido a concluir de dicha mayoría una supuesta -pero no demostrada- universalidad. Por eso, ha sido muy habitual entender los casos que no encajaban en tal mayoría como errores o enfermedades; nunca como “verdades” igualmente naturales, aunque muy minoritarias y excepcionales y, sin duda, irrelevantes para quienes atienden de manera exclusiva solo a lo cuantitativo. Esto, – que resulta difícil de cuestionar -desde Sto. Tomás de Aquino- en el caso de la homosexualidad, vale también para otras “verdades supuestamente naturales” e, incluso, absolutas, como, por ejemplo, el incuestionable valor de la vida. Sorprende que esta verdad no lo sea tanto en caso de confrontación con verdades y derechos, igualmente absolutos, y con otras vidas: por ejemplo, en caso de guerra.

El ejercicio del poder en la Iglesia

No es infrecuente que estos obispos tiendan a desplegar, en su forma de presidir y gobernar sus respectivas iglesias locales, actitudes autoritarias; entre otras razones, porque, al autocomprenderse encargados de garantizar la unidad del pueblo de Dios en torno a la Verdad o a la “ley moral natural”, a la tradición cristiana e, incluso, a la unidad de España, tienen enormes dificultades para tolerar la discrepancia o el disenso.

Lo normal es que, si se les pone al frente de comunidades grandes o un poco complejas, deleguen en determinadas personas algo de dicho poder. Como igualmente lo es que dichas personas sean de su “confianza”, aunque, a veces, pueda suceder que haya quienes asuman esas responsabilidades sin compartir tal forma y concepción de la autoridad y de gobierno eclesial e, incluso, sin sintonizar con sus respectivos diagnósticos sociales, teológico-pastorales y eclesiales.

Aceptamos la encomienda, suelen decir algunas de estas personas, para atemperarlos. Sin embargo, se trata de una posibilista disposición que no suele ser la usual. Lo corriente es que aquellos que son llamados a prestar este servicio lo sean porque se da una comunión, si no total, casi total, no solo con el perfil involucionista y restauracionista del obispo que los llama, sino también con su defensa de la Verdad o de “la ley moral natural” y de la “tradición cristiana”. Y, a veces, más extrema que la que realiza y defiende el prelado que los ha llamado.

La verdad y la tradición en la secularidad

Creo que no está de más recordar, estableciendo un símil deportivo, que los partidos se juegan en el campo que se propone y respetando, en su vertiente sociopolítica, las reglas que, entre todos, nos hemos dado para promover o salvaguardar la convivencia pacífica. Eso quiere decir, si no me equivoco, que en un tiempo secular como el nuestro tales partidos -es decir, la exposición y defensa, tanto social como eclesial, de determinadas “verdades”- no se ganan imponiendo, en nombre de la universalidad de tal Verdad, valores, normas o instituciones, supuestamente incuestionables, sino mostrando, de manera convincente y empática, su bondad, universalidad y racionalidad.

Por tanto, nada que ver con la pretensión -típicamente extremista, pero no radical- de querer imponer social y eclesialmente una Verdad o una tradición -aunque pudieran ser de indudable matriz evangélica y tradicional- sin antes haber mostrado dicha universalidad, racionalidad y bondad o sin haber sumado -en el caso de un Estado aconfesional, plural y democrático como el nuestro- las voluntades suficientes para, respetando los procedimientos democráticos, garantizar una convivencia, a la vez, pacífica y plural.

Cuando los católicos, sean obispos, laicos o colectivos, no prestan la debida atención a este dato mayor, acaban dando por procedente -y es posible que con conciencia martirial- un modo de relación con otros colectivos eclesiales y con la sociedad triplemente ineficaz e irresponsable.

En primer lugar, como ya he adelantado, porque provocan un recelo -cuando no, un rechazo frontal- difícilmente superable en el interlocutor o interlocutores a los que hay que convencer, -en este caso, a la ciudadanía-, de la supuesta Verdad, de “la ley moral natural” o de la idoneidad de respetar determinada tradición sociopolítica o una concreta concepción de la “unidad” y, por tanto, de su necesidad para una convivencia plural y tolerante. Sin olvidar, por supuesto, que también tienen que convencer y ganar al resto de los católicos, de la consistencia evangélica y teológica de tales verdades y tradiciones.

En segundo lugar, porque, pretendiendo salvaguardar la Verdad o una tradición supuestamente incuestionables, no prestan la debida atención a los datos, explicaciones o argumentaciones que la otra parte -eclesial o secular- pueda aportar. No es suficiente con acusar al interlocutor de estar incurriendo en relativismo, sea del tipo que sea. Estos obispos y cristianos, si buscan proceder de manera eficaz y responsable, han de contrastarse con los datos y razones aportados por esos otros interlocutores; sobre todo, cuando -no siendo seguidores de Jesús, pero sí ciudadanos de este país- sostienen que tal Verdad o tradición son una imposición, incompatible con su cosmovisión que, sea la que sea, no se funda ni en el Evangelio ni en la tradición de la Iglesia ni en la ley moral natural ni en las supuestas raíces cristianas de España.

Y, una vez debidamente atendida esta primera urgencia, llegar, si fuera posible, a un acuerdo de mínimos que siga avalando una convivencia pacífica, democrática y, por ello, tolerante y plural. En definitiva, les urge dialogar, de manera empática y critica, para intentar convencer a quienes no comparten ni su Verdad ni su defensa de la tradición, tanto en la sociedad como en la Iglesia.

Y, en tercer lugar, porque se pone en peligro, según los casos, la comunión con la Iglesia conciliar o el respeto debido a las reglas del juego democrático que, constitucionalmente pactadas, buscan garantizar una convivencia pacífica, asentada en la acogida del pluralismo y cuidadosa con la tolerancia de unos con otros.

Entiendo que este tipo de obispos, cristianos y colectivos tienden a perderse -por razones que exceden esta aportación- en los extremos de las ramas que brotan del frondoso árbol de la Iglesia católica. Por eso, no creo que formen parte del robusto y fecundo tronco del grupo de los “radicales” en el seguimiento de Jesús, es decir, del conjunto de obispos, personas y colectivos que, porque siguen al Nazareno, a partir de lo dicho, hecho, padecido y encomendado por Él, van a la raíz de la vida y de los problemas que puedan surgir; abren vías de encuentro, entendimiento y posible solución con otras personas y colectivos, se autoidentifiquen, o no, como cristianos y mantienen unas relaciones libres y, a la vez, tolerantes con el Estado y con la sociedad civil; nunca impositivas o restauracionistas

El fracaso de la contrarreforma litúrgica

Liturgia

«He conocido, por declaraciones de Georg Gaenswein, su secretario, que el Papa J. Ratzinger leyó ‘con dolor en el corazón’ el Motu Proprio de Francisco ‘Traditionis custodes’ (2021)»

«El Papa Bergoglio se ha limitado a reconducir al puerto conciliar la contrarreforma litúrgica impulsada por su antecesor»

«Pero tambien ha puesto en su sitio -en mi opinión, certeramente- algunos de los diagnósticos y posicionamientos personales de J. Ratzinger»

«El Papa J. Ratzinger era particularmente cuidadoso con una manera de entender el pasado y poco o nada atento y sensible al presente y al futuro al que, a pesar de sus diagnósticos y querencias personales, también seguía estando convocada toda la Iglesia»

Por Jesús Martínez Gordo

Recién iniciado este año, y fallecido Benedicto XVI, he conocido, por declaraciones de Georg Gaenswein, su secretario, que el Papa J. Ratzinger leyó “con dolor en el corazón” el Motu Proprio de Francisco “Traditionis custodes” (2021). En este decreto papal se fijaban unas nuevas, y drásticas condiciones, para poder celebrar la misa en latín, intentando reconducir las decisiones tomadas por su predecesor en 2007 sobre dichas celebraciones: no se puede volver, había recordado el Papa Bergoglio, “a esa forma ritual que los padres conciliares, ‘cum Petro et sub Petro’, (con y bajo Pedro) sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu Santo y siguiendo su conciencia como pastores, los principios de los que nació la reforma”.

«No está de más volver a recordar que, con tal decisión, el Papa Bergoglio se ha limitado a reconducir al puerto conciliar la contrarreforma litúrgica impulsada por su antecesor. Y que lo ha hecho porque se había convertido en banderín de ruptura -aunque no, el único- con el Vaticano II»

Visto el enojado revuelo que, de nuevo, han provocado estas declaraciones de Georg Gaenswein, me he dicho, es posible que no esté de más volver a recordar que, con tal decisión, el Papa Bergoglio se ha limitado a reconducir al puerto conciliar la contrarreforma litúrgica impulsada por su antecesor. Y que lo ha hecho porque se había convertido en banderín de ruptura -aunque no, el único- con el Vaticano II.

Pero tambien ha puesto en su sitio -en mi opinión, certeramente- algunos de los diagnósticos y posicionamientos personales de J. Ratzinger, tanto en su época de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como, incluso, de tiempos anteriores. Creo que tales diagnósticos, por ser personales, no pueden acabar en decantamientos doctrinales o en decisiones jurídicas para toda la Iglesia católica por el hecho de haber sido promovido a la cátedra de Pedro y por muy partidario que se sea de una más que cuestionable espiritualidad y teología providencialista.

Es lo que ya se empezó a constatar en el Papa fallecido cuando, al poco de acabar el Vaticano II, criticaba -legítimamente, por cierto- la renovación, en este caso, litúrgica, implementada por Pablo VI: ha producido, no se cansaba de decir, “unos daños extremadamente graves”. Y sustentaba tal diagnóstico y conclusión en su particular manera de entender cómo había de ser interpretado y recibido dicho concilio. En el discurso de Navidad ante la Curia romana (diciembre, 2005) estableció una diferencia -en mi opinión, interesada, además de inapropiadamente cartesiana- entre lo que llamó la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” y “la hermenéutica de la reforma o de la renovación en la continuidad”.

A la luz de esta última, entendía que la reforma litúrgica, llevada a cabo por el Papa Montini -en coherencia y sintonía con los padres conciliares-, había sido un error por no haber respetado, debidamente, el oportuno equilibrio entre novedad y continuidad, cosa que se evidenciaba en su drástica prohibición de celebrar la misa en latín.

Al proceder de manera tan rupturista, Pablo VI y los padres conciliares, sostuvo J. Ratzinger, ya Benedicto XVI, habían emitido un peligroso mensaje: se podía romper el hilo de la tradición que nos vinculaba con el origen sin mayores problemas y proceder “ex novo” (de manera totalmente nueva) con cualquier sacramento, símbolo o verdad. Se entiende, a la luz, de este diagnóstico y conclusión, que recuperara la misa en latín, cierto que con algunas condiciones (2007). Tomando dicha decisión, esperaba poder restablecer lo que -según su personal parecer- había quedado en la cuneta: la unión entre el presente y el pasado y, así, mantener “viva” la tradición de la Iglesia católica.

«Ratzinger entendía que la reforma litúrgica, llevada a cabo por el Papa Montini -en coherencia y sintonía con los padres conciliares-, había sido un error por no haber respetado, debidamente, el oportuno equilibrio entre novedad y continuidad, cosa que se evidenciaba en su drástica prohibición de celebrar la misa en latín»

El paso siguiente fue el de levantar la excomunión a los obispos lefebvrianos, con la única condición de que reconocieran el primado del sucesor de Pedro. Cumplido el requisito pedido, el levantamiento se produjo en enero de 2009, viéndose salpicada por el “negacionismo” militante de la Shoah o exterminio nazi por parte de Mons. Williamson, uno de los cuatro. Fue, se autocriticará más adelante Benedicto XVI, un incidente que “no habíamos previsto” y que hizo que la decisión tomada fuera “especialmente desdichada”.

Además, se empezó a percibir que, en la manera y modo de informar de algunos medios de comunicación, se estaba transparentando “una hostilidad pronta a saltar” y una “disposición a la agresión” hacia la Iglesia y, concretamente, hacia el Papa J. Ratzinger. Pintaban bastos. Y no parecía que fueran solo contra su persona, sino, también, y sobre todo, contra la línea y las opciones que representaba -y a las que daba alas- con sus personales diagnósticos y lecturas involutivas del Vaticano II, al margen de la mayoría conciliar y del Papa Pablo VI.

El último movimiento del Papa Benedicto XVI en esta área litúrgica fue terciar en el debate sobre el criterio que había de seguirse en la traducción del misal latino y, más concretamente, de las palabras de la consagración: si literal o interpretativo en el caso del “pro multis” (“por muchos” o “por todos”). Se decantó a favor de la traducción literal, tal y como se puede apreciar en la carta personal que escribió al entonces presidente de la Conferencia Episcopal alemana (2012) pidiéndole que adoptaran dicha traducción literal porque “la Palabra” debía “existir como ella misma, en su propia forma”, aunque resultara “extraña”.

«No le importaba, para nada, la inculturación de la fe. Como tampoco, la responsabilidad de los obispos para adaptarla, vista la ‘autoridad’ de quien, siendo sucesor de Pedro por ser obispo de Roma, procedía, de hecho, como ‘el prelado de todo el mundo'»

Primaba, una vez más, el nexo -en este caso, literal- con lo que creía que era el depósito de la tradición porque entendía que la traducción interpretativa era desmedidamente discontinua y rupturista. Y suponiendo que una traducción literal permitía mantener -a diferencia de la interpretativa- el hilo con la tradición. No le importaba, para nada, la inculturación de la fe. Como tampoco, la responsabilidad de los obispos -en nombre de una colegialidad co-gubernativa- para adaptarla, vista la “autoridad” de quien, siendo sucesor de Pedro por ser obispo de Roma, procedía, de hecho, como “el prelado de todo el mundo”.

