La enfermedad mortal

Por Juan Antonio Mateos Pérez

La fórmula de toda desesperación [es] que uno desesperadamente no quiera ser sí mismo   Kierkegaard

La experiencia de que en las personas se esconde más de lo que nos suele parecer da pie a la esperanza que con tanta urgencia necesitamos.  Kasper

Es necesario redescubrir lo esencial del bien común, en plena pandemia fue ese gesto de responsabilidad de todos

Iniciando la segunda oleada del coronavirus, donde ya las cifras son preocupantes, recordamos aquella obra de Soren Kierkegaard: “La enfermedad mortal o Tratado sobre la desesperación”, que quiere ser una continuación del concepto de angustia, tratado en otra obra anterior. Cuando invertimos y vaciamos el sentido de nuestra existencia, caemos en esa sinfonía maldita de la angustia o la desesperación, una enfermedad del yo, una enfermedad del espíritu. La pandemia, ha acentuado ese lado oscuro de la angustia y el pesimismo en muchas personas, es necesario transformar esa sensación en sabiduría positiva.

La segunda oleada del virus se está adelantando al otoño, posiblemente por la desescalada precipitada, la falta de responsabilidad en el uso de mascarillas y distancia social, la movilidad, el turismo, botellones y ocio nocturno, perdiendo el respeto al virus. Los datos no son muy alentadores, somos el país europeo con mayor incidencia, justo al inicio de la apertura de colegios e institutos, donde la distancia social será muy difícil de controlar. Hemos visto que economía y pandemia van de la mano, es necesario una gestión efectiva de la pandemia, así como una actitud responsable para evitar un nuevo confinamiento, que posiblemente seria insostenible económicamente.

La primera oleada ya nos sorprendió, destruyo muchas vidas, paralizó la sociedad y la economía, cambiando de repente el mundo y nuestras vidas. La crisis va ha continuar, a pesar de los nuevos medicamentos y las futuras vacunas, sabemos que después de todo lo que estamos viviendo, la vida no va a ser igual que antes. La crisis vírica, económica, de sentido, nos está haciendo ver y palpar nuestra condición finita y vulnerable, una señal de alarma que nos está llamando a cambiar de mentalidad, a la conversión y a la renovación.

Una renovación que no se debe quedar en el ámbito más local y nacional, el fenómeno de la pandemia está profundamente unido al fenómeno de la globalización. Este fenómeno ha provocado grandes beneficios a los grandes organismos económicos y políticos, generando un sistema de explotación de numerosos pueblos y áreas del mundo, generando un sistema de dependencia de los países mas desprotegidos, globalizando también la indiferencia. Acompañado de un consumismo cada vez mas desbocado y sonrojante, sobre todo en las sociedades más avanzadas.

La globalización ha creado muchas conexiones entre todas las partes del mundo, la integración económica, la comunicación mundial, pero no ha logrado crear “una casa común”. Por otro lado, la globalización ha sido incapaz de legislar los fundamentos de su poder, ni crear autoridades globales, la primera respuesta al virus ha venido de los estados nacionales, que se presentan como salvadores de la sociedad. Este sistema bipolar, continuará para hacer frente a la pandemia, ya que una actuación global sobre la misma, sería imposible sin la intervención de los Estados-nación, que son los únicos que tienen mecanismos coercitivos efectivos.

Otro de los fenómenos de estos meses de pandemia, es que se ha acentuado la globalización del miedo, que muchas veces puede ser un instrumento de los poderosos del mundo que guían y orientan para conseguir sus fines. Antes de la pandemia ya vivíamos en una incertidumbre constante, cuanto mayor era el bienestar material, más afloraba la sensación de inseguridad, adobado por la postverdad y la difusión, cada vez más, de noticias falsas. El miedo generalizado en numerosas personas puede comenzar a dominar todas las relaciones sociales, incidiendo a su vez sobre la conciencia y la conducta colectiva. Ahí se puede volver peligroso, ya que puede transformar nuestra manera de ver el mundo y de relacionarnos con los otros, ya que nos paraliza y nos deja en estado de vulnerabilidad. El miedo siempre es mal consejero, pero también, como comentaba G. Agamben, nos hace que aparezcan muchas cosas que uno pretende no ver.

