La Buena Noticia del Dgo. 3º Pascua-A

Reconocer a Jesús

Lc 24, 13-35

Los discípulos de Emaús se alejan de Jerusalén tristes y desanimados porque han matado al maestro querido. En el camino se encuentran con Jesús a quien no reconocen. El les escucha con atención y les explica las Escrituras.

Esto les caldea el corazón y también se les abren los ojos y reconocen a Jesús cuando en la cena les parte el pan, lo bendice y se lo da. Vuelven contentos a Jerusalén para comunicar a la comunidad que el Señor está vivo y lo han reconocido al partir el pan.

Los cristianos hemos de recordar más a Jesús, abriendo más los ojos de nuestra fe y descubriéndolo vivo entre nosotros. ¿Nos reconocen a los cristianos por compartir nuestro pan, nuestro tiempo, nuestra solidaridad y nuestra alegría? ¿Re conocen los demás a Jesús por nuestras palabras y nuestros gestos?

Lectura de la Palabra

Lc 24, 13-35

 Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Jesús les dijo: -¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: -¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días? Él les preguntó: -¿Qué? Ellos le contestaron: -Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición  de ángeles que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.

Entonces Jesús les dijo: -¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explico lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos lo apremiaron diciendo: -Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él despareció. Ellos comentaron: -¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros que estaban diciendo: -Era verdad. Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.

COMENTARIO A LA LECTURA:

                               NO HUIR A EMAÚS

No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida de verdad en construir una sociedad más humana.

La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos». La perciben como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano. La sienten con frecuencia triste y aburrida, y de alguna manera intuyen –con el escritor francés Georges Bernanos– que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».

La tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron, incluso de manera ruidosa: hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no en la Iglesia. Otros se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y sin hacer ruido»: sin advertirlo apenas nadie se va apagando en su corazón el afecto y la adhesión de otros tiempos.

Ciertamente sería un error alimentar en estos momentos un optimismo ingenuo, pensando que llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la Iglesia. Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, hundidos en la decepción y el desencanto.

Hemos de aprender la «lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza en Jesús.

Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por él y ahondando en su mensaje, allí se hace presente el Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el Evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón». Donde unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la eucaristía, allí está el Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.

Por muy muerta que aparezca ante nuestros ojos, en esta Iglesia habita el Resucitado. Por eso también aquí tienen sentido los versos de Antonio Machado: «Creí mi hogar apagado, revolví las cenizas… me quemé la mano».

Por José Antonio Pagola

TESTIGOS DE LA PALABRA

Juan de Dios Martín Velasco (1934-2020)

Ha muerto Juan de Dios, hombre de mística, testigo de una iglesia que pudo haber sido distinta

Por Xavier Pikaza

 Con él se va y queda la mejor memoria del pensamiento católico español de finales del siglo XX y principios del XXI. Había nacido en Santa Cruz del Valle, Ávila, pero ha sido siempre madrileño, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca (campus de Madrid), Rector del Seminario de Madrid.

Pudo haber sigo el gran Arzobispo de Madrid en los últimos decenios del siglo XX y principios del XXI, tras la jubilación del Cardenal Tarancón (el año 1983), era el preferido de gran parte del clero, hubiera sido el hombre clave de la Iglesia española, pero quedó quedó relegado por razones de política eclesial (en su lugar fueron nombrados primero A. Suquía y luego Rouco).

La iglesia española tomó otro rumbo eclesial, no fue lo que podría haber sido, ni en un plano espiritual, ni intelectual, ni humano…  Otros personajes de esa iglesia hispana de finales del XX y principios del XXI pasarán, quedarán olvidados, incluso relegados… Pero J. Marín Velasco seguirá presente y será una referencia para  la renovación evangélica, religiosa, pastoral e incluso social de la Iglesia en los próximos decenios. Una parte considerable de lo mejor de la Iglesia de Madrid, todavía hoy, depende de lo que ha sido y ha hecho, con su pensamiento y con su vida el profesor y amigo J. de Dios Martín Velasco

He sido colega y amigo suyo durante 30 años (del 1973 al 2003) en la Universidad Pontificia de Salamanca. El fue por decenios el «alma» del Institudo de Pastoral de Madrid… Yo enseñaba en la sede de Salamanca.  Nos vimos con mucha frecuencia, incluso habíamos proyectado un estudio en conjunto sobre Dios, él en perspectiva de fenomenología de la religión, yo desde la Biblia. No pudimos realizarlo.

En su «despedida académica» le hicieron un homenaje con publicación en la Univesidad Pontificia de Salamanca (Nostalgia de Infinito. Hombre y religión en tiempos de ausencia de Dios. Homenaje a Juan Martín Velasco, Verbo Divino, Estella 2005). Le escribí una carta lamentando que no me hubieran invitado, tenía algo que decirle… Me contestó que no lo lamentara, que las relaciones personas, intelectuales y cristianas están por encima de esos «homenajes políticos» de las instituciones.

Por eso quiero dedicarle hoy una palabra de recuerdo académico… que no ha sido escrita como panegírico funerario, sino que forma parte de mi Diccionario de Pensadores Cristianos (Estella 2012). Adiós, Juan. Buen día, buena pascua eterna en manos del Padre

Lo que Romero dijo de Rutilio

 Rutilio Grande: una luz en el camino

 “Rutilio como hombre hubiera muerto hace un año, pero como cristiano no puede morir. Lo ha iluminado la luz inmortal de Cristo; en su conciencia hay un compromiso que se encontró con él como el ciego de nacimiento, que cada día podía postrarse ante Cristo para decirle: Sí, Señor, creo en ti, te sigo a ti, mi doctrina es cristiana, mi liberación es la del Evangelio, yo no quiero que me confundan mi libewración con otras líneas meramente temporalistas. Quiero ser el cristiano que entregó una esperanza del verdadero progreso de esta sociedad, que no encontrará en la tierra un paraíso, pero que ya quiere reflejar en la tierra ese paraíso hacia el cual camina. Es un Reino de Dios que ya trabaja entre los hombres y que los hombres no quieren aceptar y que es necesario, aunque se muera mártir, predicarlo, aceptarlo”. (Hom. 5.03.1978)

 Las homilías de Rutilio

 Una voz que grita en el desierto

 La predicación de la Palabra de Dios: una palabra oportuna

 Creo que ésta es una de las principales cualidades de las homilías de Rutilio Grande.   Y es que no se trata simplemente de predicar, sino de hacerlo en el tiempo y lugar oportunos. Hablar cuando hay que hablar. Un sacerdote es expulsado del pais y shí se hace presente Rutilio Grande, en el atrio de la parroquia de Apopa para dirigir una memorable homilía en la que denunció el atropello brutal al que estaba entonces sometido el pueblo. A esto es a lo que llamamos una palabra oportuna, que habla cuando hay que hablar, en los momentos en los que el pueblo espera una palabra de aliento, de denuncia y de orientación.

Rutilio Grande es invitado a predicar en la fiesta patronal del Divino Salvador del Mundo, donde están las autoridades civiles y religiosas del país, el presidente del Gobierno y sus ministros, así como todos los obispos del país; y él aprovecha esta “oportunidad” no para hacer una predicación de lucimiento personal, o una predicación para salir del paso, sino que , sabiendo que se trata de un momento clave en la vida y la historia del país, hace ante las autoridades políticas, militares y religiosas las denuncias que es necesario hacer. Esta homilía le costó el rectorado del Seminario Mayor de San José de la Montaña y una llamada del presidente a casa presidencial. La homilía de Apopa denunciando la expulsión del P. Bernal le costó la vida.