La cuestión, una vez más, llevaba a evaluar si esta forma de gobernar, interviniendo hasta en los más mínimos detalles era realmente conciliar y colegial, además, obviamente, de la consistencia teológica que pudiera presentar el concepto de tradición que barajaba. El Papa J. Ratzinger era particularmente cuidadoso con una manera -entre otras- de entender el pasado y poco o nada atento y sensible al presente y al futuro al que, a pesar de sus diagnósticos y querencias personales, también seguía estando convocada toda la Iglesia. En una palabra, no era de recibo tal forma de gobernar e imponer sus diagnósticos y querencias personales a la catolicidad.

A la luz de estos datos y argumentos, entiendo perfectamente que no le gustara nada la decisión, tomada por Francisco, de dar por finalizada la contrarreforma litúrgica liderada por él. Y entiendo, en coherencia con la expresión empleada por monseñor Georg Gaenswein, que leyera con “dolor en el corazón” el decreto del Papa Bergoglio en el que se volvía a lo aprobado en el Vaticano II, ratificado e implementado por Pablo VI y no alterado por Juan Pablo II, a pesar de la ascendencia teológica que tuvo ante él. Sospecho, pero es solo una sospecha, que una parte de tal dolor obedecía también a haber fracasado en su intento de recibir involutivamente el Concilio Vaticano II en este punto; aunque no solo. La Contrarreforma litúrgica se había malogrado; al menos, de momento.

Queda pendiente -desde hace tiempo- una reforma litúrgica a fondo, más allá de estos retrocesos y consideraciones contrarreformistas

Queda pendiente -desde hace tiempo- una reforma litúrgica a fondo, más allá de estos retrocesos y consideraciones contrarreformistas. Y está pendiente porque creo que cada día somos más los convencidos de vivir en una Iglesia que ha perdido lo que se podría llamar algo así como “un dial litúrgico” conectado con nuestro tiempo y con los signos en los que, a pesar de todo, se sigue transparentando y es perceptible la presencia de Dios. Pero ésta es ya otra cuestión; aunque me parezca que, litúrgicamente, es “la cuestión”

La «herencia» de la Iglesia española

La Iglesia española hoy arrastra una ‘complicada herencia’

CEE

Un episcopado español mayoritariamente involutivo y restauracionista (I)

Este ensayo tiene su punto de partida en 1987, el año en el que el cardenal Angel Suquía es elegido para presidir la Conferencia Episcopal Española (CEE) y el momento en el que los obispos que se hacen con el centro de mando de la Iglesia empiezan a mirar más al Vaticano que a sus respectivas diócesis o al país

Es también el tiempo en el que empieza declinar el singular colectivo de sucesores de los apóstoles que -nombrados, una buena parte de ellos, en tiempos de Pablo VI- ha estado comprometido con la recepción creativa del concilio Vaticano II

El cardenal Juan José Omella (2020-), al frente de 76 obispos españoles actualmente en activo (septiembre 2022), bastante tiene con gestionar esta complicada herencia

Por Jesús Martínez Gordo teólogo

Este ensayo, ocupado en facilitar un balance teológico y pastoral del episcopado español, tiene su punto de partida en 1987, el año en el que el cardenal Angel Suquía es elegido para presidir la Conferencia Episcopal Española (CEE) y el momento en el que los obispos que se hacen con el centro de mando de la Iglesia empiezan a mirar más al Vaticano que a sus respectivas diócesis o al país. Mons. Mario Tagliaferri ya ha tomado posesión de la nunciatura apostólica (1985-1995), dos años antes de este cambio de rumbo en la cúpula de la Iglesia. Y lo ha hecho con la misión de facilitar el nombramiento de una nueva hornada de prelados que permita reconducir a la institución eclesial por la senda de una renovada fidelidad al sucesor de Pedro y a las directrices emanadas de la Santa Sede.

Pero es también el tiempo en el que empieza declinar el singular colectivo de sucesores de los apóstoles que -nombrados, una buena parte de ellos, en tiempos de Pablo VI- ha estado comprometido con la recepción creativa del concilio Vaticano II y ha propiciado la transición política de la dictadura franquista a la democracia. No se puede descuidar que esta última sensibilidad recupera el mando durante el sexenio de mons. Elías Yañes (1993-1999), pero tampoco que es su canto del cisne al frente de la nave eclesial.

La sensibilidad episcopal, teológica y pastoral, que había aupado al cardenal Angel Suquía, retorna con más fuerza a la presidencia de la CEE con el cardenal Antonio Mª Rouco Varela de 1999-2005 y de 2008-2014 y las de mons. Ricardo Blázquez (2005-2008 y 2014-2020), llegando su alargada sombra hasta el presente.

El cardenal Juan José Omella (2020-), al frente de 76 obispos españoles actualmente en activo (septiembre 2022), bastante tiene con gestionar esta complicada herencia e intentar reconducirla -no siempre con el acierto que sería de esperar- por caminos más conciliares y en sintonía con la lectura que del mismo viene realizando el Papa Francisco.

Juan Pablo II y Benedicto XVI

Si bien es cierto que, entre los obispos en activo, existen diferentes sensibilidades, no lo es menos que hay una dominante, en total sintonía con la lectura involutiva que se empieza a realizar del Vaticano II en el pontificado del Papa Juan Pablo II, con la ayuda inestimable de J. Ratzinger: desde la finalización del concilio -se le oye decir, primero al teólogo y obispo, luego, al Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe- estamos asistiendo a una rápida secularización o solapamiento del misterio de Dios en la sociedad y a la mundanización -no menos acelerada- de la Iglesia, sin que los obispos, los cristianos y las comunidades estén afrontando tales hechos con la lucidez y el coraje debidos.

Siendo esta la situación, -propone J. Ratzinger- no queda más remedio que contar con un papado, un magisterio y un gobierno eclesial fuertes -además de con una Curia vaticana, igualmente potente- que cuiden la unidad de la fe y la comunión eclesial. Y también, promover como obispos o sucesores de los apóstoles a quienes estén dispuestos a dejar de pensar y actuar en conformidad con sus gustos y preferencias o al dictado de los medios de comunicación y de las encuestas para hacerlo en coherencia “con la fe de la Iglesia”.

Repasado este diagnóstico con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, se confirma -como ya denunciaron los críticos en su día- que se trata de un análisis al servicio, en primer lugar, de una forma de papado, gobierno eclesial y magisterio teológicamente superada en el Vaticano II, es decir, involutiva. Y, en segundo lugar, por dar alas a un modo de presencia en la sociedad -que tutelar- es más propio de un régimen de neocristiandad (y, por ello, restauracionista) que de un tiempo secular como el nuestro.

No extraña que comiencen a desarrollarse cinco líneas de fuerza que van a marcar este papado y los siguientes. Y, por supuesto, el episcopado y la Iglesia española.

Según la primera de ellas, urge reafirmar la centralidad del primado del sucesor de Pedro -y de su Curia frente a la conciliar doctrina de la colegialidad episcopal. Esta apuesta acabará recuperando un papado y una curia marcadamente centralistas y absolutistas que, ya incubados en la segunda mitad del pontificado de Pablo VI, alcanzan su pleno desarrollo en los de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

De acuerdo con la segunda de las apuestas, hay que redactar y aprobar un nuevo Código de Derecho Canónico que corrija -en lenguaje de los curialistas de este tiempo- algunos de los “errores” interpretativos a los que se viene prestando el Vaticano II y que, a la vez, salga al paso de los vacíos dejados por los padres conciliares.

La tercera pasa por promover, en coherencia con tal reafirmación del centro eclesialobispos que, de hecho, sean más delegados o vicarios del Papa que sucesores de los apóstoles.

Por la cuarta de las apuestas, se busca contar con correas de transmisión que, relegando a otros colectivos más comprometidos en la promoción de la justicia y la liberación de los pobres, sintonicen con el nuevo modelo de Iglesia que se está impulsando. Es la tarea que se asigna a los llamados “nuevos movimientos” y en la que éstos se van a implicar gustosamente.

Y, finalmente, defender, en relación con la sociedad civil, la Verdad que -entregada por Dios en Jesús y transmitida a las generaciones posteriores, gracias al cauce de la tradición viva de la Iglesia- es autentificada por los obispos, presididos por el sucesor de Pedro.

1.1.- El episcopado español en este tiempo eclesial

El resultado va a ser, el de dos pontificados (los de Juan Pablo II y Benedicto XVI) y un episcopado español abonados a una lectura preconciliar e involutiva del Vaticano II de puertas adentro y a una restauración -de puertas afuera- presidida por la búsqueda de una neocristiandad en nombre de la Verdad. Nada que ver con lo aprobado por la mayoría de los padres conciliares y ratificado por Pablo VI. Y todo que ver con la llegada del cardenal Angel Suquía a la presidencia de la CEE.

Desde entonces, se puede aplicar, a los obispos nombrados -e, incluso, a los elegidos en nuestros días- lo que en su día dijo el cardenal V. Tarancón, refiriéndose a algunos de sus compañeros de aquellos años: padecen torticolis de tanto mirar al Vaticano.

El presente éxito de este modelo de obispos es perceptible tanto en la forma de gobernar sus respectivas diócesis, como, de manera particular, en los diferentes diagnósticos -teológicos y sociales- y planes de acción pastoral que, colectivamente, vienen aprobando desde que son una mayoría aplastante.

1.2.- Un ejemplo de comportamiento episcopal

Basten, en referencia al primer nivel de actuación, el referido a la forma de gobernar sus diócesis, cuatro de las muchas decisiones tomadas por mons. Ricardo Blázquez a lo largo de los quince años que presidió la de Bilbao (1995-2010).

Por la primera de ellas, deroga la facultad del Consejo Pastoral Diocesano -sumándose a unas treinta iglesias centroeuropeas- para presentar una terna de candidatos a la Santa Sede con el fin de que, de entre uno de ellos, elija a quien presida la diócesis, tal y como se recoge en los estatutos ratificados por su antecesor.

Por la segunda, anula que las decisiones aprobadas por mayoría cualificada en los diferentes consejos diocesanos sean acogidas por el obispo como propias, si no atentan contra la unidad de fe y la comunión eclesial, algo que tendrá que mostrar de manera fehaciente en el mismo proceso de diálogo y elaboración de la propuesta en cuestión. Y esto que se aplica a los consejos diocesanos, vale para el resto de los diferentes consejos.

Por la tercera, congela, de hecho, las propuestas que, aprobadas en la Asamblea Diocesana (1984-1987) y confirmadas una buena parte de ellas, previo discernimiento, por los prelados de entonces, tenían que ser la referencia fundamental de los sucesivos Planes Pastorales. Y, en continuidad con esta firme voluntad, la no menos clara de olvidarse -al menos, mientras él presida la diócesis- de celebrar una nueva Asamblea Diocesana o cualquier otra forma de Iglesia sinodal, participativa y corresponsable.

Y, por la cuarta, la entrada en el Seminario diocesano de los “nuevos movimientos” al precio de desatender la razón de ser de tal institución: formar -espiritual, humana, teológica, comunitaria y pastoralmente- a los futuros presbíteros diocesanos seculares, sea cual sea su procedencia espiritual o pastoral. Es lo que se puede comprobar en la carta de dimisión que le presenta el, hasta ese momento, rector, D. Fernando Elorrieta el 30 de diciembre de 2005.

1.3.- Tres diagnósticos socio-eclesiales y teológicos de la CEE

Y, en referencia al segundo nivel de actuación, el referido a los diagnósticos -teológicos y sociales- y planes de acción pastoral de los obispos españoles, invito al lector a repasar dos textos aprobados por ellos en el pontificado del Papa J. Ratzinger: el “Plan pastoral de la Conferencia Episcopal Española 2006-2010. ‘Yo soy el pan de la vida (Jn 6, 35)’” (marzo 2006) y la Instrucción pastoral “Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II” (marzo de 2006). Y otro, en pleno pontificado de Francisco: “Fieles al envío misionero. Aproximación al contexto actual y marco eclesial; orientaciones pastorales y líneas de acción para la Conferencia Episcopal Española (2021-2025)”.

La lectura detenida de los mismos -imposible de explicitar en esta ocasión- permite percatarse de lo extendidas que se encuentran en el episcopado español las cinco apuestas reseñadas más arriba como líneas de fuerza de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Y, de manera particular, su mirada, agudamente negativa del tiempo presente y, en concreto, de una sociedad desbocadamente secularizada y de una Iglesia mundanizada; su reafirmación del poder y de la autoridad episcopal; la ausencia total de una autocrítica de su gestión como obispos presidiendo iglesias locales y su escasa o nula voluntad para -dialogando con la sociedad civil- ir tendiendo puentes y olvidarse de propuestas restauracionistas -o sospechosas de impulsar un régimen de neocristiandad- ya sea en nombre de la ley moral natural, de la Verdad o de la unidad y de las raíces cristianas de España.

2.- El pontificado de Francisco

Conviene recordar que estamos asistiendo a algo ya conocido en los primeros años del pontificado de Juan Pablo II, pero, en esta ocasión, en una dirección muy diferente: si entonces fue el Papa K. Wojtyla quien no encontró en el episcopado español la acogida que esperaba de su lectura involutiva, preconciliar y restauracionista, hoy es Francisco quien se encuentra en la misma o parecida tesitura, pero por razones y motivos diametralmente opuestos.

El Papa “venido del fin del mundo” quiere leer el Vaticano II a partir de lo aprobado por la mayoría de los padres conciliares y mantener una relación adulta con la sociedad civil, sin falsos tutelajes. Pero se encuentra con un episcopado -en este caso, el español, aunque no solo- nombrado para otra tarea que poco o nada tiene que ver con lo que, por fidelidad a dicho Vaticano II, él propone. Se trata de un episcopado que, pillado con el pie cambiado, prefiere callar, mirar a otro lado o hacer lo imprescindible para no desentonar y, sobre todo, esperar a un nuevo tiempo.

Solo queda -al menos, de momento- mostrar el alcance eclesial, pastoral y social del perfil marcadamente involutivo y restauracionista que presenta la gran mayoría del episcopado español en activo en nuestros días. Y proceder a su desactivación teológica.