Superada la crisis, la arquitectura económica y política globalizada deberá ser reformada, haciéndola más eficiente para poder desplegar un orden comercial que sea un instrumento esencial para la prosperidad, la estabilidad económica y la paz mundial. De forma individual, debemos sacar de la fuente de la vida, valor, fortaleza, alegría y sobre todo esperanza, para un nuevo comienzo. Sólo para quien ya no tiene esperanza ha sido dada la esperanza, dada no solo con palabras, sino con gestos elocuentes, acompañando a muchos, que la crisis los ha puesto al borde del abismo y de la desesperación.

Es necesario redescubrir lo esencial del bien común, en plena pandemia fue ese gesto de responsabilidad de todos, ha consistido hacerse cargo del peso del otro, para evitar que el virus circulara y se transmitiera sobre todo a los más vulnerables. Esa responsabilidad y esperanza, se debe tornar en solidaridad, concienciarnos de la injusticia global y despertarnos para escuchar el clamor de los más necesitados, no solo en la pandemia, sino dar pasos para una sociedad más justa. La solidaridad encierra en su significado, un elemento profundo e intangible: lo común. Es aquello que nos une y engrana, desde el respeto y la empatía, para sumar esfuerzos y actuar como un todo. Ahora, es el momento de actuar unidos, con solidaridad podemos superar todas las crisis que estamos viviendo. En el fondo de nosotros sabemos que esta crisis puede ser una oportunidad para impulsar ese cambio que todos esperamos. La esperanza puede vencer al miedo, un nuevo impulso de altruismo puede vencer al cierre egoísta, una activa solidaridad con los más necesitados puede vencer a la soledad (W. Kasper)

 

Seducidos por la muerte

Por Juan Antonio Mateos Pérez

Nombrar mal las cosas es añadir desgracia en el mundo.

Albert Camus

La eutanasia, que se había propuesto como solución necesaria para unos pocos casos extremos, se había convertido en una manera casi rutinaria de tratar la ansiedad, la depresión y el dolor en pacientes graves o terminales.

Herbert Hendin

El debate en torno al final de la vida humana constituye una de las discusiones más intensas dentro del campo de la Bioética. Hoy no es fácil hablar de la muerte, pero de alguna manera nos toca y nos roza a lo largo de nuestra existencia. Vivir la muerte no ha sido nunca una novedad, se ha integrado tradicionalmente en la cotidianidad de la vida. Era la culminación de la existencia y, en otras épocas, el individuo se preparaba para el buen morir (ars moriendi), despreciando todo tipo de banalidades y procurando una muerte en paz

Así la muerte no es sólo un fenómeno biológico, también ontológico, un modo de ser y poder ser. Esa imposibilidad de ser, provoca en nosotros angustia.  En el hondón de nuestra existencia, la muerte es la no respuesta, esa realidad que nos desnuda de toda desnudez, es el silencio de la angustia que nos hace sentir nuestra fragilidad y nuestra finitud. El miedo a la muerte, es lo que más doblega al individuo, lo mete en sí mismo y sólo tiene su propia referencia.

En nuestras sociedades tecnificadas, los grandes avances producidos en medicina durante el último siglo han permitido retrasar la muerte hasta extremos no hace mucho insospechados. La implantación y el uso generalizado de las técnicas de soporte vital, así como la posibilidad de los trasplantes de órganos, respiradores artificiales, máquinas de diálisis, etc., además de salvar numerosas vidas, puede que también condenen a otras a una muerte más lenta.

Nuestros seres queridos mueren a una edad muy avanzada, apenas en casa. La necesidad de tratamiento prolongado, las unidades de reanimación, de paliativos, etc., hace que el hospital sea el nuevo escenario del último adiós. El personal del hospital, la funeraria, se hacen cargo del difunto, pero se atrofia la capacidad de sufrimiento, preocupados en mil cosas, la muerte se disuelve en el devenir de la vida, cono lo que se banaliza, como una forma de huir y detener el tiempo.

Por otro lado, en los últimos años se ha desarrollado el derecho a la autonomía del individuo en las decisiones, todavía más en lo que tiene que ver con la salud y la enfermedad de las personas. Comentaba el filósofo Stuart Mill: “sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano”. La autonomía, en cuanto capacidad de decidir, es uno de los elementos definitorios de las diferentes prácticas sobre el final de la vida humana y está detrás de gran parte de las leyes que afectan a la misma, como todas las cartas de derechos de los enfermos, las leyes de autonomía de los pacientes, el consentimiento informado y los diferentes textos comúnmente llamados de testamento vital.