Esta es la lección que nos deja Rutilio: saber ser oportunos –que nada tiene que ver con ser oportunistas. Es decir, arriesgarse a hablar cuando lo más cómodo es callar. Atreverse a decir una palabra en las circunstancias críticas que requieren, precisamente por ser situaciones límite, de la palabra alentadora y orientadora.

CELEBRACION DOMINICAL EN LAS CASAS

3º PASCUA  A  20  VIRUS.

Preparar: Biblia, vela, flores, cartel, etc.

Cantos: -Alegre la mañana… -Este es el día en que actuó en Señor…                            Te conocimos Señor al partir el pan…

Ambientación: (Quien preside o anima la celebración)

Decían que este domingo iba a ser el último en el que no podíamos ir a misa en la iglesia porque seguíamos encerrados en casa. Ojalá que el próximo domingo ya podamos por  fin celebrar nuestra misa en la iglesia como hacíamos antes. Ojalá. Hoy todavía vamos a rezar en casa. Lo haremos como buenamente sepamos. /// Cuenta el evangelio de hoy cómo Jesús recuperó a dos cristianos que se habían borrado de la comunidad y que se volvían a su pueblo desanimados. Para recuperarlos Jesús les salió al camino y ellos descubrieron a Jesús resucitado al partir el Pan. Entonces regresaron corriendo otra vez a la comunidad. Pues eso es lo que vamos a meditar nosotros hoy. Bienvenidos a esta oración. Que os sintáis a gusto y que disfrutéis.

Comenzamos: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

OREMOS:

Dios padre bueno, te pedimos que tu pueblo esté hoy muy contento al verse renovado por el Espíritu Santo que derramaste sobre nosotros en nuestro bautismo, y que la alegría de la Pascua reanime también nuestra fe con la resurrección de tu hijo Jesús que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén

 LECTURA.

Vamos a leer el evangelio de la misa de este domingo. Es un trozo del evangelio de San Lucas. Dice así:

 Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Jesús les dijo: -¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: -¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días? Él les preguntó: -¿Qué? Ellos le contestaron: -Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición  de ángeles que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.

Entonces Jesús les dijo: -¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explico lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos lo apremiaron diciendo: -Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él despareció. Ellos comentaron: -¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros que estaban diciendo: -Era verdad. Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.

 Palabra del Señor.

 COMENTARIO A LA LECTURA.

 El evangelio de hoy habla de dos cristianos muy desanimados. (Seguro que serían marido y mujer). Estaban tan desanimados que abandonaron la comunidad de los cristianos y se volvían a su pueblo muy tristes. Habían visto cosas muy bonitas al lado de Jesús. Decían que Jesús había sido «un profeta poderoso en obras y pala­bras». Querían decir que fue un hombre maravilloso, pero que lo habían matado en una cruz y ahí se acabó todo. Sus amigos lo pasaron muy mal. Decían: “nosotros creíamos que iba a ser el futuro liberador de Israel pero ya han transcurrido dos días y no ha pasado nada”. Era verdad que unas mujeres habían venido diciendo que el sepulcro estaba vacío, pero no había otras noticias más sólidas. ¿Qué estaba pasando en aquella comunidad? Pues que eran un grupo pequeño de seguidores de Jesús que estaban llenos de dudas y de miedos. Aguantaban como podían, pero algunos ya estaban pensando en marcharse. Les parecía que lo de Jesús había sido algo muy bonito mientras duró, pero que lo habían matado y ya se había terminado todo. Pero mientras tanto, el amor de Dios no descansa. Dice el evan­gelio que «Jesús en per­sona se les acercó y se puso a caminar con ellos”, pero que ellos no lo reconocieron. Entonces Jesús les fue dando una catequesis tan bonita que dicen ellos que “ardía su corazón». Les diría cosas preciosas. Pero luego ya sabéis lo que pasó: que invitaron a Jesús a quedarse con ellos. Es que ya eran muy tarde para seguir caminando y resulta que lo reconocieron al partir el pan. Lo reconocieron. Entonces se dieron cuenta de todo. Parece que Jesús tenía un estilo muy particular para partir el pan. Debió ser un chispazo de luz. Y aunque ya era de noche, regresaron a otra vez a la comunidad de Jerusalén corriendo. Iban contentísimos a contar su secreto. Pero para entonces en la comunidad ya todos sabían que Jesús estaba vivo. Estaba resucitado. Todos lo sabían. Pensad que nosotros ahora somos la comunidad de Jesús. Aquí estamos encerrados en esta casa por la crisis del coronavirus. Pero sabéis que hay mucha gente que ahora mismo también se han borrado de la iglesia. Las iglesias se están quedando vacías, no por el coronavirus sino porque hay mucha gente muy desanimada, como los de Emaús. Pero nosotros no nos vamos. Nosotros también hemos pasado por algunos desánimos, pero no nos hemos borrado de la iglesia. No nos borramos. Que Dios nos ayude a seguir adelante y que siempre sintamos al Señor que nos sale al paso por los caminos de la vida.

(Silencio meditativo)

 Oración de los fieles.

Estamos en el tercer domingo de Pascua celebrando la Resurrección del Señor. Todavía estamos haciendo esta oración en casa porque aún tenemos encima el ataque de un virus que nos está haciendo mucho daño. Pues hoy también le pedimos al Señor que nos ayude a salir de esta crisis para que podamos celebrar felices la resurrección y el cariño inmenso del Señor. A cada petición le decimos:

-Jesús resucitado, ayúdanos.

Todos: -Jesús resucitado, ayúdanos.

 -Empezamos rezando por todos los que han muerto en esta crisis. Para que Dios los lleve a la vida de Jesús resucitado. Oremos.

-También rezamos por todos los que están enfermos y que lo están pasando muy mal. Que Dios les dé fuerzas para salir de esa enfermedad y que vuelvan otra vez a vivir felices y contentos con sus familias en sus casas. Oremos.

-También pedimos por todos los que hacen funcionar el mundo: los sanitarios, los que atienden las residencias de ancianos, los militares que desinfectaban las ciudades, los de las funerarias que llevaban los cadáveres, los que producen los alimentos y todos los que trabajan duro por los demás. Oremos.

-También pedimos por nuestro pueblo y por nuestra parroquia, para que en este tiempo de crisis vivamos con intensidad el amor a Dios y el amor a nuestros hermanos. Oremos.

-Por todos los pobres del mundo, por los refugiados, por los emigrantes y por todos los que sufren, para que Jesús resucitado nos ayude a hacer otro mundo más justo y más humano. Oremos.

-Y si queréis hacer alguna petición más podéis hacerla…. Oremos:

Jesús resucitado: concédenos tu Espíritu que nos dé fuerzas para poder vivir siempre como hijos de Dios. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

PADRE NUESTRO.

Estamos terminando esta oración en casa. Puede ser que sea la última de esta crisis por el coronavirus. Quizás.

Y la vamos a terminar, como siempre: recordando que Dios es nuestro padre que nos quiere entrañablemente porque somos sus hijos. Pues con el cariño de los hijos rezamos la oración que Jesús nos enseñó:

Padre Nuestro.

Y terminamos pidiéndole que …..

Dios nuestro Padre que por la resurrección de Jesús nos ha hecho hijos suyos, que hoy nos llene de sus bendiciones. Amén.

 -Y ya que por el bautismo nos ha llamado a vivir en una comunidad de hermanos que es la iglesia, que por su bondad nos conceda también vivir siempre felices a su lado. Amén

 -Y así como hoy nos sentimos contentos y felices de poder celebrar la resurrección de Jesús, que hoy también sintamos en nosotros la fuerza de su Espíritu para vencer la epidemia que nos ataca. Amén.

 Y que el Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna. Amén.

 Podemos ir en paz porque hemos terminado nuestra oración de hoy.