J. RATZINGER: EVALUACIÓN DEL TEÓLOGO PAPA

La cantidad y entidad de las cuestiones enumeradas no sólo muestra la oportunidad de contextualizar tanto la aportación teológica y espiritual como la gestión eclesial de J. Ratzinger – Benedicto XVI, sino también la necesidad de recordar, de manera empática y crítica, algunas de tales líneas de fuerza mayor que tuvo muy presentes mientras fue Papa.

1.- Evaluación de sus líneas de fuerza teológicas y espirituales

Son, particularmente, las referidas a la relación entre revelación y tradición, así como entre sagrada escritura y magisterio. Esto es algo constatable, por ejemplo, en la centralidad que concedió a su singular interpretación del evangelista Juan.

1.1.- La centralidad de Juan

Es cierto que en su cristología, gestión eclesial y magisterio papal hubo abundantes referencias a los sinópticos, pero también que no ocuparon el puesto capital que, finalmente, fue concedido a Juan. Y lo fue porque el cuarto evangelista subraya el recuerdo y la memoria, algo capital para un platónico y agustiniano. El recordar del que habla Juan, sostenía Benedicto XVI, no es el resultado de un mero proceso psicológico o intelectual en el ámbito privado, sino un acontecimiento eclesial que –al estar guiado por el Espíritu Santo- trasciende la esfera propiamente humana del comprender y conocer, muestra la cohesión entre la Escritura y realidad y nos guía a toda la entera verdad.

Consecuentemente, el cuarto evangelista dejaba abierta a cada época y generación -gracias al comprender en el recordar- una vía de mejor y más profunda comprensión de esa verdad. Es un camino que, yendo más allá de la historicidad de los acontecimientos y de las palabras, nos introduce “en aquella profundidad que procede de Dios y conduce a Él”, es decir, “nos muestra verdaderamente la persona de Jesús, tal como era, y por eso nos muestra a Aquel que no sólo era, sino que es; Aquel que, en todos los tiempos, puede decir en la forma de presente: ‘Yo soy’ ‘Antes de que Abrahán fuera, Yo soy’ (Jo 8, 58). Este Evangelio nos muestra el verdadero Jesús y podemos usarlo tranquilamente como fuente de Jesús”.

Como se puede apreciar, la referencia a la historia de Jesús tiene una importancia secundaria al quedar, articulada desde la primacía del “recuerdo” vivo en que nos llega. J. Ratzinger sintonizaba en esta apuesta con sus maestros S. Agustín y S. Buenaventura y con su amigo H. Urs von Balthasar, a pesar de que apuntara en alguna ocasión –acertadamente, por cierto- que una fe que se olvide de la dimensión histórica se convierte en “gnosticismo” porque descuida la carne, la encarnación y la verdadera historia.

En esta apuesta por el cuarto evangelio no sólo reaparecieron referencias tan importantes en la biografía teológica de J. Ratzinger como el nexo entre conocer y recordar, historia y fe, Espíritu Santo y magisterio o revelación y tradición, sino que permitió explicar, entre otros puntos, su concepción de “la” Verdad y su posición favorable a la llamada exégesis canónica.

1.2.- Verdad y evidencia

Hay otro punto de fondo que atravesó toda la gestión eclesial, el pontificado y la biografía teológica de J. Ratzinger de principio a fin: su pasión por mostrar la capacidad seductora de Jesús, “la” verdad por excelencia.

Benedicto XVI siempre tuvo un interés particular por argumentar la relación existente entre verdad y evidencia. Su desmarque de la neoescolástica y su asentamiento agustiniano encontraron aquí una correcta explicación. Nada de extraño que subrayara el lado espiritual de quien se autopresentaba –para escándalo de los judíos y extraños- no sólo como “el camino y la vida”  sino, sobre todo, como “la” verdad. Y que lo hiciera reclamando para sí la evidencia propia de toda belleza y la capacidad de seducción y fascinación que le es propia.

Ésta es una legítima acentuación que cuenta con  una fecunda y rica tradición en la historia de la teología. Pero es una perspectiva entre otras posibles, igualmente arraigadas en la tradición cristiana.

Existen, por ejemplo, otras más atentas a mostrar que “la” verdad de Dios consiste precisamente en su amor y, de manera particular, en su asociación con los crucificados de este mundo. Son cristologías que muestran sobradamente que el seguimiento de Jesús se “veri-fica” (es decir, se hace verdad) estando con los bienaventurados con los que, libremente, decidió identificarse, por puro amor; y con quienes sigue estándolo en nuestros días, sin dejar de ser, por ello, consuelo para unos y aguijón para otros.

La concepción que Benedicto XVI tuvo de la verdad explica que en sus referencias a los Santos Padres no resaltara como es debido un dato incontestable para ellos: que los pobres son los “otros Cristos” y que en tal verdad se aloja una descolocante identificación, capaz de conmover a todos, empezando por los  mismos padres griegos y latinos, siguiendo por casi todos los santos y místicos y continuando por las personas de buena voluntad de todos los tiempos.

Es cierto que a esta comprensión de la verdad le ronda el riesgo del “ateísmo cristiano”. Pero no es menos cierto que la perspectiva marcadamente platónica y agustiniana a la que se apuntó J. Ratzinger tenía que eludir los riesgos del docetismo o intelectualismo y del espiritualismo desencarnado y ciego. En definitiva, el “gnosticismo” que acertadamente denunció en su cristología y en otros textos anteriores y posteriores.

Pocos discuten que Mt 25, 31 y 1 Juan 4, 8 son dos textos con una indudable fuerza para marcar la teología de todos los tiempos. Así ha sucedido siempre, con la dramática excepción del siglo XIX y parte del XX, un tiempo en el que la Iglesia, ocupada en curarse las heridas provocadas por la pérdida de los estados pontificios y por sacudirse las injerencias de los poderosos de este mundo, acabó descuidando la centralidad de los pobres y dejó que el marxismo se apropiara violentamente de semejante verdad.

Desde entonces, una parte de la Iglesia católica ha tenido enormes dificultades para diferenciar el ropaje inaceptablemente violento y autoritario de la reivindicación marxista de la raíz radicalmente evangélica que aletea en su defensa del proletariado y, por extensión, de los pobres y parias del mundo. Y como consecuencia de ello, ha tenido dificultades para superar una concepción paternalista o meramente asistencialista de la pobreza y abrirse a una consideración estructural de la misma. Esto fue algo evidente en la biografía teológica y en la gestión eclesial de J. Ratzinger. Una legítima y argumentada prevención ante el marxismo triunfante durante su época como profesor y obispo pareció haberse convertido –una vez derrotado ideológicamente con la caída del muro de Berlín- en un prejuicio imposible de superar.

Hubiera sido deseable que, sin renunciar a una oportuna crítica sobre las manifestaciones contemporáneas del pelagianismo, hubiera acompañado dicha crítica de similares cautelas ante las actuales variantes del docetismo (en el fondo, confesión de palabra sin coherencia de vida ni experiencia mística). Éste es, también, uno de los errores más extendido y más disolvente de los que amenazan en nuestros días a la fe cristiana y sobre el que se echa de menos una crítica consideración en su biografía teológica y en su gestión eclesial. Al menos, tan contundente e insistente como la que realizó del pelagianismo o “ateísmo cristiano”.

Si hubiera procedido de esta manera, “la” verdad manifestada en Jesús habría sido mostrada en todo su alcance y con  todas sus consecuencias; evidenciando su incuestionable capacidad para seducir y, también, escandalizar, en este caso, a los poderosos del mundo.

Método histórico-crítico

1.3.- Recelo a la exégesis histórico-crítica

Jesucristo era presentado en los años treinta –afirmó Benedicto XVI- a partir de los Evangelios, por lo cual, a través del hombre Jesús se hacía visible Dios y a partir de Dios se podía ver la imagen del auténtico hombre. En los años cincuenta apareció el debate sobre el Jesús histórico y el Cristo de la fe alejándose el uno del otro. Y lo hizo de la mano de la investigación histórico-crítica ¿Qué significado puede tener la fe en Cristo si el hombre Jesús era tan diferente de cómo lo habían presentado los evangelistas y de cómo lo anuncia la Iglesia partiendo de los Evangelios? Se inició un proceso de reconstrucción del Jesús histórico que más tenía que ver con la biografía de sus autores que con Jesús mismo.

La consecuencia de todo ello fue –gustaba diagnosticar J. Ratzinger- un Jesús histórico cada vez más alejado de nosotros porque en realidad sabemos muy poco de Él. En esta onda se encontraba R. Schnackenburg, para quien sólo nos quedaba la historia de las tradiciones y de las redacciones.

Esta conclusión, sentenció Benedicto XVI, es “dramática para la fe” porque la dejaba sin una referencia cierta y la relación con Jesús corría el riesgo de sustentarse en el vacío  o, en el mejor de los casos, en las ocurrencias del exégeta de turno. La Biblia quedaba incapacitada para hablar del Dios viviente y se extendía la convicción de que cuando nos aproximamos a la Escritura y la comentamos, en realidad estamos hablando de nosotros mismos. Peor todavía: estamos decidiendo qué puede hacer Dios y qué queremos o debemos hacer nosotros.

Esta manera de acercarse a la Escritura acababa secuestrando la comunión de Jesús con el Padre. En ella consistía la singularidad del Jesús histórico. Sin ella no era posible comprender nada. Y sólo partiendo de ella se podía entender todo, incluso en nuestros días.

Exégesis canónica

La “lógica católica”

La contundente valoración que J. Ratzinger formuló de la exégesis histórico-crítica (y las consecuencias que comporta) lleva a recordar, una vez más, la importancia suma de primar la llamada lógica “católica” frente a otras lecturas de la Escritura, excesivamente marcadas por biografías personales o por legítimas –pero, frecuentemente, limitadas- acentuaciones particulares.

Desde los tiempos del PseudoDionisio sabemos que toda teología que se precie de tal ha de cuidar la encarnación del Hijo y la resurrección del Crucificado. También sabemos que la riqueza del misterio que se nos entrega en Jesucristo solo puede ser balbucida manteniendo en el equilibrio inestable -propio de todo pensamiento “católico”- esas verdades que para un pensamiento racionalmente estrecho son percibidas como contradictorias o imposibles de articular: Jesús y Cristo, trascendencia e inmanencia, revelación e historia o Escritura y tradición.

Y sabemos, igualmente, que la pluralidad de discursos teológicos es consecuencia de acercarse a un misterio que excede nuestras capacidades comprensivas y también de adoptar diferentes puntos de partida: no es lo mismo aproximarse desde inquietudes veritativas que estéticas o amorosas. En cualquier caso, para que toda aproximación sea efectivamente “católica” tendrá que integrar las verdades a las que otras perspectivas son más sensibles y ser muy consciente, a la vez, de los riesgos que rondan a la perspectiva adoptada.

Con su apuesta por la “exégesis canónica” J. Ratzinger partió –como agustiniano que fue- del Cristo de la fe y desde Él se encaminó al Jesús histórico: “Yo sólo busco, más allá de las meras interpretaciones histórico-críticas, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten una interpretación propiamente teológica de la Biblia y que exigen la fe, sin por ello querer y poder renunciar de ninguna manera a la seriedad histórica”. Es una legítima perspectiva teológica y espiritual, atenta a la iluminación interior que procede de lo alto y pronta a contemplar fascinado el misterio divino.

Cristo de la fe

El Cristo de la fe fue el punto de partida axiomático de su teología y espiritualidad: a Cristo –vino a decir J. Ratzinger- o “se le toma como un loco o se le sigue como un loco”. Es cristiano quien ha quedado seducido por la contemplación de un misterio capaz de iluminar todas las parcelas de la existencia. Cuando ello sucede, el cartesiano “cogito ergo sum” se convierte en un “católico” “cogitor ergo sum” (“Soy pensado en Dios, luego existo”).

Ésta es la loable inquietud que latió en su apuesta por la “exegesis canónica”. “Solo a partir de Dios se puede comprender al hombre y sólo si vive en relación con Dios, su vida se hace justa. Dios no es un lejano desconocido. Nos muestra su rostro en Jesús; en su actuar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo”.

El riesgo de subjetivismo

Pero como toda apuesta, presenta -si se analiza a la luz de la historia de la espiritualidad- indudables limitaciones. Y no es la menor de ellas su proclividad a favorecer interpretaciones “eisegéticas”, es decir, proyectivas de deseos y sentidos ajenos -y hasta enfrentados- al Jesús de la historia.

Para que el recurso a Cristo no acabe convirtiéndose en la búsqueda de un analgésico, de un placebo, de un hippy fascinante, de un postmoderno debidamente autocentrado o de un fiel más dócil a la autoridad eclesial que a la palabra del Maestro se necesita la referencia del Crucificado, del Jesús histórico. Gracias a Él sabemos, por ejemplo, que nuestro centro es “ex – céntrico”, es decir, que pasa fuera de nosotros, de nuestra subjetividad, deseos, aspiraciones, ilusiones y que se actualiza en los crucificados de este mundo.

Por ello, hay que recordar que, junto a esta perspectiva legítimamente primada por J. Ratzinger, existe la que, partiendo del Jesús histórico, aproxima al Cristo. Y, al acercarle, ahorra el riesgo masoquista que ronda a todo seguidor que se queda únicamente en la contemplación del Crucificado. Es la perspectiva en la que estuvieron empeñados, desde E. Käsemann, una buena parte de los exégetas y teólogos católicos que tuvieron claro, con Benedicto XVI, que el Jesús del kerygma o confesado y predicado es más que el Jesús histórico, pero también que el Jesús histórico ha de seguir siendo el criterio último de la identidad cristiana y de toda cristología; como lo fue para Pablo, los evangelistas, el redactor de la carta a los hebreos y el del Apocalipsis.