En este contexto surgen asociaciones que defienden el derecho a morir. Sus principales tareas son de información sobre cuestiones relacionadas con la eutanasia, favorecer la cooperación entre asociaciones, celebrar congresos y conferencias relacionadas con la muerte y el derecho a morir, todas las asociaciones tienen en común afirmar y defender el derecho de los enfermos al respeto a su autonomía y a su capacidad de decidir morir si así lo desean. Estos movimientos y asociaciones han tenido una fuerte influencia en muchas de las legislaciones en lo referente al final de la vida. También en España, han elaborado un documento de Voluntades anticipadas o Testamento vital adaptado a cada comunidad autónoma.

Ante el debate sobre la eutanasia en nuestro país y sobre una posible futura ley, quisiéramos presentar un libro de Herbert Hendin, Seducidos por la muerte. Médicos, pacientes y suicidio asistido. Un libro que se publicó en nuestro país en la editorial Planeta y se ha vuelto a reeditar en la editorial Mercurio por la “Plataforma Cuidando”. Es una obra imprescindible para la ciudadanía ya que se puede formar un criterio sobre un tema tan delicado, partiendo de situaciones concretas de enfermos, y las dificultades que surgen por la aplicación de la eutanasia en otros países que ya existe.

El debate sobre la eutanasia suele girar en torno a casos límite. Pero la ley se hace para la generalidad, y por eso es necesario atender a los resultados de los pocos países que la han legalizado. Así lo hizo el Dr. Herbert Hendin, al estudiar sobre el terreno la experiencia de Holanda, y donde habló con sus principales promotores. Hendin es catedrático de Psiquiatría en el New York Medical College y una autoridad en la prevención del suicidio.

Comenta en su libro, que la eutanasia y el suicidio asistido han sido invocados como medios para proporcionar a los enfermos un control más grande sobre la muerte y mejorar así las circunstancias en las que mueren. Pero una vez analizada la experiencia de la eutanasia en Holanda, se pregunta ¿eso realmente es así? ¿cuánto de la decisión recae en el enfermo y cuánto en el médico?. Comenta el autor que cuanto más investigaba sobre el tema en Holanda y más sabía, más impactado quedaba, no solo por elevado número de muertes equivocadas, sino por la insistencia holandesa de defender lo que parecía indefendible.

Como en Holanda la asistencia sanitaria está garantizada para todos, la eutanasia se situaba allí en un contexto en el que los pacientes tendrían como alternativa unos cuidados paliativos mejores que los que tenemos en Estados Unidos, comenta el autor del libro. Pero me di cuenta de que esto no era cierto, y de que además la aceptación de la eutanasia estaba llevando precisamente a que se descuidara el desarrollo de los cuidados paliativos.

La eutanasia, que se había propuesto como solución necesaria para unos pocos casos extremos, se había convertido en una manera casi rutinaria de tratar la ansiedad, la depresión y el dolor en pacientes graves o terminales. Comenta el autor, que lo que ha visto después en Holanda y Estados Unidos, se ha convencido de que hay que evitar la legalización de la eutanasia porque los cuidados paliativos se descuidarían y empeorarían.

En Holanda, al contrario de que esperaban los promotores de la misma, no aumentó el poder de los pacientes, sino de los médicos. Estos pueden proponer la eutanasia, lo cual tiene una gran influencia en la decisión del paciente, pueden ignorar la ambivalencia del paciente, pueden dejar de proponer alternativas y pueden matar a pacientes que no lo habían pedido.

El autor del libro, Herbert Hendin, partidario de la eutanasia y el suicidio asistido, al estudiar el sistema holandés, se ha convertido en detractor de la misma. Confiesa que es imposible regular la eutanasia y que la desinformación sobre el tema es muy grande, incluso entre el colectivo médico. Entre los médicos, los más opuestos a la legalización son los especialistas de cuidados paliativos, los que cuidan a pacientes mayores y los psiquiatras con experiencia de pacientes suicidas. La práctica de la eutanasia en Holanda ha pasado de los enfermos terminales a los crónicos, de las enfermedades físicas a las psíquicas y de la eutanasia voluntaria a la involuntaria.

Un libro necesario no solo para entender el debate sobre la eutanasia, sino para valorar que antes que la muerte digna, hay que garantizar una vida digna. La información y la decisión auténticamente libre, sin condicionantes sociales, laborales, de cuidados, es fundamental para hablar de la eutanasia. En una sociedad tan envejecida como la nuestra, una ética del cuidado y de la responsabilidad, así como un buen sistema de cuidados paliativos, debe preceder a cualquier debate sobre la eutanasia.