X. ZUBIRI: CAMINO DE DIOS, EXPERIENCIA CRISTIANA

Por X. Pikaza

 Xavier Zubiri (1898-1983) ha sido el más importante de los pensadores religiosos hispanos del siglo XX, el cristiano más significativo de España en los dos últimos siglos.

Su figura corre el riesgo de olvidarse entre «habladurías» e intereses de partido. Por eso es importante que la UPSA de Salamanca haya celebrado (19-21 enero 2023) un Congreso sobre su teoría de conocimiento.

Pero si tiene conciencia de su dignidad, ese Congreso (uno mucho más importante) tendría que haberlo organizado el episcopado español, toda la iglesia, ocupándose de su figura intelectural y de su aportación al pensamiento cristiano, como presbítero secularizado al servicio de la verdad y de la libertad personal, como científico, filósofo y pensador cristiano, un gigante abierto al principio, a la esencia y al futuro del evangelio, en un mundo que corre el riesgo de perder su identidad (su realidad) entre apariencias e intereses de mentira.

Algo le conocí, y por eso quiero escribir esta postal algo técnica, que consta de tres partes. (1). Introducción, mi encuentro con Zubiri. (2) El camino de Dios. (3) La experiencia cristiana.

1. MI ENCUENTRO CON ZUBIRI

Tuve la oportunidad de conocerle, desde mis años de estudiante, a través del magisterio de J. M. D. Varela y A. López Quintás. Más tarde pude dialogar con élpersonalmente a través de colegas y amigos como I. Ellacuría. 

En los años 1974-1976, con varios colegas (González de Cardenal, Martín Velasco y R. Blazquez) participé en un seminario sobre filosofía/teología que él organizaba en la Casa de las Siete Chimeneas, Banco Urquijo, de Madrid, conversando con él, con cierta extensión. 

Me llamó su gran amigo y comentarista I. Ellacuría, para decirme «Zubiri está leyendo con gran interés tu libro sobre «Praxis marxista y evangelio de Jesús» (1977), no porque él sea marxista, que no lo es, sino porque está empeñado en el conocimiento de la realidad social y, especialmente del hecho histórico.

Le importa mucho el análisis de la sociedad, teniendo en cuenta la «toma de realidad» del marxismo, y sus posibles conexiones con la visión bíblica del hombre y de la historia, en sentido material-vital, para superar, desde el cristianismo una visión idealista (más griega) de la vida, tal como ha sido cultivada por el cristianismo y especialmente por la iglesia católica, que está perdiendo sus raíces vitales. Me dice que no has precisado aún tus intuiciones, pero que vas por buen camino. 

Como se sabe, el análisis de la realidad histórico le interesó muchísimo a Ellacuría, partiendo de las posibilidades que el pensamiento de X. Zubiri ofrecía para conocer los componentes «reales», políticos y económicos de la iglesia y del mundo. Por estudiar y presentar esos temas de un modo radical (conforme a los principios de Zubiri), desde la Universidad del Salvador fue asesinado más tarde Ellacuría (1989).

Pero más que ese tema de análisis social, en la línea que estaba proponiendo Ellacuría, le interesó a Zubiri mi visión del «realismo humano del cristianismo», tal como yo lo había expuesto en mi libro Los orígenes de Jesús (1976).

Supe que Zubiri está leyendo con sumo interés ese libro y pudimos con extensión sobre ello. Zubiri había subrayado y comentado al margen de las páginas muchas afirmaciones de mi obra, las mismas por las cuales fui apartado de la enseñanza oficial el año 1984 (así podrá ver quien pase por la casa y biblioteca de la Fundación Zubiri de Madrid, donde se encuentra actualmente aquel libro).

Zubiri ha sido (para mí) el lector más interesado y penetrante de mi obra. Nos entendimos bien, por vascos, porque teníamos una visión semejante de la religión y de la iglesia, y porque él sabía que me estaban criticando (y temía que me marginaran) por las cosas que decía aquella obra. 

Me animó a seguir adelante, llegando a la raíz de los temas; me invitó a conversar con él cuando quisiera, a pasar por su casa, a precisar algunos temas sobre la humanidad divina de Jesús (superando la dualidad helenista hombre «y» Dios), sobre la identidad o social de su mensaje sobre las personas en Dios… y especialmente sobre la forma en que el «hijo de Dios» se (es) hace persona histórica en Jesús.

Yo estaba por entonces muy ocupado (pre-ocupado) por las derivaciones de mi obra cristológica y trinitaria, tenía cierto miedo a molestarle, y no pasé a conversar con él tanto como hubiera querido. Pero su recuerdo, su vitalidad, el interés que ponía en mis problemas teológicos me han seguido sosteniendo en momentos posteriores más difíciles. 

Tras su muerte seguí estudiando y comentando su pensamiento, aunque no he sido nunca «zubiriano » (ni él lo quería. Me tenía cierta admiración por lo que pensaba que yo sabía de Biblia y la Teología pura! Así me lo dijo varias veces: Me hubiera gustado ser teólogo como tú…).

Nunca he formado parte de los círculos «zubirianos», pero en varios de mis libros introduje sus temas obra. He dirigido tesis dos sobre su pensamiento… Me ha apasionado y me sigue apasionando su figura humana y religiosa de hombre marginado por cierta iglesia oficial, cristiano libre en exilio, gran orante, muy comprometido por el evangelio de la verdad, en un contexto de mediocridades e intereses creados

Quizá mañana o pasado comente su visión de la Trinidad con la de J. Ratzinger. A continuación presento dos notas eruditas sobre su pensamiento, una del Diccionario de Pensadores Cristianos y otra de mi libro sobre El Fenómeno religioso. Sigan leyendo sólo los que están interesados por cuestiones más técnicas. Los demás pueden terminar aquí mi «postal». Buen domingo a todos. 

ZUBIRI, XABIER (1898-1983). Diccionario de Pensadores Cristianos, Verbo Divino, Estella 2011, 954-959

Filósofo y pensador católico, de origen vasco. Estudió teología y filosofía, en Roma, Paris y Berlín. Fue ordenado presbítero católico, pero renuncio más tarde por razones personales, tuvo que abandonar la enseñanza universitaria. Ha sido quizá el más profundo de los pensadores hispanos de lengua castellana del siglo XX y el que más ha influido en algunos teólogos (→ Ellacuría, Antonio González). Aquí destacamos su visión de Dios (con su forma de entender la religión) y su estudio del misterio trinitario.

Experiencia religiosa, tres momentos básicos.

Desde su obra más antigua (Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1944), hasta algunos de sus últimos trabajos, publicados de manera póstuma, como El Hombre y Dios (Madrid1885), El problema filosófico de historia las religiones (Madrid 1993), El problema teologal del hombre (Madrid 1997), ha vinculado el tema de Dios con la religión, vinculada a los rasgos fundamentales de la experiencia humana. Lo divino no es algo añadido, que se pueda quitar y poner, sino un momento básico de nuestro itinerario de realización personal. Desde ese fondo se entienden los tres momentos del despliegue humano, que son implantación, misión y religación.

1. Implantación. El hombre hunde sus raíces en aquello (aquel) que le hace ser. Como árbol que arraiga poderosamente en tierra, desde el humus de una tierra que le acoge, sostiene y alimenta desde su raíz, así se despliega la existencia del hombre y la mujer. No es el humano un ser al que han tirado en las corrientes de un mundo que le arrastra y desarbola como viento, o le socava y le desliga como el agua (cf. Job 14, 18‑79). No está arrojado sobre el mundo, sino que tiene un fondo, un fundamento que le acuna, le alimenta y asegura. Ésta es su primera certeza ontológico‑existencial. Frente a las reducciones de una hermenéutica que sospecha de todo (Marx, Freud…), frente a la angustia de una analítica de la nada, que interpreta al humano como ente arrojado sobre el mundo (Heidegger), Zubiri apela a la confianza ontológica primera, en la línea de aquello que → C. G. Jung llamaría confianza originaria. El humano está implantado en la realidad, sobre un cimiento que le afirma, sobre tierra que le nutre, sobre madre que le acuna.