Esta circularidad entre Cristo y Jesús desde la primacía de la historia es algo –recuerdan estos teólogos y exégetas- que ha pervivido a lo largo de la historia de la Iglesia, a pesar de que la tradición cristiana no haya considerado nunca conveniente canonizar la historia de Jesús (O. Tuñí).

Y por si este argumento sobre la primacía del Jesús histórico sobre el Cristo de la fe no fuera suficiente, hay que recordar que es el criterio reivindicado por la Declaración “Dominus Jesus” (2000) en su crítico e interesante diálogo con aquellas posiciones que hacen de la máxima “Jesús separa, el Espíritu une” el axioma configurador de su perspectiva. Juan Pablo II ratifica acertadamente que el Espíritu del que hablamos y al que nos referimos es el Espíritu de Jesús, el resucitado de entre los muertos, es decir, el histórico.

Por tanto, el ir “más allá” del dato histórico que legítimamente reivindicó Benedicto XVI apoyándose en la “exégesis canónica” está obligado a pasar, más tarde o más temprano, por el crisol del Jesús histórico, el Crucificado que se actualiza en los crucificados de este mundo. Es ese crisol el que evita incurrir en el riesgo “eisegético” indicado, con los espiritualismos, subjetivismos y manipulaciones sobre los que alertaron incansablemente los santos y los místicos. Entre ellos, Santa Teresa y S. Ignacio.

Teresa e Ignacio

El santo vasco dice en su autobiografía que aprendió a renunciar a “grandes noticias y consolaciones espirituales” y a “nuevas inteligencias de cosas espirituales y nuevos gustos”, en particular, cuando le venían en horas de sueño o de trabajo porque le imposibilitaban hacer lo que tenía que hacer.

Y la mística castellana escribe que “es falta de humildad querer que se os dé lo que nunca habéis merecido”, que “está muy cierto a ser engañado o muy a peligro”, que nadie está seguro de que ese camino sea el que le conviene y que “la mesma imaginación, cuando hay un gran deseo, ve aquello que sea”.

Por ello, no está de más recordar, en esta ocasión de la mano de Jon Sobrino, que la cruz de Jesús es el dato definitivo que critica todos los absolutos (y métodos teológicos) porque ella no es ni puede ser un absoluto.

Ésta es la asignatura pendiente de la “exégesis canónica” aplicada por J. Ratzinger en su cristología y muy presente en su pontificado, a pesar de que no falten en su magisterio reiteradas reseñas a la dramática situación del continente africano. Sin embargo, fue una referencia que no acabó configurando su perspectiva teológica y que casi siempre se sostuvo en un diagnóstico más religioso y cultural que político o económico.

El sentido expiatorio y sacrificial de la muerte de Jesús

Finalmente, J. Ratzinger – Benedicto XVI se decantó por una interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús, apoyándose en la oración sacerdotal del Nazareno en el evangelio de Juan, en la coincidencia cronológica (muy cuestionada) de la muerte en cruz y el sacrificio del cordero pascual a manos de los sacerdotes hebreos y en la identificación entre la destrucción del cuerpo de Jesus y la del Templo de  Jerusalén.

Al proponer esta interpretación expiatoria, no sólo  estableció una íntima relación entre la muerte de Jesús y los sacrificios antiguos, sino que reconoció a estos últimos como la forma o el tipo y a Jesus como la realización plena de lo que se ejecuta simbólicamente en la liturgia veterotestamentaria. Argumentando de esta manera, se corre un alto riesgo de someter el “nuevo” sacrificio al “antiguo” y propiciar una comprensión de la entrega de Jesús como simple culminación (cuando no, mera prolongación) de los sacrificios veterotestamentarios.

El decantamiento de J. Ratzinger – Benedicto XVI por la interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús (con los riesgos que presenta) fue coherente con su comprensión de los escritos neotestamentarios como transmisores de una única y compacta visión teológico-histórica. Fue tal convicción la que le llevó a buscar una cristología unívoca, es decir, una manea sustancialmente idéntica de presentar la “figura” y el “mensaje” de Jesús apoyándose, para ello, en la centralidad que concede al evangelio de Juan y con el auxilio de la exégesis canónica. Los sinópticos quedaron sometidos a la autoridad veritativa que J. Ratzinger – Benedicto XVI concedió a Juan.

Obviamente, es una pretensión legítima, pero excesiva. Sobre todo, por proceder de quien procede y habida cuenta de la tendencia entre algunos sectores eclesiales a erigir las opiniones teológicas del sucesor de Pedro en verdades incuestionables y en magisterio irrefutable. Hay que recordar –ante semejantes lecturas- que en la entraña misma de la “lógica católica” anida la consistencia de otros posibles accesos. La mejor prueba de ello fue –aunque sea críticamente- la problemática apuesta de J. Ratzinger – Benedicto XVI por la interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús.

2.- Evaluación de su gestión como Prefecto y como Papa Benedicto XVI

Pero Benedicto XVI, además de un teólogo fue también un Papa que, fuertemente condicionado tanto por sus opciones teológicas y espirituales como por los diagnósticos reseñados, adoptó toda una serie de decisiones que fueron -y siguen siendo- objeto de una fundada crítica.

Como ya he adelantado, la primera de sus encíclicas sobre el amor de Dios (“Deus caritas est”) tuvo excelente acogida. Fueron muchas las personas que quedaron gratamente sorprendidas por su tono propositivo, casi en las antípodas del autoritativo –y hasta polémico- del que había hecho uso el cardenal J. Ratzinger durante su mandato como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, una vez reposadas las sorpresas iniciales, se empezó a evidenciar que bastantes diagnósticos y posicionamientos personales en su época de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -e, incluso, de tiempos anteriores- acabaron, más tarde o más temprano, en decantamientos doctrinales y en decisiones jurídico-pastorales, altamente cuestionables; y, a veces, en las antípodas de lo aprobado por la mayoría en el Concilio Vaticano II y ratificado por Pablo VI.

Me limito solo a reseñar, por razones de brevedad, algunas de ellas.

1.- Sus criticas valoraciones sobre la renovación litúrgica de Pablo VI de la que no se habia cansado de decir que habia producido “unos daños extremadamente graves”. A tal diagnóstico sucedió su contrarreformista decisión de recuperar la misa en latín, satisfaciendo, de esta manera, su personal comprensión de lo que se debía entender por “tradición viva” en el ámbito de la liturgia.

2.- Su duro e injusto diagnóstico sobre el papel de los teólogos en el concilio y en el tiempo de recepción del mismo: al decir de J. Ratzinger, con la autoconciencia de ser los únicos representantes de la ciencia, por encima de los obispos y su posterior intento de recolocarlos -siendo ya Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe- como simples difusores del magisterio, nunca -o casi nunca- como personas capacitadas para ayudar en su elaboración.

3.- Su crítica -que hoy resuena como marcadamente impertinente, además de falsa y prejuiciosa- sobre la debilidad magisterial de una buena parte de los obispos, particularmente en el Concilio. Y su conclusión de que, como consecuencia de tal debilidad, acabaron dando alas a la llamada “Iglesia popular”. A él, juntamente con Juan Pablo II, se debe la desaparición, a partir de 1985, del imaginario conciliar de la Iglesia, “pueblo de Dios”, en favor de la Iglesia como “comunión”.

4.- Su llamada de atención sobre el peligro de división y fragmentación que amenazaban a la Iglesia postconciliar cuando se reivindicaban la colegialidad episcopal y la corresponsabilidad bautismal y, en coherencia con dicho diagnóstico, la posterior pérdida de entidad magisterial de las conferencias episcopales. Y con ella, la increíble prohibición de que los sínodos pudieran formular peticiones de revisión sobre las cuestiones reservadas a la Santa Sede. Pero, de manera particular, su decantamiento por una forma de ejercicio del primado que -fundamentado en la división entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”- acabó recreando el existente antes del encuentro conciliar, tanto durante el pontificado de Juan Pablo II como en el suyo; y, de esta manera, desactivando una de las aportaciones más definitivas del Vaticano II.

5.- El debate, mantenido, entre otros, con W. Kasper, sobre su tesis, referida a la supuesta precedencia “lógica y ontológica de la Iglesia universal sobre la Iglesia local”, entendiendo por “Iglesia universal”, la Iglesia de Roma. En esta confrontación se evidenció, con toda claridad, su voluntad de revisar el número 11 del decreto conciliar “Christus Dominus” cuando sostiene que en la diócesis “se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica”. Fue un debate en continuidad con la restauración que, liderada por Juan Pablo II y él mismo, no solo pretendía consolidar un preconciliar centralismo vaticano sino también reforzar una concepción monárquica y autoritaria del papado, en nombre -una vez más- del cuidado y preservación de la unidad (más bien, uniformidad) católica.

6.- Su obsesión sobre una supuesta reaparición del “mesianismo marxista” y su impregnación en las formas utópicas de la teología de la liberación a las que ya me he referido más arriba.

7.- Sus permanentes llamadas de atención sobre la dictadura del relativismo y su descuidado (por desmedidamente autoritativo y poco articulado) discurso sobre la prevalencia de la verdad sobre la libertad y también sobre los derechos humanos en el seno de la Iglesia.

8.- Su apuesta y reforzamiento de la “Professio fidei” y de la puesta en funcionamiento de una nueva forma de magisterio infalible y no definido que son las llamadas “verdades definitivas”; una extralimitación teológica y dogmática que sigue bloqueando, entre otros puntos, la posibilidad -por coherencia con lo dicho y hecho por Jesús- el acceso de las mujeres al sacerdocio ministerial e, igualmente, la recepción del diaconado, a pesar de las dos comisiones promovidas por el Papa Francisco.

9.- Y, sin ánimo  de agotar todo el elenco, no tener debidamente presente la cuidadosa articulación entre escritura y magisterio alcanzada en el Vaticano II; conceder una desmedida importancia a un magisterio eclesial comprendido más en clave infalibilista que como fraternal testimonio para sostener en la fe y desplegar una exégesis canónica manifiestamente mejorable en su articulación con la investigación histórica.

Epílogo

Queda pendiente asomarse a su etapa como Papa emérito, a sus promesas de no interferir en el gobierno de su sucesor, dedicarse a la oración y guardar silencio; a las manipulaciones de que ha sido objeto y a sus desmarques, a veces, sorprendido de las mismas; a sus declaraciones, no siempre felices, pero coherentes, en todo momento, con las opciones teológicas y dogmáticas que he tratado de reseñar en estas líneas y a un largo etcétera.

Es una tarea que queda para otra ocasión y momento.

Descanse en la paz del Dios de la misericordia, la Verdad que sigue consolando y estimulando a quienes aguardamos encontrarnos un día con Ella, como ya lo ha hecho nuestro hermano J. Ratzinger – Benedicto XVI.

Jesús Martínez Gordo teólogo

J. Ratzinger: evaluación del teólogo Papa

Benedicto

«El Evangelio de Juan nos muestra el verdadero Jesús y podemos usarlo tranquilamente como fuente de Jesús”

«Hay otro punto de fondo que atravesó toda la gestión eclesial, el pontificado y la biografía teológica de J. Ratzinger de principio a fin: su pasión por mostrar la capacidad seductora de Jesús, “la” verdad por excelencia»

«Una legítima y argumentada prevención ante el marxismo triunfante durante su época como profesor y obispo pareció haberse convertido –una vez derrotado ideológicamente con la caída del muro de Berlín- en un prejuicio imposible de superar»

«Descanse en la paz del Dios de la misericordia, la Verdad que sigue consolando y estimulando a quienes aguardamos encontrarnos un día con Ella, como ya lo ha hecho nuestro hermano J. Ratzinger – Benedicto XVI»

Por| Jesús Martínez Gordo teólogo

La cantidad y entidad de las cuestiones enumeradas no sólo muestra la oportunidad de contextualizar tanto la aportación teológica y espiritual como la gestión eclesial de J. Ratzinger – Benedicto XVI, sino también la necesidad de recordar, de manera empática y crítica, algunas de tales líneas de fuerza mayor que tuvo muy presentes mientras fue Papa. 

1.- Evaluación de sus líneas de fuerza teológicas y espirituales

Son, particularmente, las referidas a la relación entre revelación y tradición, así como entre sagrada escritura y magisterio. Esto es algo constatable, por ejemplo, en la centralidad que concedió a su singular interpretación del evangelista Juan. 

1.1.- La centralidad de Juan

Es cierto que en su cristología, gestión eclesial y magisterio papal hubo abundantes referencias a los sinópticos, pero también que no ocuparon el puesto capital que, finalmente, fue concedido a Juan. Y lo fue porque el cuarto evangelista subraya el recuerdo y la memoria, algo capital para un platónico y agustiniano. El recordar del que habla Juan, sostenía Benedicto XVI, no es el resultado de un mero proceso psicológico o intelectual en el ámbito privado, sino un acontecimiento eclesial que –al estar guiado por el Espíritu Santo- trasciende la esfera propiamente humana del comprender y conocer, muestra la cohesión entre la Escritura y realidad y nos guía a toda la entera verdad. 

Consecuentemente, el cuarto evangelista dejaba abierta a cada época y generación -gracias al comprender en el recordar- una vía de mejor y más profunda comprensión de esa verdad. Es un camino que, yendo más allá de la historicidad de los acontecimientos y de las palabras, nos introduce “en aquella profundidad que procede de Dios y conduce a Él”, es decir, “nos muestra verdaderamente la persona de Jesús, tal como era, y por eso nos muestra a Aquel que no sólo era, sino que es; Aquel que, en todos los tiempos, puede decir en la forma de presente: ‘Yo soy’ ‘Antes de que Abrahán fuera, Yo soy’ (Jo 8, 58). Este Evangelio nos muestra el verdadero Jesús y podemos usarlo tranquilamente como fuente de Jesús”.