 

Más allá del virus

Juan Antonio Mateos Pérez

Si elegimos la desunión, la crisis se prolongará y probablemente dará lugar a catástrofes aún peores. Si elegimos la solidaridad global, será una victoria no sólo contra el coronavirus, sino contra todas las futuras epidemias y crisis que podrían asaltar a la humanidad en el siglo XXI.

Noah Harari

La democracia continuará existiendo en medio de situaciones que nos van a obligar más y más a estados de emergencia, lo que conducirá a un decrecimiento del poder legislativo en aras de un ejecutivo reforzado que gobernará con más decretos. Y todo, a costa de la seguridad

Gilles Lipovetsky

Llevamos ya cinco semanas de confinamiento y hemos dejado muchos amigos y conocidos en el camino. Es el momento de mirar desde el silencio, buscar en nuestra fuente interior para encontrar nuestra identidad y poder ver la realidad con los ojos de la razón, pero también del corazón. La experiencia de silencio interior acrecienta la confianza y la esperanza, para decir que el hombre es más que el hombre.

Los problemas de salud pública, nos están haciendo repensar la sociedad en la que vivimos, según Richard Sennett. Estamos viviendo una inflexión histórica, nuestra realidad está cambiando y debemos desplegar la resiliencia para adaptarnos a los cambios, valorando las dificultades y las oportunidades, no perdiendo el sentido profundo de la vida.  La crisis vírica está cambiando nuestra forma de relacionarnos, la intersubjetividad ha formado parte de nuestro ser en el mundo y no podemos vivir aislados, la capacidad de relacionarnos y remar juntos en la misma dirección es lo que nos ayudó adaptarnos y poblar la tierra.

Hemos estado viviendo una “globalización de pies de barro”, una globalización sin esperanza, donde una “economía virtual”, financiera y especulativa, sin fábricas, sin bienes, sin trabajadores, ha dejado a millones de personas condenadas al hambre y la pobreza. Los procesos económicos liberalizan, desregulan, privatizan, avasallan la dignidad humana. Han castigado a la sociedad y a sus trabajadores y no han respetado el planeta. Han debilitado progresivamente la autoridad gubernamental de los Estados con su economía de casino y ruleta, provocando inquietud y certidumbre. Todo ello, ha provocado enfrentamientos y violencia, incontrolados movimientos migratorios y pérdida de los derechos más elementales del ser humano.

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Una solidaridad nueva

 

Por Juan Antonio Mateos Pérez

“Toda vida verdadera es encuentro… Cada uno de nosotros hemos sido un nosotros antes de ser un yo”

Martin Buber

“La solidaridad nace en la experiencia del encuentro afectante con la realidad del otro herido en su dignidad de persona y que se nos manifiesta como no-persona desde el momento en que es tratado como cosa, como excluido, como nadie”

  1. L. Aranguren

Nos creíamos que estábamos inmunizados para todo tipo de tragedias, parecía que estaban lejos, más allá de los mares, en África o en Asia, en otros mundos. Como mucho, nos podía tocar el drama de los inmigrantes en las fronteras, pero nos parapetábamos detrás de los muros, en nuestras tareas cotidianas, inmunizados contra el dolor en nuestro individualismo intrascendente.

Ahora, estamos en “cuarentena social”, aún más aislados, con el pánico y el miedo; miedo al contagio, miedo a la muerte, miedo de una posible crisis, de pérdida de empleos, caída de las bolsas. Cuando estoy escribiendo este artículo, las cifras van en escalada libre, casi 40.000 personas afectadas y 2700 fallecidos, superando los 500 muertos en un día. La vieja Europa, se vuelve más vulnerable. En estos momentos es el epicentro de la pandemia, parapetada en sus fronteras, cada país encerrado en sí mismo y sin una política común contra el virus. Tampoco se aprecia en nuestro propio país, donde se ofrece un apoyo con la “boca chica”, para luego ahondar en la crítica o en la búsqueda del provecho político.

Por otro lado, están los ciudadanos encerrados en sus casas, con la perplejidad que corresponde ante una situación jamás vista por la mayoría. Ahí está presente, no muy lejana, así no la contaban nuestros padres, muchos de los que han muerto estos días, la gripe olvidada de 1957. En plena Guerra Fría, cuando el mundo estaba al borde de una catástrofe nuclear, la gripe puso a prueba los sistemas sanitarios con cerca de un millón de muertos.