2. Misión. Del plano anterior, de tipo cósmico y materno, pasamos al nivel relacional. No estamos simplemente implantados en un suelo, como niño en brazos de la madre, sino que hemos sido enviados: nos han encargado una tarea y según ella debemos realizarnos. Crece el niño, se hace grande y no queda abandonado, sino que recibe una llamada que le exige responder: camina (deja de ser árbol), sale de su tierra y debe cumplir la tarea encomendada. La exigencia de cumplir una tarea convierte al humano en misión: se encuentra enviado a la existencia, o, mejor, la existencia le está enviando. No es que su vida tenga misión, sino que él mismo es misión. Dejamos así el plano cósmico y venimos al nivel personal de la llamada y de la realización personal, en libertad. Superamos la imagen vegetal del árbol bien plantado, para descubrirnos misioneros, portadores de una tarea que se identifica en realidad con nuestra propia vida. Ciertamente, en un sentido dependemos de la ley de evolución del cosmos, del azar o la necesidad de un mundo que incesantemente nos desborda. Pero, en el fondo de ese mundo y superando la ley de evolución de las especies, descubrimos dentro de nosotros mismos, una tarea infinitamente superior: nos han llamado a realizarnos en libertad, como personas. El humano es misionero porque Alguien le confía una tarea, es enviado porque Alguien le envía, le funda en libertad y le alienta en el camino de su realización. Éste es el momento clave de la analítica personal de Zubiri, éste el aspecto central de la experiencia religiosa (en las religiones monoteístas o proféticas): quien entienda su vida como misión y sepa que alguien‑algo le impulsa y apoya para realizarse, cumpliendo ese envío, tendrá abierto el camino para entender el misterio de Dios. Quien prefiera interpretar su vida como simple destino entenderá difícilmente el sentido de un Dios personal.

3. Religación estricta. Del plano cósmico‑biológico (implantación) y antropológico‑interpersonal (misión) pasamos al nivel de la existencia compartida. En un primer momento puede parecer que bajamos de nivel: habíamos subido de la implantación materna (sentirnos resguardados) a la misión personal, a la tarea de la libertad; ahora volvemos a perdernos en un todo sagrado que nos engloba y nos hace llegar a la plenitud. Así podría interpretarse este tercer momento en algunas religiones orientales. Pero, conforme a la visión de Zubiri, al ser implantado, el hombre no ha perdido los aspectos anteriores de misión y libertad, sino que debe realizarlos en plenitud. Libremente me han encomendado una misión, me han enviado; libremente me sostienen y acompañan. No estoy, por tanto, condenado a la muerte, no he de estar angustiado, como pensaba Heidegger, sino que estoy invitado a compartir la vida, desde la presencia del misterio que me habita y sostiene. Así vivo en religión. Religación (=religión) implica comunión en libertad. En la implantación yo me podía interpretar como pasivo (árbol sobre la tierra, niño en brazos de la madre). La misión podía hacerme aparecer como un héroe afanoso, cumplidor de una tarea infinita, sin meta ni sosiego, bajo la obligación de responder al encargo que me habían encomendado. Ahora, sobre la experiencia de implantación y misión (tarea de realización personal), descubro dentro de mí la presencia de Aquel que me implanta y envía.

Tales son los elementos del análisis existencial de Zubiri. Ellos descubren la fundamentalidad de la existencia humana. Quiera o no, lo acepte o quiera rechazarlo, el humano está implantado‑enviado‑religado o, dicho en una palabra englobante, está fundamentado, en experiencia de enraizamiento personal. La tradición ha dado un nombre al ser o realidad que fundamenta al humano: le ha llamado la deidad o lo divino. En esa línea, el tema Dios no es algo que se añade desde fuera a lo que somos; la religión no es un simple sentimiento confortante (consuelo psicológico), ni un incentivo práctico (principio de actuación), sino una dimensión formal o elemento constitutivo del propio ser humano

Marcha intelectiva. Un esquema de pensamiento integral

Zubiri no ha desarrollado temáticamente los momentos de ese análisis existencial en los escritos que él mismo publicó en su vida. Sin embargo, su obra póstuma ha mostrado que ese camino de despliegue religioso del hombres se concretiza y expresa a través de una marcha intelectiva (plano más racional) y de una experiencia fundamentante (plano más cercano al despliegue de la vida).

La marcha intelectiva traza una guía o camino y no una demostración de carácter discursivo. Zubiri no quiere probar la existencia de Dios, en una línea apologética, pero ha trazado un riguroso proceso intelectual que va conduciéndonos hacia la realidad que sustenta nuestra vida. De esa forma se sitúa dentro de la religión fundamental, es decir, dentro del fenómeno originario de lo religioso, antes de que venga a explicitarse en figuras o dogmas concretos. Lógicamente, los resultados de la marcha dependerán de la ruta que se escoja. Pero todos ellos presuponen una misma base de religación: “lo que anticipadamente aún llamamos ateísmo, teísmo o incluso agnosis son ya un acceso y contacto con el fundamento de la realidad”.

El humano es un ser en camino; la religión un modo de entender y recorrer ese camino, es decir, un modo de ser, en humanidad. De una forma u otra, quiera o no, el hombre está obligado a justificar (o expresar) intelectualmente el sentido de su relación con lo fundamentante. Como se viene diciendo desde → San Anselmo (fides quaerens intellectum), la fe o religión hacen pensar. Pues bien, la ruta intelectiva que Zubiri ha recorrido y que, a su juicio, es la que responde mejor a la riqueza y tarea de la vida humana, le conduce desde su propia realidad, como persona humana (esto es, como persona relativamente absoluta) a una realidad absolutamente absoluta, que es Dios.

Zubiri no ha querido demostrar la existencia de Dios (lo divino) en un nivel racionalista, pues ello sería contrario al ser de Dios y al mismo proceso religioso, sino que ha hecho algo previo: ha trazado el camino intelectivo que lleva, desde la existencia del hombre (realidad personal). Pues bien, mirado desde la perspectiva del hombre, que es ser personal, Dios no puede interpretarse como totalidad cósmica, destino ciego o como fondo inefable de lo finito, sino como absoluto personal y libre, con sus tres notas fundantes:

(a) Deidad. En un primer momento, por análisis rigurosamente discursivo, no demostrativo, podemos afirmar que la realidad implantadora, que funda nuestra vida, es deidad‑ultimidad. Lo divino se entiende aquí en sentido todavía general, sin precisar sus rasgos personales o distinciones.

(b) Realidad personal primera. La deidad nos envía a la existencia, con una tarea concreta. Así, en palabra clásica de la filosofía antigua, podemos llamarle causa (=cosa) o realidad primera. Segundas son las cosas y causas que pasan, nacen y mueren, como los seres concretos del mundo. Primera es aquella que está siempre. Pasamos así del plano cósmico al nivel de las filosofías y religiones de tipo más personal, al menos vagamente, teísta. De esta forma experimentan lo divino aquellos que ven la religión como experiencia de envío, expresión de una tarea que los humanos deben realizar en su marcha intelectiva.