Como se puede apreciar, la referencia a la historia de Jesús tiene una importancia secundaria al quedar, articulada desde la primacía del “recuerdo” vivo en que nos llega. J. Ratzinger sintonizaba en esta apuesta con sus maestros S. Agustín y S. Buenaventura y con su amigo H. Urs von Balthasar, a pesar de que apuntara en alguna ocasión –acertadamente, por cierto- que una fe que se olvide de la dimensión histórica se convierte en “gnosticismo” porque descuida la carne, la encarnación y la verdadera historia.

En esta apuesta por el cuarto evangelio no sólo reaparecieron referencias tan importantes en la biografía teológica de J. Ratzinger como el nexo entre conocer y recordar, historia y fe, Espíritu Santo y magisterio o revelación y tradición, sino que permitió explicar, entre otros puntos, su concepción de “la” Verdad y su posición favorable a la llamada exégesis canónica.

1.2.- Verdad y evidencia

Hay otro punto de fondo que atravesó toda la gestión eclesial, el pontificado y la biografía teológica de J. Ratzinger de principio a fin: su pasión por mostrar la capacidad seductora de Jesús, “la” verdad por excelencia. 

Benedicto XVI siempre tuvo un interés particular por argumentar la relación existente entre verdad y evidencia. Su desmarque de la neoescolástica y su asentamiento agustiniano encontraron aquí una correcta explicación. Nada de extraño que subrayara el lado espiritual de quien se autopresentaba –para escándalo de los judíos y extraños- no sólo como “el camino y la vida”  sino, sobre todo, como “la” verdad. Y que lo hiciera reclamando para sí la evidencia propia de toda belleza y la capacidad de seducción y fascinación que le es propia. 

Ésta es una legítima acentuación que cuenta con  una fecunda y rica tradición en la historia de la teología. Pero es una perspectiva entre otras posibles, igualmente arraigadas en la tradición cristiana. 

Existen, por ejemplo, otras más atentas a mostrar que “la” verdad de Dios consiste precisamente en su amor y, de manera particular, en su asociación con los crucificados de este mundo. Son cristologías que muestran sobradamente que el seguimiento de Jesús se “veri-fica” (es decir, se hace verdad) estando con los bienaventurados con los que, libremente, decidió identificarse, por puro amor; y con quienes sigue estándolo en nuestros días, sin dejar de ser, por ello, consuelo para unos y aguijón para otros.

La concepción que Benedicto XVI tuvo de la verdad explica que en sus referencias a los Santos Padres no resaltara como es debido un dato incontestable para ellos: que los pobres son los “otros Cristos” y que en tal verdad se aloja una descolocante identificación, capaz de conmover a todos, empezando por los  mismos padres griegos y latinos, siguiendo por casi todos los santos y místicos y continuando por las personas de buena voluntad de todos los tiempos.

Es cierto que a esta comprensión de la verdad le ronda el riesgo del “ateísmo cristiano”. Pero no es menos cierto que la perspectiva marcadamente platónica y agustiniana a la que se apuntó J. Ratzinger tenía que eludir los riesgos del docetismo o intelectualismo y del espiritualismo desencarnado y ciego. En definitiva, el “gnosticismo” que acertadamente denunció en su cristología y en otros textos anteriores y posteriores. 

Pocos discuten que Mt 25, 31 y 1 Juan 4, 8 son dos textos con una indudable fuerza para marcar la teología de todos los tiempos. Así ha sucedido siempre, con la dramática excepción del siglo XIX y parte del XX, un tiempo en el que la Iglesia, ocupada en curarse las heridas provocadas por la pérdida de los estados pontificios y por sacudirse las injerencias de los poderosos de este mundo, acabó descuidando la centralidad de los pobres y dejó que el marxismo se apropiara violentamente de semejante verdad. 

Desde entonces, una parte de la Iglesia católica ha tenido enormes dificultades para diferenciar el ropaje inaceptablemente violento y autoritario de la reivindicación marxista de la raíz radicalmente evangélica que aletea en su defensa del proletariado y, por extensión, de los pobres y parias del mundo. Y como consecuencia de ello, ha tenido dificultades para superar una concepción paternalista o meramente asistencialista de la pobreza y abrirse a una consideración estructural de la misma. Esto fue algo evidente en la biografía teológica y en la gestión eclesial de J. Ratzinger. Una legítima y argumentada prevención ante el marxismo triunfante durante su época como profesor y obispo pareció haberse convertido –una vez derrotado ideológicamente con la caída del muro de Berlín- en un prejuicio imposible de superar. 

Hubiera sido deseable que, sin renunciar a una oportuna crítica sobre las manifestaciones contemporáneas del pelagianismo, hubiera acompañado dicha crítica de similares cautelas ante las actuales variantes del docetismo (en el fondo, confesión de palabra sin coherencia de vida ni experiencia mística). Éste es, también, uno de los errores más extendido y más disolvente de los que amenazan en nuestros días a la fe cristiana y sobre el que se echa de menos una crítica consideración en su biografía teológica y en su gestión eclesial. Al menos, tan contundente e insistente como la que realizó del pelagianismo o “ateísmo cristiano”. 

Si hubiera procedido de esta manera, “la” verdad manifestada en Jesús habría sido mostrada en todo su alcance y con  todas sus consecuencias; evidenciando su incuestionable capacidad para seducir y, también, escandalizar, en este caso, a los poderosos del mundo.

1.3.- Recelo a la exégesis histórico-crítica

Jesucristo era presentado en los años treinta –afirmó Benedicto XVI- a partir de los Evangelios, por lo cual, a través del hombre Jesús se hacía visible Dios y a partir de Dios se podía ver la imagen del auténtico hombre. En los años cincuenta apareció el debate sobre el Jesús histórico y el Cristo de la fe alejándose el uno del otro. Y lo hizo de la mano de la investigación histórico-crítica ¿Qué significado puede tener la fe en Cristo si el hombre Jesús era tan diferente de cómo lo habían presentado los evangelistas y de cómo lo anuncia la Iglesia partiendo de los Evangelios? Se inició un proceso de reconstrucción del Jesús histórico que más tenía que ver con la biografía de sus autores que con Jesús mismo. 

La consecuencia de todo ello fue –gustaba diagnosticar J. Ratzinger- un Jesús histórico cada vez más alejado de nosotros porque en realidad sabemos muy poco de Él. En esta onda se encontraba R. Schnackenburg, para quien sólo nos quedaba la historia de las tradiciones y de las redacciones. 

Esta conclusión, sentenció Benedicto XVI, es “dramática para la fe” porque la dejaba sin una referencia cierta y la relación con Jesús corría el riesgo de sustentarse en el vacío  o, en el mejor de los casos, en las ocurrencias del exégeta de turno. La Biblia quedaba incapacitada para hablar del Dios viviente y se extendía la convicción de que cuando nos aproximamos a la Escritura y la comentamos, en realidad estamos hablando de nosotros mismos. Peor todavía: estamos decidiendo qué puede hacer Dios y qué queremos o debemos hacer nosotros.

Esta manera de acercarse a la Escritura acababa secuestrando la comunión de Jesús con el Padre. En ella consistía la singularidad del Jesús histórico. Sin ella no era posible comprender nada. Y sólo partiendo de ella se podía entender todo, incluso en nuestros días.

La “lógica católica”

La contundente valoración que J. Ratzinger formuló de la exégesis histórico-crítica (y las consecuencias que comporta) lleva a recordar, una vez más, la importancia suma de primar la llamada lógica “católica” frente a otras lecturas de la Escritura, excesivamente marcadas por biografías personales o por legítimas –pero, frecuentemente, limitadas- acentuaciones particulares. 

Desde los tiempos del PseudoDionisio sabemos que toda teología que se precie de tal ha de cuidar la encarnación del Hijo y la resurrección del Crucificado. También sabemos que la riqueza del misterio que se nos entrega en Jesucristo solo puede ser balbucida manteniendo en el equilibrio inestable -propio de todo pensamiento “católico”- esas verdades que para un pensamiento racionalmente estrecho son percibidas como contradictorias o imposibles de articular: Jesús y Cristo, trascendencia e inmanencia, revelación e historia o Escritura y tradición. 

Y sabemos, igualmente, que la pluralidad de discursos teológicos es consecuencia de acercarse a un misterio que excede nuestras capacidades comprensivas y también de adoptar diferentes puntos de partida: no es lo mismo aproximarse desde inquietudes veritativas que estéticas o amorosas. En cualquier caso, para que toda aproximación sea efectivamente “católica” tendrá que integrar las verdades a las que otras perspectivas son más sensibles y ser muy consciente, a la vez, de los riesgos que rondan a la perspectiva adoptada.

Con su apuesta por la “exégesis canónica” J. Ratzinger partió –como agustiniano que fue- del Cristo de la fe y desde Él se encaminó al Jesús histórico: “Yo sólo busco, más allá de las meras interpretaciones histórico-críticas, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten una interpretación propiamente teológica de la Biblia y que exigen la fe, sin por ello querer y poder renunciar de ninguna manera a la seriedad histórica”. Es una legítima perspectiva teológica y espiritual, atenta a la iluminación interior que procede de lo alto y pronta a contemplar fascinado el misterio divino. 

El Cristo de la fe fue el punto de partida axiomático de su teología y espiritualidad: a Cristo –vino a decir J. Ratzinger- o “se le toma como un loco o se le sigue como un loco”. Es cristiano quien ha quedado seducido por la contemplación de un misterio capaz de iluminar todas las parcelas de la existencia. Cuando ello sucede, el cartesiano “cogito ergo sum” se convierte en un “católico” “cogitor ergo sum” (“Soy pensado en Dios, luego existo”). 

Ésta es la loable inquietud que latió en su apuesta por la “exegesis canónica”. “Solo a partir de Dios se puede comprender al hombre y sólo si vive en relación con Dios, su vida se hace justa. Dios no es un lejano desconocido. Nos muestra su rostro en Jesús; en su actuar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo”.

El riesgo de subjetivismo

Pero como toda apuesta, presenta -si se analiza a la luz de la historia de la espiritualidad- indudables limitaciones. Y no es la menor de ellas su proclividad a favorecer interpretaciones “eisegéticas”, es decir, proyectivas de deseos y sentidos ajenos -y hasta enfrentados- al Jesús de la historia. 

Para que el recurso a Cristo no acabe convirtiéndose en la búsqueda de un analgésico, de un placebo, de un hippy fascinante, de un postmoderno debidamente autocentrado o de un fiel más dócil a la autoridad eclesial que a la palabra del Maestro se necesita la referencia del Crucificado, del Jesús histórico. Gracias a Él sabemos, por ejemplo, que nuestro centro es “ex – céntrico”, es decir, que pasa fuera de nosotros, de nuestra subjetividad, deseos, aspiraciones, ilusiones y que se actualiza en los crucificados de este mundo.

Por ello, hay que recordar que, junto a esta perspectiva legítimamente primada por J. Ratzinger, existe la que, partiendo del Jesús histórico, aproxima al Cristo. Y, al acercarle, ahorra el riesgo masoquista que ronda a todo seguidor que se queda únicamente en la contemplación del Crucificado. Es la perspectiva en la que estuvieron empeñados, desde E. Käsemann, una buena parte de los exégetas y teólogos católicos que tuvieron claro, con Benedicto XVI, que el Jesús del kerygma o confesado y predicado es más que el Jesús histórico, pero también que el Jesús histórico ha de seguir siendo el criterio último de la identidad cristiana y de toda cristología; como lo fue para Pablo, los evangelistas, el redactor de la carta a los hebreos y el del Apocalipsis. 

Esta circularidad entre Cristo y Jesús desde la primacía de la historia es algo –recuerdan estos teólogos y exégetas- que ha pervivido a lo largo de la historia de la Iglesia, a pesar de que la tradición cristiana no haya considerado nunca conveniente canonizar la historia de Jesús (O. Tuñí). 

Y por si este argumento sobre la primacía del Jesús histórico sobre el Cristo de la fe no fuera suficiente, hay que recordar que es el criterio reivindicado por la Declaración “Dominus Jesus” (2000) en su crítico e interesante diálogo con aquellas posiciones que hacen de la máxima “Jesús separa, el Espíritu une” el axioma configurador de su perspectiva. Juan Pablo II ratifica acertadamente que el Espíritu del que hablamos y al que nos referimos es el Espíritu de Jesús, el resucitado de entre los muertos, es decir, el histórico.

Por tanto, el ir “más allá” del dato histórico que legítimamente reivindicó Benedicto XVI apoyándose en la “exégesis canónica” está obligado a pasar, más tarde o más temprano, por el crisol del Jesús histórico, el Crucificado que se actualiza en los crucificados de este mundo. Es ese crisol el que evita incurrir en el riesgo “eisegético” indicado, con los espiritualismos, subjetivismos y manipulaciones sobre los que alertaron incansablemente los santos y los místicos. Entre ellos, Santa Teresa y S. Ignacio. 

El santo vasco dice en su autobiografía que aprendió a renunciar a “grandes noticias y consolaciones espirituales” y a “nuevas inteligencias de cosas espirituales y nuevos gustos”, en particular, cuando le venían en horas de sueño o de trabajo porque le imposibilitaban hacer lo que tenía que hacer.

Y la mística castellana escribe que “es falta de humildad querer que se os dé lo que nunca habéis merecido”, que “está muy cierto a ser engañado o muy a peligro”, que nadie está seguro de que ese camino sea el que le conviene y que “la mesma imaginación, cuando hay un gran deseo, ve aquello que sea”.

Por ello, no está de más recordar, en esta ocasión de la mano de Jon Sobrino, que la cruz de Jesús es el dato definitivo que critica todos los absolutos (y métodos teológicos) porque ella no es ni puede ser un absoluto. 

Ésta es la asignatura pendiente de la “exégesis canónica” aplicada por J. Ratzinger en su cristología y muy presente en su pontificado, a pesar de que no falten en su magisterio reiteradas reseñas a la dramática situación del continente africano. Sin embargo, fue una referencia que no acabó configurando su perspectiva teológica y que casi siempre se sostuvo en un diagnóstico más religioso y cultural que político o económico.