Es un momento que nos obliga a relativizar muchas cosas innecesarias y accesorias para encontrarnos con lo esencial, como el valor de la vida, la amistad, el amor y la solidaridad. También es un momento para la pregunta por el sentido, que forma parte de lo esencial de la existencia. Vivimos despojados y desnudos de nuestra dimensión espiritual, cegados en la oscuridad de lo cotidiano, habíamos perdido el verdadero sentido de nuestro ser. Se han caído muchos asideros y en medio de ellos, nos viene a la mente aquel grito de A. Camus de su obra la Peste “Lo urgente es curar”. Con él, asumimos lo absurdo de esta realidad que estamos viviendo y de forma espontánea cada día, muchos se ofrecen a la compasión y la solidaridad, en cientos de iniciativas de ciudadanos no solo en nuestro país, sino de todos los lugares del mundo. Iniciativas de compartir, lo que son y lo que tienen.

Solamente despojándome de mi yo, puedo hacerme cercano, escuchar el clamor de los más necesitados y descubrir sus sufrimientos. No tenemos respuestas claras para los males de este mundo, el mal es oscuro en sí mismo. Es incomprensible, es lo más irracional, incluso un misterio. El ser humano tiene que atreverse a pensarlo todo, incluso lo más recóndito del sentido del mal, aunque siempre de una manera humilde y modesta.

Hay un mal inocente, provocado por las fuerzas incontrolables de la naturaleza; y un mal moral responsable y culpable producto del mal uso de la libertad humana. Es en estos momentos, cuando surge la pregunta ¿Por qué Dios permite y calla?, no lo sabemos. Algún día, más allá de esta vida, me gustaría preguntarle, como hizo el bueno de Job. Hans Jonas, el filosofo judío alemán, después de Auschwitz, se hace la misma pregunta ¿Quién es ese Dios que pudo dejar hacer?, recurre al mito de la creación, Dios renunció a su propio ser, para dejar lugar al mundo. Sin su retraerse de sí mismo, nada habría fuera de Dios. De alguna manera, renuncia a su omnipotencia y se convierte en un “Dios sufriente”.

Dios ha renunciado a su omnipotencia, pero no a su bondad. Dios se deja afectar por el sufrimiento sin estar sometido a él, forma parte de la omnipotencia, o mejor como nos apunta W. Kasper o el filósofo Kierkegaard, es la omnipotencia del amor o de la misericordia. Dios ha renunciado a la omnipotencia en favor de la autonomía del hombre y de la libertad del mundo. Allí donde el hombre sufre, Dios sufre con él. Es el hombre quien tiene la responsabilidad de decidir, si se deja dominar por el mal o preserva en él la chispa divina, que transforma su corazón y le inclinan a la misericordia y al amor.

¿Dónde está Dios? En todos los que están sufriendo, en todos los crucificados; en los médicos y en las enfermeras; en los sanitarios que atienden en las casas, en los policías que colaboran para solucionar el problema en las calles de las ciudades o de los pueblos; en las empresas o personas que colabora fabricando mascarillas, jabones y guantes; en los que ayudan a desinfectar las residencias de ancianos; en los que están fabricando de forma altruista respiradores con impresoras en tres dimensiones; en los que ayudan a sus vecinos y personas ancianas a realizar la compra o adquirir medicamentos. Esta epidemia de solidaridad de tantos, a pesar del encierro y en condiciones difíciles, es la mejor forma de ser persona.

Desde estas páginas queremos hacer un “elogio de la solidaridad”, que surge de los anhelos más profundos de la fraternidad humana y, es el humus necesario para transformar la sociedad y respetar su dignidad. En estos días hemos visto muchos ejemplos de solidaridad y a pesar del mal, pedimos que la tragedia nos traiga una nueva forma de relacionarnos, de vivir la fraternidad y la amistad. Porque la solidaridad es la actitud básica para hacer un mundo más justo y habitable en una sociedad globalizadora que esconde y olvida a tantos indefensos. Se necesitan personas que hagan de la solidaridad una virtud, que se encarne en sus vidas, como en estos días de la pandemia. Necesitamos personas que desplieguen la lógica del compartir y del servicio, como en aquel compartir los panes y los peces, brotando de la solidaridad y la fraternidad, la abundancia para todos.