(c) Persona religante. En un tercer momento, al concebir la realidad o causa original como inteligencia y voluntad, podemos afirmar que ella es persona en el sentido fuerte: Alguien que dialoga por dentro con los humanos. Al llegar a este nivel estamos ya evocando prácticamente las religiones monoteístas, que entienden y presentan la deidad como Alguien capaz de conocer y amar, de crear y dialogar con las cosas (personas) que ha creado. A juicio de Zubiri, el paso de la deidad y causa primera a la persona estricta sólo puede darse allí donde se concibe el ser divino como realidad personal vinculada de forma concreta, amorosa, a los humanos.

Experiencia fundamentante.

En su primer trabajo, En torno al problema de Dios (1935), Zubiri soslaya la palabra y tema de la experiencia, quizá por evitar las sospechas que ella suscitaba en un ambiente dominado todavía por la lucha contra el modernismo (que identificado la religión con un tipo de experiencia de profundidad humana).Liberado ya más tarde de posibles presiones del magisterio eclesial, en un trabajo publicado en el homenaje a → K. Rahner (1975), Zubiri defiende abiertamente el carácter experiencial (proto-experiencial) de la apertura del humano a lo divino.

Lo que antes se llamaba macha intelectiva, cercana al razonamiento, aparece ahora como experiencia fundamental. Cuando el hombre avanza intelectivamente en busca del principio de la religación, lo hace tanteando. Pues bien, ese tanteo o prueba del sentido de la realidad constituye el fundamento y nota distintiva de la experiencia. Por eso, el camino del hombre hacia el principio en que se asienta todo lo real ha de entenderse en esta perspectiva:

«La religación es, pues, una marcha experiencial hacia el fundamento del poder de lo real. Es experiencial fundamental”. La experiencia es una probación tanteante que pone al hombre en contacto con la realidad y el ateísmo, el teísmo, la agnosis son modos de experiencia de ese fundamento de lo real. No son actitudes meramente intelectuales, sino formas ricas y plenas de experiencia de la realidad, en clave de compromiso e iluminación personal.

El racionalismo había pretendido demostrarlo todo. Por eso ha diluido el fenómeno religioso, convirtiéndolo en un tipo de teoría sobre la totalidad del ser. Por su parte, la ciencia ha presupuesto que sólo es verdadera experiencia la que se edifica sobre datos que pueden ser cuantificados. Pues bien, más allá del racionalismo y del puro saber científico, Dios se despliega precisamente en el ámbito de la experiencia fundamentante del hombre que, quiera o no, se halla vinculado con su origen.

Según eso, el principio y fundamento forman parte de la propia vida humana. Por eso, la problemática de Dios está implicada en la forma de existir del hombre sobre el mundo. En este primer nivel no se puede hablar todavía de teísmo ni el ateísmo (que son ya soluciones concretas), sino una pregunta abierta. Tanto teísmo como ateísmo y agnosticismo son ya respuestas, formas de entender y explicitar esta experiencia fundamental. Pero hecho de que existan diferentes interpretaciones de la experiencia fundamental no significa que todas ellas sean equivalentes. A partir de la tradición greco-cristiana, y en consonancia con su pensamiento, Zubiri defiende la interpretación personal y transcendente de esa experiencia divina, que se inscribe dentro del proceso básico de su despliegue experiencial.

a. Hay una experiencia cósmica.Arrojado entre las cosas, el ser humano ha de cuidarlas, realizándose con ellas, a nivel de emergencia antropológica: por su misma constitución interna, su capacidad de comprensión y su apertura ilimitada, el humano hace estallar los límites del cosmos, de manera que él es más que un elemento de la totalidad mundana, más que un resultado de la evolución de la materia. Por su origen peculiar, se define como sustantividad intelectual frente a la gran substantividad cósmica. Quien no entienda o no comparta este supuesto no podrá seguir tendiendo a lo divino, pues habrá disuelto al ser humano en la materia, negándole su hondura personal y su poder de trascendencia. Por eso, la experiencia fundamental se apoya en el cosmos, pero lo desborda.

b. Hay una experiencia de sí mismo (auto-experiencia).Cuidando de las cosas, el hombre se realiza a sí mismo de tal forma que al hacerse se descubre fundado en aquello que le implanta, envía y fundamenta. Por el origen de su ser, el hombre está implantado; por la urgencia y posibilidades de su hacerse, está enviado; por la presencia interior de aquel que le potencia se encuentra religado. Este descubrimiento de la raíz del ser humano puede y debe razonarse, pero nunca se demuestra, pues forma parte de una experiencia original que le define, de manera que él sólo puede descubrir a Dios si acoge su presencia, dejándose cambiar por lo divino. Descubrimiento de sí y experiencia fundante se vinculan de manera necesaria, sin identificarse. Sólo siendo distintos, pueden así relacionarse Dios y el ser humano.

c. Hay una experiencia del fundamento (de lo divino).Ella no tiende hacia un objeto nuevo, no nos lleva hasta una cosa más perfecta que las otras, sino al plano más hondo del mundo y de la propia vida. Lo divino es trascendente al interior del mundo, como fuerza de su fuerza, realidad realizadora. Al mismo tiempo, es trascendente al interior del ser humano, como lo implantante, mitente, religante. El ser humano y el mundo se encuentran internamente vinculados, pero, al mismo tiempo, es Dios quien los vincula, pues él implanta (envía y religa) al humano desde (por) el mundo.

La experiencia de religación hace que el hombre se descubra a sí mismo, mostrándole a la vez su más hondo carácter mundano: Dios no fundamenta al ser humano sacándole del mundo, sino introduciéndole de un modo más intenso en ese mismo mundo, concebido ahora como expresión de lo divino. Dios no es sólo «mío» (aquel que me implanta, envía y religa), sino pertenece también al mundo (es Dios “de todo”), al menos dentro de las religiones cósmicas e históricas. Esta experiencia fundamental no es objeto de una demostración objetiva. Estrictamente hablando, sólo hay demostración a nivel de dominio cósmico, donde la experiencia se puede cuantificar matemáticamente. En el camino de interioridad ya no existe prueba externa, sino experiencia comprometida y enriquecedora de la vida. A este nivel, el testimonio de aquellos que han hecho esta experiencia es más importante que todas las demostraciones. Si se permite este lenguaje, la prueba o mostración más alta es la misma vida humana enriquecida, recreada a partir de esta experiencia de lo divino. Ella es como un axioma, un principio primigenio que no puede demostrarse, porque es fondo y prueba en que se asienta toda posible demostración.

Teología Trinitaria. 

A Zubiri le ha interesado desde el comienzo de su carrera intelectual el tema de la Trinidad, entendido como lugar donde se cruzan y fecundan las mejores intuiciones filosóficas y teológicas de la tradición griega y latina con el cristianismo.

Su trabajo sobre El ser sobrenatural: Dios y la edificación en la teología paulina, fruto de un curso impartido en la Universidad de Madrid (1934-1934), reelaborado y escritos en París en los años 1937-1939 y publicado con censura eclesiástica en 1944 (en Naturaleza, historia y Dios), constituye una de las mayores aportaciones modernas al tema de fondo de la Trinidad y en especial a la problemática del Espíritu santo. La reflexión de Zubiri empieza, de algún modo, donde acaba la de → Amor Ruibal, con quien comparte su visión del proceso dinámico de vida, partiendo de una experiencia de la realidad, entendida como despliegue interno, en una línea que atraviesa todo el pensamiento europeo, de → Dionisio Areopagita a Escoto Erígena, de Santo Tomas a Hegel. En este contexto quiero citar un pasaje del apartado 4 de ese trabajo, que trata de las procesiones en Dios, desde la perspectiva griega y latina.