El sentido expiatorio y sacrificial de la muerte de Jesús

Finalmente, J. Ratzinger – Benedicto XVI se decantó por una interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús, apoyándose en la oración sacerdotal del Nazareno en el evangelio de Juan, en la coincidencia cronológica (muy cuestionada) de la muerte en cruz y el sacrificio del cordero pascual a manos de los sacerdotes hebreos y en la identificación entre la destrucción del cuerpo de Jesus y la del Templo de  Jerusalén. 

Al proponer esta interpretación expiatoria, no sólo  estableció una íntima relación entre la muerte de Jesús y los sacrificios antiguos, sino que reconoció a estos últimos como la forma o el tipo y a Jesus como la realización plena de lo que se ejecuta simbólicamente en la liturgia veterotestamentaria. Argumentando de esta manera, se corre un alto riesgo de someter el “nuevo” sacrificio al “antiguo” y propiciar una comprensión de la entrega de Jesús como simple culminación (cuando no, mera prolongación) de los sacrificios veterotestamentarios. 

El decantamiento de J. Ratzinger – Benedicto XVI por la interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús (con los riesgos que presenta) fue coherente con su comprensión de los escritos neotestamentarios como transmisores de una única y compacta visión teológico-histórica. Fue tal convicción la que le llevó a buscar una cristología unívoca, es decir, una manea sustancialmente idéntica de presentar la “figura” y el “mensaje” de Jesús apoyándose, para ello, en la centralidad que concede al evangelio de Juan y con el auxilio de la exégesis canónica. Los sinópticos quedaron sometidos a la autoridad veritativa que J. Ratzinger – Benedicto XVI concedió a Juan.

Obviamente, es una pretensión legítima, pero excesiva. Sobre todo, por proceder de quien procede y habida cuenta de la tendencia entre algunos sectores eclesiales a erigir las opiniones teológicas del sucesor de Pedro en verdades incuestionables y en magisterio irrefutable. Hay que recordar –ante semejantes lecturas- que en la entraña misma de la “lógica católica” anida la consistencia de otros posibles accesos. La mejor prueba de ello fue –aunque sea críticamente- la problemática apuesta de J. Ratzinger – Benedicto XVI por la interpretación sacrificial y expiatoria de la muerte de Jesús.

2.- Evaluación de su gestión como Prefecto y como Papa Benedicto XVI

Pero Benedicto XVI, además de un teólogo fue también un Papa que, fuertemente condicionado tanto por sus opciones teológicas y espirituales como por los diagnósticos reseñados, adoptó toda una serie de decisiones que fueron -y siguen siendo- objeto de una fundada crítica.

Como ya he adelantado, la primera de sus encíclicas sobre el amor de Dios (“Deus caritas est”) tuvo excelente acogida. Fueron muchas las personas que quedaron gratamente sorprendidas por su tono propositivo, casi en las antípodas del autoritativo –y hasta polémico- del que había hecho uso el cardenal J. Ratzinger durante su mandato como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, una vez reposadas las sorpresas iniciales, se empezó a evidenciar que bastantes diagnósticos y posicionamientos personales en su época de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -e, incluso, de tiempos anteriores- acabaron, más tarde o más temprano, en decantamientos doctrinales y en decisiones jurídico-pastorales, altamente cuestionables; y, a veces, en las antípodas de lo aprobado por la mayoría en el Concilio Vaticano II y ratificado por Pablo VI.

Me limito solo a reseñar, por razones de brevedad, algunas de ellas. 

1.- Sus criticas valoraciones sobre la renovación litúrgica de Pablo VI de la que no se habia cansado de decir que habia producido “unos daños extremadamente graves”. A tal diagnóstico sucedió su contrarreformista decisión de recuperar la misa en latín, satisfaciendo, de esta manera, su personal comprensión de lo que se debía entender por “tradición viva” en el ámbito de la liturgia.

2.- Su duro e injusto diagnóstico sobre el papel de los teólogos en el concilio y en el tiempo de recepción del mismo: al decir de J. Ratzinger, con la autoconciencia de ser los únicos representantes de la ciencia, por encima de los obispos y su posterior intento de recolocarlos -siendo ya Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe- como simples difusores del magisterio, nunca -o casi nunca- como personas capacitadas para ayudar en su elaboración.

3.- Su crítica -que hoy resuena como marcadamente impertinente, además de falsa y prejuiciosa- sobre la debilidad magisterial de una buena parte de los obispos, particularmente en el Concilio. Y su conclusión de que, como consecuencia de tal debilidad, acabaron dando alas a la llamada “Iglesia popular”. A él, juntamente con Juan Pablo II, se debe la desaparición, a partir de 1985, del imaginario conciliar de la Iglesia, “pueblo de Dios”, en favor de la Iglesia como “comunión”.

4.- Su llamada de atención sobre el peligro de división y fragmentación que amenazaban a la Iglesia postconciliar cuando se reivindicaban la colegialidad episcopal y la corresponsabilidad bautismal y, en coherencia con dicho diagnóstico, la posterior pérdida de entidad magisterial de las conferencias episcopales. Y con ella, la increíble prohibición de que los sínodos pudieran formular peticiones de revisión sobre las cuestiones reservadas a la Santa Sede. Pero, de manera particular, su decantamiento por una forma de ejercicio del primado que -fundamentado en la división entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”- acabó recreando el existente antes del encuentro conciliar, tanto durante el pontificado de Juan Pablo II como en el suyo; y, de esta manera, desactivando una de las aportaciones más definitivas del Vaticano II.

5.- El debate, mantenido, entre otros, con W. Kasper, sobre su tesis, referida a la supuesta precedencia “lógica y ontológica de la Iglesia universal sobre la Iglesia local”, entendiendo por “Iglesia universal”, la Iglesia de Roma. En esta confrontación se evidenció, con toda claridad, su voluntad de revisar el número 11 del decreto conciliar “Christus Dominus” cuando sostiene que en la diócesis “se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica”. Fue un debate en continuidad con la restauración que, liderada por Juan Pablo II y él mismo, no solo pretendía consolidar un preconciliar centralismo vaticano sino también reforzar una concepción monárquica y autoritaria del papado, en nombre -una vez más- del cuidado y preservación de la unidad (más bien, uniformidad) católica.

6.- Su obsesión sobre una supuesta reaparición del “mesianismo marxista” y su impregnación en las formas utópicas de la teología de la liberación a las que ya me he referido más arriba.

7.- Sus permanentes llamadas de atención sobre la dictadura del relativismo y su descuidado (por desmedidamente autoritativo y poco articulado) discurso sobre la prevalencia de la verdad sobre la libertad y también sobre los derechos humanos en el seno de la Iglesia.

8.- Su apuesta y reforzamiento de la “Professio fidei” y de la puesta en funcionamiento de una nueva forma de magisterio infalible y no definido que son las llamadas “verdades definitivas”; una extralimitación teológica y dogmática que sigue bloqueando, entre otros puntos, la posibilidad -por coherencia con lo dicho y hecho por Jesús- el acceso de las mujeres al sacerdocio ministerial e, igualmente, la recepción del diaconado, a pesar de las dos comisiones promovidas por el Papa Francisco.

9.- Y, sin ánimo  de agotar todo el elenco, no tener debidamente presente la cuidadosa articulación entre escritura y magisterio alcanzada en el Vaticano II; conceder una desmedida importancia a un magisterio eclesial comprendido más en clave infalibilista que como fraternal testimonio para sostener en la fe y desplegar una exégesis canónica manifiestamente mejorable en su articulación con la investigación histórica.

Epílogo 

Queda pendiente asomarse a su etapa como Papa emérito, a sus promesas de no interferir en el gobierno de su sucesor, dedicarse a la oración y guardar silencio; a las manipulaciones de que ha sido objeto y a sus desmarques, a veces, sorprendido de las mismas; a sus declaraciones, no siempre felices, pero coherentes, en todo momento, con las opciones teológicas y dogmáticas que he tratado de reseñar en estas líneas y a un largo etcétera. 

Es una tarea que queda para otra ocasión y momento. 

Descanse en la paz del Dios de la misericordia, la Verdad que sigue consolando y estimulando a quienes aguardamos encontrarnos un día con Ella, como ya lo ha hecho nuestro hermano J. Ratzinger – Benedicto XVI.

Una espiritualidad con «carne»

Seminario en línea con el catedrático emérito de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz

Las nuevas espiritualidades (ateas y creyentes) y la justicia, con Jesús Martínez Gordo

Jesús Martínez Gordo

El drástico descenso de la vitalidad religiosa del occidente europeo es hoy una evidencia que se ha vuelto tópica y dolorosa. La práctica religiosa declina de manera acelerada

En medio del crudo invierno surgen en muchos lugares numerosos movimientos o grupos que no se resignan a adaptarse a este clima preponderante y buscan por diferentes caminos

En este curso se estudiará y evaluará esta situación siguiendo el libro de Jesús Martínez Gordo, Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad ‘con carne’, Ed. HOAC, Madrid, 2021

(GJ).- El drástico descenso de la vitalidad religiosa del occidente europeo es hoy una evidencia que se ha vuelto tópica y dolorosa. La práctica religiosa declina de manera acelerada. El comportamiento familiar, profesional, económico, cívico, sexual… se rige, incluso en muchos de los que se reconocen creyentes, por criterios desconectados de la fe y ajenos al Evangelio. La indiferencia de una gran parte de ciudadanos ante el mismo Dios está cada vez más extendida en nuestro continente.

En medio del crudo invierno surgen en muchos lugares numerosos movimientos o grupos que no se resignan a adaptarse a este clima preponderante y buscan por diferentes caminos, más o menos indicados, una relación religiosa que dé a sus vidas un sentido radical y global. Muchos nacen y crecen fuera del ámbito tradicional de las iglesias. Incluso fuera de la fe. Otros surgen en medio de la comunidad católica a la cual perciben muy mermada en su vitalidad interna y en su operatividad exterior, e incluso desviada de su orientación fundamental.

En este curso se estudiará y evaluará esta situación siguiendo el libro de Jesús Martínez Gordo, “Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad ‘con carne’”, Ed. HOAC, Madrid, 2021

Espiritualidades para el siglo XXI

«Existe mucha pluralidad entre las «espiritualidades jesu-cristianas” a partir de las tres referencias que entiendo capitales en cualquier seguidor de Jesús»

«Estas referencias son: el Monte de las Bienaventuranzas, el Calvario y el Tabor El Monte de las Bienaventuranzas, el Calvario y el Tabor»

«Cada seguidor del Nazareno lo es porque realiza un singular e irrepetible camino -personal y comunitario- entre estos tres montes teológicos»

«He aquí unos pocos ejemplos de ‘espiritualidades’ que, afortunadamente, perviven en el siglo XXI. ¡Ojalá que se incremente su número porque nos hemos adentrado en un tiempo, teológico y pastoral, del equilibrio y de la articulación!»

Por Jesús Martínez Gordo

En más de una ocasión he recordado cómo el pueblo en el que resido cuenta, como tantos otros, con un paseo que es conocido popularmente como “la ruta del colesterol”. Allí, además de andar o correr, también se habla -cuando nos cruzamos con amigos o conocidos- de nuestros respectivos estados de salud. Nos intercambiamos los resultados de la última analítica médica, comentamos el ejercicio físico que se nos ha prescrito y hay quienes porfían por ser los que más pastillas toman…

Es frecuente encontrarse con personas que, mejor informadas, conocen con toda precisión la horquilla de dígitos dentro de los que se juega una vida saludable y que, sobrepasados o no alcanzados, indican el padecimiento, por ejemplo, de diabetes o hipoglucemia, ya sea por exceso o defecto de azúcar en la sangre. Saben que entre tales extremos se da un equilibrio permanentemente inestable y, por ello, una enorme diversidad de situaciones: es difícil encontrar dos analíticas iguales no solo entre sujetos diferentes sino, incluso, en una misma persona a lo largo de una jornada. En el cuidado de tal equilibrio se mueve lo que hoy entendemos por vida saludable.

A la luz de esta anécdota, también es posible exponer algo de la mucha pluralidad existente entre las “espiritualidades jesu-cristianas” a partir de las tres referencias que entiendo capitales en cualquier seguidor de Jesús: el Monte de las Bienaventuranzas, el Calvario y el Tabor y, a la par, consciente de que cada seguidor del Nazareno lo es porque realiza un singular e irrepetible camino -personal y comunitario- entre estos tres montes teológicos.

Por tanto, no es exagerado decir que existen tantas “espiritualidades” como seguidores, de manera análoga a como es difícil encontrar dos analíticas iguales. La pluralidad también es el santo y seña de los seguidores del Nazareno: unos, por poner algunos ejemplos, más sensibles a la fragilidad del Gólgota que a la plenitud del Tabor, al reverso de los crucificados que al anverso de los que buscan sosiego; otros, en cambio, más atentos a la cercanía de Dios en la intimidad que a la provocación o alteridad de los crucificados, a la intuición inmediata que a la argumentación racional, a la belleza tabórica que a su ocultamiento en el viernes y en el sábado santo; y todos, a la articulación entre el Jesús histórico «y» el Cristo de la fe o entre el Calvario «y» el Tabor o entre la cruz «y» la resurrección.

Y, a la vez, que esta enorme riqueza y pluralidad no solo es fruto de que haya personas partidarias de primar o permanecer más tiempo en un monte u otro, sino también porque no renuncian a circular permanentemente entre ellos ya que la articulación entre todos es una de las señas más definitivas del “jesu-cristiano”. Y cuando se renuncia a transitar, aparecen los fundamentalismos, bien sean por exceso o por defecto.