«Gracias a la trinidad de personas Dios se constituye a sí mismo en el acto puro de una e idéntica naturaleza. Cada persona se distingue de los demás en el modo de tener su naturaleza divina. En el Padre, como principio; en el Hijo, como perfección principiada; en el Espíritu Santo, como autodonación en acto. La naturaleza de Dios es indivisiblemente idéntica en acto puro a la esencia: es la mismidad activa del amor. Dios es acto puro gracias, sí se permite la expresión, a la trinidad de personas. Cada una de las dimensiones del acto puro está realizada por una persona, en el sentido explicado. Es lo que se llamó la perikhoresis o circunmincesión de las personas divinas. Cada persona no puede afirmar, en cierto modo, la plenitud infinita de su naturaleza, sino produciendo la otra…» (El ser sobrenatural, Dios y deificación en la teología paulina, en Naturaleza, historia, Dios, Madrid 1959, 363-371). Zubiri, lo mismo que → Armor Ruibal, parece fundarse en las investigaciones de → Th. de Régnon sobre la Trinidad en griegos y latinos. Pero va más allá de sus aportaciones históricas, posiblemente parciales, para situar el tema en una perspectiva filosófico-teológica de base en cuyo centro está el tema de la culminación de Dios como Espíritu.

Obras básicas

Entre las obras de Zubiri, publicadas todas ellas en Madrid, destacan las que él mismo preparó para la imprenta: Naturaleza, Historia, Dios (1945), Sobre la esencia (1963), Inteligencia Sentiente I-III (1981-1983). Entre las obras póstumas: El hombre y Dios (1984), Sobre el hombre (1986), Estructura dinámica de la realidad (1989), Sobre el sentimiento y la volición (1992), El problema filosófico de la historia de las religiones (1993), El problema teologal del hombre: Cristianismo (1997), Los problemas fundamentales de la metafísica occidental (1994), Primeros escritos (1921-1926) (2000), Espacio. Tiempo. Materia (1996).Bibliografía de conjunto en R. Lazcano, Panorama bibliográfico de Xavier Zubiri, Revista Agustiniana, Madrid, 1993. Sobre Zubiri, cf. J. L. Cabria, Relación teología-filosofía en el pensamiento de Xavier Zubiri (Roma 1997);

J. Sáez Cruz, Mundanidad y transcendencia en Xavier Zubiri(Salamanca 1991); J. Bañón, Metafísica y noología en Zubiri(Salamanca 1999).J. M. Castro Cavero, Salvar la historia. Historia, religión y religiones en Xavier Zubiri (Las Palmas de Gran Canaria 2004).

2. RELIGIÓN Y FILOSOFÍA. ENRAIZAMIENTO RELIGIOSO. X. ZUBIRI (El fenómeno Religioso, Trotta, Madrid 1999, 95-105)

Cf. Zubiri, X., Naturaleza, historia, Dios, Nacional, Madrid 1959; Id., El hombre y Dios,Alianza, Madrid 1984: El problema filosófico de las religiones, Alianza, Madrid 1993; Ellacuría, I., La religación, actitud radical del hombre, Asclepio 16 (1964) 97-155;Llenín I., F.,, La realidad y su fundmentación, según  X.Zubiri, StudEvetense 16 (1988) 7-38;Id., La realidad divina. El problema de Dios en Xavier Zubiri, Stud.Ov., OvieDo 1990; Pintor-Ramos, A., Religación y «prueba» de Dios en Zubiri, RET 48 (1988) 133-148;Sáez C., J., La marcha hacia Dios en X. Zubiri, RevAgustiniana 34 (1993) 55-119: Torres Queiruga, A.,Noción, religación, transcendencia. O coñecemento de Deus en Amor Ruibal   X. Zubiri, F. Barrié de la M., Pontevedra 1990

 X.Zubiri (1898-1983) comparte con Rahner (a quien luego estudiaremos) la certeza de que la experiencia religiosa ha de entenderse desde la apertura del humano a su más honda realidad. Sobre ese supuesto, divergen las direcciones de búsqueda.

Rahner mira hacia adelante, al woraufhin (=hacia donde) que suscita y sostiene la creatividad concreta del humano. Zubiri, en cambio, mira a tergo (=hacia atrás) y, en esfuerzo modelado por la metafísica griega, interesada por la arkhê o principio de las cosas, busca el fundamento del que emerge el humano como libre y creador sobre la tierra.

En medio de sus diferencias, ambos comparten un mismo gesto de apertura experiencial: más que objeto de prueba intelectual o demostración, la religión es para ambos un misterio de experiencia. Superando las criticas kantianas, ellos encuentran un amplio campo de mostración experiencial de lo divino.

Empezamos por Zubiri. En su punto de partida está el deseo de precisar la constitución del humano como viviente que, superando el instinto (que instaura al animal en su medio), se abre hacia la realidad entendida como mundo. De esa forma se sitúa en el centro de problemas ya estudiados en el cap. 11 de este libro: 

La sustantividad humana es, pues, en el orden operativo una sustantividad que opera sobre las cosas y sobre sí misma en tanto que reales, es decir, una sustantividad que opera libremente en un mundo… La sustantividad humana es constitutivamente abierta respecto de sí misma y respecto de las cosas, precisamente porque es una sustantividad cuya habitud radical es inteligencia.[1]

Esa apertura incluye un elemento religioso. Por eso, Dios no es tema que se añade a la existencia previa y ya completa del humano sobre el mundo, como un dato secundario, que sólo preocupa a posteriori, como si fuera una cosa más, un tercer tipo de substancia. Zubiri rechaza ese supuesto. Un Dios que sólo exista «además de» y junto al resto de las cosas no sería divino. )Dónde le encontramos? Analizando la existencia o realidad humana, en línea de analítica existencial, marcha intelectual y experiencia propiamente dicha.

Analítica existencial.El enraizamiento humano

Según el primer Heidegger (Ser y Tiempo:1927), el humano se encuentra arrojado sobre el mundo, sin raices ni principio sustentante. Está solo, nadie se cuida de él, por eso puede añadirse que se encuentra abandonado, en manos de una libertad que no le capacita para realizarse o hallar un sentido a su existencia. Finalmente, el humano se encuentra condenado de antemano por la muerte. Por eso, su actitud más honda se define y le define como angustia: gesto trágico de elevación y protesta inútil contra su propio ser de muerte.

En contra de eso, Zubiri ha desarrollado desde el principio de su carrera filosófica (En torno al problema de Dios: 1935) un análisis existencial muy diferente, contrario en algún sentido al de Heidegger. Así lo indicaremos, presentando sus tres notas principales en oposición a las de Heidegger: el humano está implantado, no arrojado; está enviado, no abandonado; está religado, no condenado. Zubiri avanza en la línea de la confianza fundamental ya señalada (Jung, von Balthasar), pero descubre y despliega dentro de ella unos elementos muy precisos de analítica existencial.

Esta es, a su juicio, la primera y más honda forma de experiencia, este el modo propio de conocimiento y despliegue del humano: el análisis de los diversos elementos de la experiencia fundamental, es decir, del enraizamiento del humano en el espesor de la realidad que se le manifiesta como principio materno (implantación), poder impulsor (misión) y presencia gratificante (religación). Evoquemos en esquema los momentos de ese análisis:

Implantación

El humano hunde sus raíces en aquello (aquel) que le hace ser. Como árbol que arraiga poderosamente en tierra, desde el humus de una tierra que le acoge, sostiene y alimenta desde su raíz, así se despliega la existencia del hombre y la mujer. No es el humano un ser al que han tirado en las corrientes de un mundo que le arrastra y desarbola como viento, o le socaba y le desliga como el agua (cf. Job 14, 18‑79). No está arrojado sobre el mundo, sino que tiene un fondo, un fundamento que le acuna, le alimenta y asegura.

Esta es la primera certeza ontológico‑existencial. Frente a las reducciones de una hermenéutica que sospecha de todo (Marx, Freud…), frente a la angustia de una analítica de la nada, que interpreta al humano como ente arrojado sobre el mundo (Heidegger), Zubiri apela a la confianza ontológica primera, en la línea de aquello que Jung llamaría confianza originaria. El humano está implantado en la realidad, sobre un cimiento que le afirma, sobre tierra que le nutre, sobre madre que le acuna .

Esta es la certeza fontal que nos sostiene, cuando, retornando de una historia de lucha y muerte que amenaza, buscamos y encontramos las raíces de la realidad que nos implanta en la existencia. Ignoramos los contornos más precisos de esa arkhê o principio de ser que nos sostiene; no conocemos aún la fuerza plena de esa tierra que nos hace nacer, pero sabemos que hay una realidad fundante que nos da su base y nos implante o arraiga en la existencia.

Misión.

Del plano anterior, de tipo cósmico y materno, pasamos al nivel relacional. No estamos simplemente implantados en un suelo, como niño en brazos de la madre, sino que hemos sido enviados: nos han encargado una tarea y según ella debemos realizarnos. Crece el niño, se hace grande y no queda abandonad, sino que recibe una misión: camina (deja de ser árbol), sale de su tierra y debe cumplir la tarea encomendada.

La exigencia de cumplir una tarea convierte al humano en misión: se encuentra enviado a la existencia, o, mejor, la existencia le está enviada[2]. No es que su vida tenga misión, sino que él mismo es misión. Dejamos así el plano cósmico y venimos al nivel personal de la llamada y tarera, en libertad. Superamos la imagen vegetal del árbol bien plantado, para descubrirnos misioneros, portadores de una tarea que se identifica en realidad con nuestra propia vida. Ciertamente, en un sentido dependemos de la ley de evolución del cosmos, del azar o la necesidad de un mundo que incesantemente nos desborda. Pero, en el fondo de ese mundo y superando la ley de evolución de las especies, descubrimos dentro de nosotros mismos una tarea infinitamente superior: nos han llamado a realizarnos en libertad, como personas.

El humano es misionero porque alguien le confía una tarea, es enviado porque alguien le envía, le funda en libertad y le alienta en el camino de su realización. Este es el momento clave de la analítica ontológica de Zubiri, éste el aspecto central de la experiencia religiosa (en las religiones monoteístas o proféticas): quien entienda su vida como misión y sepa que alguien‑algo le impulsa y apoya para realizarse, cumpliendo ese envío, tendrá abierto el camino para entender el misterio de Dios. Quien prefiera interpretar su vida como simple destino entenderá difícilmente el sentido de un Dios personal.

Hemos pasado del nivel de la «madre», entendida como dios cósmico (sin libertad personal), al nivel del «padre» que confía en nosotros, confiándonos el encargo de la vida, ofreciéndonos una ley que interpretamos aquí como misión: no hay más ley que ser humanos, realizarnos en felicidad. Como garante de esa misión y felicidad descubrimos a Dios. Este formulación no pretende probar nada, por ahora, pero hace algo mucho más valioso: muestra el contenido original de la existencia.

Religación estricta.

En tercer lugar, en nota que engloba y reasume las dos anteriores, el ser humano viene a desvelarse estrictamente religado. Del plano cósmico‑biológico (implantación) y antropológico‑interpersonal (misión) pasamos al nivel de la existencia compartida. En un primer momento puede parecer que descendemos: habíamos subido de la implantación materna (sentirnos resguardados) a la misión personal, a la tarea de la libertad; ahora volvemos a perdernos en un todo sagrado que nos engloba y plenifica. Así podría interpretarse este tercer momento en algunas religiones orientales.

En este caso, la religación sería como una vuelta al plano biológico: la misión una tarea temporal, la libertad un elemento pasajero de la vida; el humano volvería nuevamente al suelo materno de la tierra sagrada, cerrándose así en la implantación. Fin y principio serían lo mismo, la meta una vuelta al comienzo de las cosas. Pues bien, esa manera de entender es inexacta. La implantación no ha perdido el elemento anterior de misión y libertad: libremente me han encomendado una misión, me han enviado; libremente me sostienen y acompañan. No estoy, por tanto, condenado a la muerte y angustiado, como pensaba Heidegger, sino invitado a compartir la vida, desde la presencia del misterio que me habita y sostiene.

Religación (=religión) implica comunión en libertad. En la implantación yo me podía interpretar como pasivo (árbol sobre la tierra, niño en brazos de la madre). La misión podía hacerme aparecer como un héroe afanoso, cumplidor de una tarea infinita, sin meta ni sosiego, bajo la obligación de responder al encargo que me habían encomendado. Ahora, sobre la experiencia de implantación y misión (tarea de realización personal), descubro dentro de mí la presencia de aquel que me implanta y envía.

Esta es la experiencia de gozo y de placer más hondo: descubro que la vida es presencia y compañía, existencia compartida. La vida es diálogo de amor, de manera que aquel que me funda y envía no está fuera de mí mismo, distanciado de mi suerte, ajeno a mi trabajo y mi destino, sino dentro de mí, compartiendo mi existencia y haciendo desde dentro que yo sea. Compartir en gratuidad, esta es la más honda experiencia religiosa.

Tales son los elementos del análisis existencial de Zubiri. Ellos descubren la fundamentalidad de la existencia humana. Quiera o no, lo acepte o quiera rechazarlo, el humano está implantado‑enviado‑religado o, dicho en una palabra englobante, está fundamentado, en experiencia de enraizamiento personal. La tradición ha dado un nombre al ser o realidad que fundamenta al humano: le ha llamado la deidad o lo divino. Según esto, el tema Dios no es algo que se añade desde fuera a lo que somos; la religión no es un simple sentimiento confortante (consuelo psicológico), ni un incentivo práctico (principio de actuación), sino una dimensión formal o elemento constitutivo del propio ser humano[3].

De una manera que juzgamos lógica, aunque no exenta de peligros, Zubiri ha condensado la peculiaridad de lo religioso en el nivel de la religación. Lo divino es más que un humus que sostiene y alimenta desde abajo; más que voz personal que nos envía desde fuera; lo divino es alguien que está dentro de nosotros, fundamentándonos desde sí mismo, haciendo de esa forma que seamos. Así nos envía y sostiene desde nuestra propia intimidad o, mejor, desde su propia intimidad. Al estar religado, el hombre no está con Dios, está más bien en Dios.

Esto no es una demostración ni nada semejante, sino el intento de indicar el análisis ontológico de una de nuestras dimensiones. El problema de Dios no es una cuestión que el humano se plantea como puede plantearse un problema científico o vital, es decir, como algo que, en definitiva, podría o no ser planteado» sino que es un problema planteado ya en el humano, por el mero hecho de hallarse implantado en la existencia[4].

Este análisis del enraizamiento humano, centrado en los tres momentos indicados, presupone una visión cuasi‑cristiana del misterio divino. Como implantador, Dios ha de ser principio ontológico de la realidad, en línea del primer motor de Aristóteles. Como mitente, ha de tener carácter personal y matices que le acercan al Yahvé del AT. Como religante, es alguien inhabita dentro de nosotros, enriqueciendo de esa forma nuestra vida, en clave de misterio.