Pero cuando se prima uno de los montes teológicos, sin renunciar a caminar por los restantes, entran en escena, al menos, tres “prototipos” formales de espiritualidades: la teológica o la del pensador, (más atenta al monte de las Bienaventuranzas), la tabórica o espiritual (con residencia preferente en las consolaciones) y la militante o comprometida (partidaria de evitar la existencia de Gólgotas o, al menos, de paliar algo del mucho dolor allí existente). Son, como digo, prototipos formales que coexisten con otros, algunos de los cuales ya he referenciado en otras ocasiones: las de los “dominicales”, los “cristianos anónimos”, los mártires y los santos.

1.- La “espiritualidad tabórica”

Existen, en primer lugar, las que me atrevo a llamar “espiritualidades tabóricas”. Son aquellas que enfatizan el disfrute y la caricia de las anticipaciones y transparencias de Dios en uno mismo, en el cosmos, en la vida, en la historia, en la liturgia o en la entrega de tantas personas, sin descuidar, por ello, el aguijón, presente como cruz, desolación, miseria, dolor o muerte injusta y antes de tiempo. Y que, además, se miran, de vez en cuando, en el programa del monte de las Bienaventuranzas.

Son “espiritualidades” que, atentas de manera particular a la luz, al bienestar, a la paz, a la unión, a la consolación y a la tranquilidad que -gratuita y sorprendentemente, entregadas o anticipadas en el Tabor- no descuidan el riesgo de querer montar tres tiendas para residir eternamente allí; una pretensión que queda truncada por la exigencia del Nazareno en bajar del monte. Para estos seguidores de Jesús un alto en el camino no es el final de la andadura. Saben que la participación en tales gozos tampoco es -mientras vivimos- el final, sino una gratificante anticipación que nos habilita y sostiene en el compromiso por salir al paso y erradicar algo de la mucha oscuridad y muerte que persisten en los calvarios actuales.

Este énfasis se puede apreciar, por ejemplo, en la tradición ortodoxa cuando inicia al conocimiento de Dios por participación (“theognosis”) en la eucaristía, en la Escritura, en el interior de uno mismo, en la oración contemplativa, en el amor fraterno o en el disfrute de la belleza cósmica e iconográfica, sabiendo que tales participaciones tienen la virtud de impulsar y sostener en el compromiso por un mundo que ha de ser más solidario y transparente del misterio de Dios.

La espiritualidad y la teología ortodoxa son conscientes de que el camino es tan largo y duro que no queda más remedio que estar bien pertrechado o, por lo menos, pararse, de vez en cuando, en las áreas de servicio con las que también se cuenta para descansar, reponer fuerzas y retomar el camino con renovada esperanza y frescura. “El peregrino ruso” es uno de los posibles prototipos de este primer y necesario subrayado.

Pero también saben que cuando se absolutiza la caricia de las anticipaciones des- cuidando la “carne”, la historia, la humanidad, la miseria, el sufrimiento, el dolor y la muerte antes de tiempo, quedan en el camino dos verdades a las que no puede renunciar un practicante “jesu-cristiano”: primero, que las anticipaciones del final -por impactantes y seductoras que puedan ser su percepción, disfrute y experimentación- no son la Unidad, la Verdad, la Belleza o la Bondad finales. Y, segundo, que Dios no solo es un misterio de cercanía (con el que esperamos ser “uno” sin dejar de ser nosotros), sino también, y, a la vez, un aguijón. No es posible descuidar que quien resucita ha sido crucificado y que, desde entonces, la relación con Él en sus anticipaciones es, ciertamente, gratificante y alentadora caricia, pero también permanente e ineludible provocación.

El espiritual “tabórico” no lo es de ojos “cerrados” sino “abiertos”.

Si no fuera así, incurriría en la frivolidad posmoderna de quienes creen haber llegado al final de la historia y de la vida y se dedican a disfrutarla sin mirar hacia atrás, hacia adelante o alrededor, no queriendo saber nada del sufrimiento, de la miseria y de la muerte prematura e injusta. Es el caso de quien se instala con vocación de permanencia definitiva en los «tabores actuales» y se niega a bajar de ellos.

2.- La “espiritualidad militante” o comprometida

Pero existen, igualmente, las espiritualidades “comprometidas” o militantes, es decir, aquellas que son particularmente sensibles a la presencia del Crucificado en todas aquellas situaciones, personas y momentos en los que se actualiza la muerte del Nazareno en tantos crucificados contemporáneos que, por serlo, se constituyen en una permanente provocación y en una inevitable llamada a bajarlos o a ayudarlos a descender de sus respectivas cruces. Son espiritualidades particularmente sensibles a la presencia crucificada de Dios en los calvarios de nuestros días y de todos los tiempos y que, en coherencia con tal percepción, subrayan la importancia del compromiso, de la liberación, de las obras y de la transformación (personal y estructural) del mundo; en definitiva, en el espesor de la historia, en la vida, en la liturgia y en la realidad.

Pero son espiritualidades conscientes de que pueden incurrir en el “estaurocentrismo” (absolutización de la cruz), “masoquismo” o “pelagianismo” autodestructor (quizá tendría que decir, “buenismo”) de quienes, ubicados exclusivamente en el Gólgota, solo tienen tiempo para el compromiso solidario y fraterno y, por eso, corren el riesgo de acabar tirados en las cunetas de la vida por agotamiento, a veces, desesperanzados y, no infrecuentemente, amargados. Sin dejar de reconocer que ésta es la extrapolación, la “metedura de pata” (el fundamentalismo o la extralimitación) que Dios mira con particular benevolencia, y hasta es posible que, con una sonrisa, también hay que recordar que su voluntad salvífica no pasa por dejar un camino sembrado de cadáveres, aunque sean en nombre de la fraternidad y del amor liberadores.

Por eso, conscientes de este riesgo, se adentran, de vez en cuando, en el Tabor, sabedores de que sin la relación que es experimentable y disfrutable en este lugar no es fácil perdurar durante mucho tiempo en los gólgotas actuales sin bajar la guardia o sin entregarse al desaliento fatalista; o, lo que es peor, sin buscar atajos que pueden llevar -en nombre de la eficacia- al totalitarismo en que desembocan la solidaridad o la fraternidad no articuladas con la libertad. La estancia, corta o larga, en los “tabores” contemporáneos o, lo que es lo mismo, el disfrute de las anticipaciones del final en el tiempo presente, además de facilitar la permanencia en el compromiso, permite no morir devorado y deglutido por la crudeza y la angustia simbolizadas por el grito de abandono del viernes santo ni por el silencio del sábado santo. E impide, por supuesto, acabar tirado en las cunetas de la vida, entregado al desaliento, engullido por el consumismo y sumido en la decepción ante la (omni) potencia del mal. Y, obviamente, no alimenta la conciencia prometeica o pelagiana de quien cree que la historia se va a escribir antes y después de él.

Es un “jesu-cristiano” que procura no perder nunca de vista que la “carne” es, sin duda alguna, la de Jesús crucificado, pero que Él es también quien ha (sido) resucitado, anticipando en la historia -por pura gratuidad- el final que nos aguarda.

3.- La espiritualidad del pensador o del teólogo

Por su parte, los pensadores o “teólogos espirituales” son quienes se dedican de manera preferente a dar razón del misterio de Dios entregado en el Nazareno, así como a la investigación y a la docencia. Pero su tarea no se comprende si no se asienta tanto en una experiencia tabórica de encuentro con Dios cuanto en una coherencia de vida, acorde con el programa de las Bienaventuranzas y atento a la identificación de Jesús con los pobres.

La historia está llena de pensadores y teólogos, espirituales y comprometidos, que han dejado escritos referenciales. Basten, como ejemplo, los testimonios, entre otros, de todos los santos Padres, griegos y latinos.

Pero tampoco faltan, por desgracia, intentos fallidos de dar razón del misterio anticipado en JesuCristo, sin compromiso coherente o sin encuentro con Dios. El docetismo y el elitismo no son, ciertamente, las dos únicas extrapolaciones; aunque es posible que sean las más comunes.

El equilibrio y la articulación

De estas, y otras, diferenciadas maneras de “espiritualidades jesu-cristianas” concluyo que existe una gran riqueza, a la vez equilibrada y articulada: unas, más sensibles a la fragilidad que a la grandeza, a los calvarios que a los tabores, al anuncio que al silencio, al reverso que al anverso; otras, en cambio, más atentas a la cercanía compasiva que a la radical alteridad, al amor que al interés, a la intuición que a la razón, a la belleza que a su ocultamiento. Y todas, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe o entre el Gólgota o la cruz “y” el Tabor o la resurrección.

He aquí unos pocos ejemplos de “espiritualidades” que, afortunadamente, perviven en el siglo XXI. ¡Ojalá que se incremente su número porque nos hemos adentrado en un tiempo, teológico y pastoral, del equilibrio y de la articulación!

El lastre de la ‘papolatría’

Papa Francisco
Papa Francisco

«Creo que el reciente consistorio extraordinario fue una especie de ‘rendición de cuentas’ ante la institución que, a la vez que le eligió para tal responsabilidad en marzo de 2013, le encargó asimismo una reforma a fondo de la curia vaticana»

«La curia venía funcionando como un diafragma entre el Papa y el resto de los católicos. Y lo hacía a la sombra de una relectura que no solo daba pie, entre otros excesos, a un ejercicio de la autoridad desmedidamente unipersonal, sino que también favorecía actitudes y comportamientos ‘papolátricos’. Nada que ver con lo aprobado en el Vaticano II»

Por Jesús Martínez Gordo

La celebración de un Consistorio de cardenales en Roma a finales de agosto desató un cúmulo de rumores sobre si estaríamos asistiendo a una especie de ensayo general previo a un encuentro en el que podría ser elegido el sucesor de Francisco. Pero más allá de estas especulaciones, creo que tal convocatoria fue una especie de ‘rendición de cuentas’ ante la institución que, a la vez que le eligió para tal responsabilidad en marzo de 2013, le encargó asimismo una reforma a fondo de la curia vaticana.

Los ‘bien informados’ sostienen que los cardenales de entonces le confiaron tal cometido no solo por las luchas entre diferentes facciones o por las filtraciones a la prensa de informaciones sensibles, sino también porque, durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, dicha curia venía funcionando como un diafragma entre el Papa y el resto de los católicos. Y lo hacía a la sombra de una relectura que no solo daba pie, entre otros excesos, a un ejercicio de la autoridad desmedidamente unipersonal, sino que también favorecía actitudes y comportamientos ‘papolátricos’. Nada que ver con lo aprobado en el Vaticano II cuando proclama que la «potestad suprema sobre la Iglesia universal» la posee el colegio de los obispos con el Papa, reunidos en concilio o dispersos por el mundo (LG 22). Por tanto, ni el Papa solo, ni los obispos por su cuenta (y, menos, la curia), sino conjuntamente.

«Misión cumplida»

Reaparecía el siempre peliagudo asunto del poder en la Iglesia. Los cardenales, prestando más atención a los síntomas que a la causa del problema, le encomendaron una reforma a fondo de la curia para que dejara de proceder como el diafragma que estaba siendo en la relación que existe entre el Papa, los obispos y, por extensión, con todos los católicos. Entiendo que esto es lo que ha hecho Francisco –tras nueve años de trabajo– al celebrar este Consistorio: ‘Misión cumplida’, les dijo.

Pero a lo largo de estos años, en los que ha ido madurando la reforma, han surgido dos cuestiones vinculadas con el ejercicio del poder en la Iglesia. La primera, vinculada a la necesidad, en expresión del Papa Bergoglio, de una «conversión del papado» que llevara a un ejercicio del mismo «de abajo a arriba», es decir, a tomar decisiones escuchando a los concernidos. Es lo que expresó en el Sínodo de obispos de 2015, con la imagen de la Iglesia como una «pirámide invertida». Pero es una ‘conversión’ que ha mostrado sus limitaciones, tal y como se evidenció tras la finalización del Sínodo sobre la Amazonía. Entonces se pudo comprobar que tal ‘conversión’, además de pasar por un admirable proceso de escucha, seguía necesitando una reorganización más policéntrica de la autoridad papal. Creo que lo puede ser prolongando la experiencia de los más de treinta ritos existentes en nuestros días y teniendo presente la máxima de San Agustín: «Unidad en lo fundamental, libertad en lo opinable y en todo caridad».

Y la segunda, referida a la participación en el gobierno y magisterio eclesial de los cerca de 1.400 millones de católicos que, como también proclama el Vaticano II, «son infalibles cuando creen». Dicha participación pasa por consultar a todos ellos sobre un asunto de fondo y antes de tomar una decisión al respecto. Francisco, a diferencia de sus predecesores, no solo ha dispuesto que tal escucha sea preceptiva y no meramente optativa, sino que ha abierto un proceso sinodal para abordar la cuestión de cómo ha de ser una Iglesia realmente sinodal. No se trata de rizar el rizo, sino de imaginar e implementar mecanismos que hagan creíble esa imagen de una Iglesia asemejada a una pirámide invertida. Ese es el asunto que está en juego desde el año pasado y que tendrá un momento culminante en octubre de 2023, cuando se celebre el Sínodo mundial de obispos en Roma, tras todo un largo proceso de escucha, diálogo y formulación de propuestas.

¿Qué modelo de sinodalidad?

Entonces, se podrá ver cuál es la sinodalidad que se quiere activar: la que vienen desarrollando las iglesias latinoamericanas (consulta al pueblo y debate y decisión de los obispos, con la ayuda de teólogos) o la que se puso en marcha en la estadounidense, en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Concilio: contar con sucesivos documentos que, enviados a las bases para su estudio y enmienda, sean finalmente aprobados (o no) por la Conferencia Episcopal.

Sabremos si es ésta última la sinodalidad que se pone en juego cuando, una vez finalizado el encuentro de obispos en octubre del próximo año, se envíen a todas las diócesis del mundo lo debatido y aprobado en la asamblea episcopal para una posterior lectura y enmienda en las diócesis de todo el mundo, antes de presentar el texto definitivo a Francisco para que lo ratifique, si lo estima oportuno. Finalizado el tiempo de la primera consulta, toca esperar y hacer caso omiso a los rumores.

Jornadas Teológicas de Montesclaros (I)

Tensión y esperanza en la Iglesia sinodal que viene

Un momento de la jornada
Un momento de la jornada

Las cincuenta personas asistentes al curso, en el paraje maravilloso del Santuario de Montesclaros, en las montañas agrestes del sur de Cantabria, hemos dialogado después de las sugerentes exposiciones de Jesús Martínez Gordo, Montse Escribano, José María García Prada y Ramón Alario

«Ante un cambio de paradigma en una Iglesia que parece derrumbarse en muchos aspectos, a la vez constatamos esperanza por la constatación de que hay muchas personas que queremos seguir siendo Iglesia como comunidad de creyentes y que buscamos una forma de organizarnos que facilite nuestra fe adulta y el seguimiento de Jesús»

Por | Avelino Seco Muñoz

En el primer día de nuestras jornadas hemos constatado el acierto del título escogido. Tensión ante un cambio de paradigma en una iglesia que parece derrumbarse en muchos aspectos; pero, a la vez, esperanza por la constatación de que hay muchas personas que queremos seguir siendo iglesia como comunidad de creyentes y que buscamos una forma de organizarnos que facilite nuestra fe adulta y el seguimiento de Jesús.

“Estamos en pie en medio de un campo de escombros”, nos decía el dominico García Prada, citando a Hannah Arendt. Las cincuenta personas asistentes al curso, en este paraje maravilloso del Santuario de Montesclaros, en las montañas agrestes del sur de
Cantabria, hemos dialogado después de las sugerentes exposiciones de Jesús Martínez Gordo, Montse Escribano, José María García Prada y Ramón Alario.

“Las dos teologías sobre el laicado (Y. de Montcheuil e Y. M. Congar) antes y después del Vaticano II” era el título de la ponencia de Martínez Gordo. Se parte del texto evangélico de Mateo 16,18: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia…” A partir de este texto se irán dando dos interpretaciones sobre el poder, a quien se comunica y quien lo detenta en la Iglesia. ¿A través de Pedro y toda su sede en Roma queda
canalizado el poder o los poderes pasan a través de Pedro a la Iglesia? En el primer milenio de cristianismo hay una pugna entre la tradición latina y la ortodoxa que provocaría la primera división entre la iglesia oriental y la occidental.

Una de las ponencias
Una de las ponencias

En el siglo XX están presentes dos modelos de iglesia con distinta concepción del papel del laicado. Un primer modelo en el que la jerarquía enseña y los fieles laicos reciben de forma pasiva y agradecida, a través de los ministros ordenados, las enseñanzas y los servicios religiosos y un segundo modelo en el que se insiste en el bautismo como unificador de laicos y ministros ordenados y en la responsabilidad común de todos
los bautizados.
El jesuita francés Y. de Montcheuil, fusilado en 1944 por la GESTAPO por su resistencia a los nazis, fue, ya antes de la etapa conciliar, un pensador y promotor clave en una nueva forma de entender el papel del laicado. Para él la capacidad de iniciativa en la iglesia la deben tener no sólo los ordenados sino todos los bautizados. El papel de la autoridad en la iglesia debe consistir en armonizar todas las iniciativas ligadas a los
diversos carismas de los miembros de la comunidad cristiana. Lo fundamental en la iglesia no es ser estructura jerárquica sino de comunión, desarrollando el principio de San Agustín: Unidad en lo fundamental, libertad en lo opinable y caridad en todo.

La teóloga Montse Escribano
La teóloga Montse Escribano

El dominico Y. M. Congar, teólogo muy importante en el Vaticano II, intenta articular el papel de todos los bautizados y los que tienen un ministerio ordenado. Para él, por el bautismo, todos somos maestros, sacerdotes y reyes; en lo tocante a ser reyes resulta que el gobierno y la autoridad en la iglesia quedan reservados a los que tienen el ministerio ordenado. Este es un tema muy relacionado con el clericalismo que tantocondena el Papa Francisco. En el fondo, todo el debate sinodal y, sobre todo, el camino sinodal alemán tiene como telón de fondo este importante tema que está dividiendo a la iglesia. Va habiendo laicos con responsabilidades dentro de la iglesia; pero siempre están liderados por un obispo o sacerdote y participan de la misión específica del clero. En la iglesia el rey es el cura, los bautizados participan, de hecho, no del sacerdocio de Cristo, sino del sacerdocio de los curas, esto es una
aberración teológica.


En la segunda ponencia, Montse Escribano, doctora en filosofía y teóloga, hizo una magnífica exposición sobre “Ecología integral. Propuestas teológicas y retos para la casa común”. Nos presenta un gran reto que tenemos como humanidad y cómo cristianos: ¿Cómo empezar a pensar el mundo desde nuestro ser naturaleza, parte de ella, y no tener una mirada tan antropocéntrica? Necesitamos convertirnos, un cambio
existencial en un diálogo profundo con Dios.

La encíclica Laudato Sí nos plantea una nueva forma de entendernos y de relacionarnos con toda la creación, el virus del COVID 19 ha actuado en nosotros como una lupa, nos ha hecho ver cosas que antes no veíamos. Tenemos que repensar el mundo, somos naturaleza y vegetación, no somos ángeles y nuestro poder tiene sus grandes límites.

El modo de vida de los demás animales y de los vegetales, sus relaciones y apoyos nos enseñan mucho. Una nueva forma de vivir, una relación nueva con la naturaleza debe entrar en nuestra manera de vivir la fe, en nuestras eucaristías. Lo que nos puede salvar no es la tecnología, sino lo que plantemos, que nos reconciliemos con la naturaleza, que la consideremos nuestra casa común. Tenemos que hacer una teología más relacionada con la naturaleza, con lo vegetal.


Por la tarde, el dominico de este Santuario P. Prada, nos introdujo, para dar sentido a las experiencias que iremos reflexionando, en un tema muy importante: “La deconstrucción del viejo orden cultural-religioso y tareas que presentimos en el nuevo” Nos dio unas pinceladas muy interesantes sobre un mundo cultural-religioso que termina y un asomarnos a formas nuevas que recojan lo esencial de nuestra fe buscando formas nuevas de expresión y de organización en la iglesia. Más que derruir, hay que hacer algo nuevo a partir de mutaciones. Hay que recuperar las comunidades paulinas purificando a la iglesia y despojándola de algunas de las adherencias que se han calcificado a partir de Constantino.

Terminamos la tarde con las experiencias de los curas casados organizados en el MOCEOP (movimiento de curas por el celibato opcional). Ramón Alario, uno de los fundadores de este movimiento en el año 1977. Con estos elementos vertebradores claves:

– Opcionalidad del celibato. No puede haber ley que prohíba el derecho fundamental de una persona. Casarse no es evangélicamente incompatible con ser sacerdote.
– Defender que no abandonamos la Iglesia ni vamos en contra de la iglesia. Las comunidades cristianas tienen derecho a tener un sacerdote y celebrar la eucaristía.
– La referencia fundamental es la comunidad. La opción por otro modelo de iglesia es clave. No toda la historia de la iglesia se ha basado en curas célibes.
Un día de reflexión muy interesante y con muchas sugerencias por parte de los asistentes a las jornadas

El desafío de la revolución digital a la Iglesia

Portadilla del Pliego, nº 3.271
JESÚS MARTÍNEZ GORDO

Traigo a colación, tan solo a modo ilustrativo, algunas iniciativas que, disruptivas con respecto al modo –hasta entonces– tradicional de proceder, han sido acogidas con bastante normalidad. Me refiero, en concreto, al envío de WhatsAppsTelegrams y mensajes SMS y, luego, a la creación de grupos a los que se remitían, diariamente, oraciones, textos escriturísticos e, incluso, homilías –habladas o escritas– y gracias a los cuales era factible mantener un mínimo de relación comunitaria y saber los unos de los otros. En ocasiones, los grupos de chat cedían el paso a las videoconferencias para la formación teológica, para impartir catequesis, así como para tratar algún asunto ordinario de la vida parroquial o comunitaria o, simplemente, para interesarnos unos por otros.


En términos generales, se puede decir que hubo una gran preocupación, primero, por la dimensión litúrgica, celebrativa y oracional (las llamadas misas en ‘streaming’ y el cuidado de la plegaria, así como el reparto de la comunión a los enfermos, casa por casa, cuando fue posible).

En un momento posterior, se canalizó el interés por el anuncio, la palabra o la evangelización (particularmente, la catequesis y la formación teológica), sin descuidar, obviamente, la caridad y la justicia; en este último caso, visitando y ayudando a los necesitados. El ministerio de la presidencia y de la animación de la comunidad quedó muy centralizado en los presbíteros, asumiendo, en ocasiones, casi todos los servicios que, hasta entonces, prestaban otros bautizados, vistas las dificultades del laicado para salir, de manera autorizada, a la calle.

Soluciones imaginativas

Y también me refiero, por supuesto, a lo que se podrían denominar soluciones imaginativas –en especial, a lo largo de la Semana Santa y Pascua de 2020– y, en cierta medida, “paliativas”: por ejemplo, pasearse por el pueblo y bendecir aquellas casas en cuyos balcones o ventanas luciera algún distintivo cristiano el Domingo de Ramos. O procesionar la cruz el Viernes Santo e, incluso, leer algunos pasajes de la resurrección el mismo Domingo de Pascua.

Probablemente, una de las soluciones imaginativas, con mucho eco mediático, fueron los llamados “cepillos electrónicos”. A lo largo del año 2020, se pudo ver cómo irrumpían terminales electrónicos que permiten hacer donativos mediante tarjeta u otros dispositivos. Se trata –según se informó– de terminales TPV equipados con tecnología sin contacto en la que se permite seleccionar la cantidad que se quiere aportar (de 2, 5, 10 o 15 euros) acercando la tarjeta o el dispositivo móvil con el fin de contribuir al mantenimiento de la parroquia.

Sin duda, se pueden incorporar otras iniciativas, tanto o más interesantes que las que ahora reseño, pero con estas trato de indicar tan solo unos pocos ejemplos de cómo se han empleado algunas aplicaciones de la revolución digital en la pastoral ordinaria; concretamente, las que posibilitan una relación telemática.

Profesor y cristiano

A título personal, puedo señalar dos: la primera, como profesor. La segunda, como cristiano, interesado en favorecer otro modelo de Iglesia más en sintonía con el aprobado por la gran mayoría de los padres conciliares en el Vaticano II y ratificado por el Papa.

La pandemia me sorprendió presentando en diferentes lugares mi libro ‘Ateos y creyentes. Qué decimos cuando decimos “Dios”’ (PPC, 2019) e impartiendo un postgrado sobre la materia en la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz. Pasados los primeros momentos de desconcierto, propuse a los matriculados conectarse vía Skype, un sistema de videoconferencia que había usado en alguna ocasión. Resueltos los problemas técnicos (asunto que llevó su tiempo), reanudamos la programación tal y como se había perfilado.

Pero sucedió que la dureza del confinamiento nos llevó, por invitación de algunos de los matriculados, a conectarnos otros días de la semana para ir comentando la situación general y la de algunas personas que nos eran más cercanas o conocidas, y ver si era posible echar una mano. Y, así, acabamos conectados todos los días, excepto cuando tocaba encuentro académico, para tratar estos y otros asuntos de la vida ordinaria en los que también se estaba jugando “lo que decimos cuando decimos ‘Dios’”.

El futuro de la diócesis

Pero la pandemia nos sorprendió, igualmente, a un grupo de cristianos, inquietos por el futuro de nuestra diócesis (Bilbao), hablando y encontrándonos, de manera informal, para tratar de ver qué podíamos hacer. El primer confinamiento complicó esta incipiente relación… hasta que nos pusimos de acuerdo en seguir conectados telemáticamente (en esta ocasión, vía Google Meet) e invitar a otras personas que –pertenecientes a diferentes grupos, movimientos, comunidades, parroquias y asociaciones laicales– pudieran sintonizar con esta preocupación por el futuro de nuestra diócesis.

Como resultado de estos encuentros y relaciones, nació el colectivo Berpiztu – Kristau Taldea, un grupo de creyentes –según se puede leer en su página web– preocupado desde hace tiempo por el presente y el futuro de la Iglesia en Bizkaia y que ha tenido la impresión, en más de una ocasión, de que –si no hacían “algo”– el futuro de su Iglesia diocesana “podía encontrarse seriamente comprometido, corriendo el riesgo de no ser un resto –pequeño en número, pero espiritual, teológica y comprometidamente significativo–, sino un residuo del pasado”.

Cuatro pilares

Estas, y otras iniciativas, se podrían agrupar siguiendo el esquema de los cuatro pilares o dimensiones de la comunidad cristiana: la liturgia, la espiritualidad, la experiencia religiosa y la oración; el anuncio, la palabra y la evangelización; el cuidado de la caridad y la promoción de la justicia; y la presidencia de la comunidad y el gobierno y magisterio eclesiales.

Siendo imposible abordarlas todas en la presente reflexión, con el detenimiento requerido, me permito ofrecer unos escasos datos socio-teológicos referidos a la Iglesia como comunidad de seguidores de Jesucristo y a la primera de estas cuatro dimensiones o pilares de la comunidad cristiana. (…)

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Índice del Pliego

I. LO DIGITAL COMO OPORTUNIDAD TEOLÓGICO-PASTORAL

II. IGLESIA O COMUNIDAD PRESENCIAL, PERSONAL Y VIRTUAL O EN RED

  1. La constitución de la diócesis ‘in partibus’ de Partenia
  2. La cuestión teológico-pastoral

III. LA LITURGIA, LA ESPIRITUALIDAD, LA EXPERIENCIA RELIGIOSA Y LA ORACIÓN

  1. Las misas en ‘streaming’
  2. Las burbujas oracionales
  3. ¿Qué se entiende por revelación o verdad y tradición?