Este esquema responde de algún modo a los tres momentos ya indicados en cap. 31: somos experiencia de mundo (implantación), de historia (misión, tarea que debemos realizar) y de interioridad (religación, enriquecimiento personal). Volveremos a evocar el mismo esquema, en otra perspectiva, al dividir las religiones: unas son cósmicas, destacando la sacralidad del mundo (en línea de implantación), otras histórico-proféticasy acentúan el envío en línea de tarea creadora (misión) y otras, finalmente, místicas (en línea de religación estricta). Tal como aquí lo presentamos, y mirado de forma conjunta, este esquema (que desarrollamos en cap. 61) puede traducirse de dos formas:

Zubiri ha situado  la religación en la meta del camino humano, descubriendo en ella el culmen del fenómeno religioso (y de toda la experiencia). En el principio esta la implantación (ser en el mundo, religiones antiguas, de tipo cósmico). Lo monoteísmos semitas, que acentúan el envío (línea profética) vienen en segundo lugar. La culminación del fenómeno religioso viene dada por la experiencia de religación, más cercana a las religiones orientales (hinduísmo, budismo). Pero es evidente que, a los ojos de Zubiri, esas religiones, para desarrollar su hondura personal, tienen que asumir el momento profético de los monoteísmo.

Según el esquema que iré desarrollando en este libro, misión y religación constituyen líneas casi paralelas, como dos manos que brotan del mismo fondo común de implantación. La línea monoteísta acentúa el envío (tarea personal), aunque puede y debe incluir un elemento místico de religación.

La línea oriental destaca la religación (identificación interior con lo divino) aunque puede y debe incluir un elemento personal de envío. Estas dos líneas enmarcan y definen la más honda experiencia religiosa de la historia. Ellas estarán desde ahora en el fondo de todo lo que sigue. Como occidental y monoteísta acentúo el aspecto de misión sobre la religación, pero pienso que esa misión religiosa sólo es plena y culmina su sentido allí donde se abre a la experiencia de una religación personal con lo divino.

Marcha intelectiva.

Zubiri no ha desarrollado temáticamente los momentos de ese análisis existencial en los escritos publicados a lo largo de su vida y por eso dejamos voluntariamente abierta su postura[5]. Parece, sin embargo, claro que ella se concretiza de dos formas: a través de una marcha intelectiva (plano más racional) y de una experiencia fundamentante (plano más cercano al despliegue de la vida).

Lo que llamamos marcha intelectiva es, en lenguaje tradicional, una guía o camino y no demostración de carácter discursivo. Zubiri no quiere probar la existencia de Dios, en la línea d ela vieja teología apologética, pero ha trazado un riguroso proceso intelectual que va conduciéndonos hacia la realidad que sustenta nuestra vida. De esa forma se sitúa dentro de la religión fundamental, es decir, dentro del fenómeno religioso, antes de que ese fenómeno venga a explicitarse en figuras o dogmas concretos. Lógicamente, los resultados de la marcha dependerán de la ruta que se escoja. Pero todos ellos presuponen una misma base de religación: lo que anticipadamente aún llamamos ateísmo, teísmo o incluso agnosis son ya un acceso y contacto con el fundamento de la realidad. El humano es un ser en camino; la religión un modo de entenderlo y recorrerlo[6]. 

De una forma u otra, quiera o no, el humano está obligado a justificar (o expresar) intelectualmente el sentido de su relación con lo fundamentante. Como se viene diciendo desde San Anselmo (fides quaerens intellectum), la fe o religión hacen pensar. En el principio no está la prueba racionalista sino la fe, la experiencia primera del poder de la realidad que nos funda, envía y religa; la religión no es teoría, sino forma de existencia previa a toda teoría. Pero, siendo racionales como somos, debemos expresar o justificar la realidad que está en el fondo de esa experiencia, realidad que, empleando el lenguaje religioso, podemos llamar Dios:

Para nosotros, la justificación intelectiva del fundamento del poder de lo real es la que nos lanza a nosotros mismos por una ruta que lleva de la persona humana (esto es, de una persona relativamente absoluta) a una realidad absolutamente absoluta: es lo que entendemos por realidad de Dios[7].

La misma experiencia religiosa nos lleva a concebir al humano como persona: realidad que es absoluta (vale en sí misma, no es simple elemento o parcela de un todo), pero sólo de modo relativo (en relación con aquello que le implanta, envía, religa). En ese contexto se puede y debe hablar de Dios como realidad (Zubiri no dice aún persona) absolutamente absoluta: que existe en sí misma y da sentido a todas las restantes realidades.

Zubiri no ha querido demostrar la existencia de Dios (lo divino) en un nivel racionalista, pues ello sería contrario al ser de Dios y al mismo proceso religioso. Ha hecho algo previo: ha trazado el camino intelectivo que lleva, desde la existencia del humano, entendido como realidad personal, hasta el fundamento de esa realidad. Este es, a su juicio, un camino religioso, es decir, de descubrimiento y despliegue de la religación.

Zubiri ha concebido al humano como un ser «relativamente absoluto»: implantado en la realidad, llamado a realizarse, libremente abierto hacia aquel que, por transcenderle, le arraiga y religa en su existencia. Es claro que, partiendo de esos presupuestos, Dios no puede interpretarse como totalidad cósmica, destino ciego o fondo inefable de lo finito, sino que ha de verse como absoluto personal y libre, desde su propia transcendencia. La realidad de lo divino no se demuestra, pero se desvela y justifica intelectivamente a partir de lo que implica el ser humano, en camino que recuerda los momentos precedentes de implantación/misión/religación. Ella recibe estos matices:

Deidad. Por análisis rigurosamente discursivo, no demostrativo, podemos afirmar que la realidad implantadora, que funda nuestra vida, es deidad‑ultimidad. Lo divino se entiende aquí en sentido todavía general, sin precisar sus rasgos personales o distinciones. Entendida así, la deidad no se interpreta todavía en sentido monoteísta, ni aún religioso en plano confesional, sino como aquello que funda la existencia humana, implantándola y/o arraigándola en la existencia. Así puede entenderse en plano cósmico, como un tipo de natura naturans, naturaleza que nos funda en su propia realidad.

Realidad personal primera. De la implantación en general pasamos a la forma de ser de aquel que nos implanta, descubriendo que así que nos envia a la existencia, con una tarea concreta. Así, en palabra clásica de la filosofía antigua, podemos llamarle causa (=cosa) o realidad primera. «Segundas» son las cosas y causas que pasan, nacen y mueren, como los seres concretos del mundo. La causa «primera» es de un tipo distinto, pues funda en sí todo lo que existe, confiando su propia misión a los humanos. Pasamos así del plano cósmico al nivel de las filosofía y religiones de tipo más personal, al menos vagamente teísta. De esta forma experimentan lo divino aquellos que ven la religión como experiencia de envío, expresión de una tarea que los humanos deben realizar en su marcha intelectiva, humana.

Persona religante. En un tercer momento, al concebir la realidad o causa original como inteligencia y voluntad, podemos afirmar que ella es persona en el sentido fuerte: Alguien que dialoga por dentro con los humanos. Al llegar a este nivel nos reducimos prácticamente a las religiones monoteístas, que entienden y presentan la deidad como Alguien capaz de conocer y amar, de crear y dialogar con las cosas (personas) que ha creado. A juicio de Zubiri, el paso de la deidad y causa primera a la persona estricta sólo puede darse allí donde se concibe el ser divino como realidad personal vinculada de forma concreta, amorosa, a los humanos. Eso significa que Dios no está fuera, como sustrato cósmico o causa impulsora, sino dentro de los mismos humanos a quienes sustenta, potencia y sostiene personalmente con su amor gozoso.

Muchas visiones filosóficas e incluso religiosas quedan en el primer momento del esquema, concibiendo lo divino como natura naturans, potencia germinal de la que brota todo lo que existe, en línea prehumana. La experiencia de Dios como persona, en transcendencia y diálogo histórico con los humanos pertenece a las tradiciones religiosas más avanzadas, que destacan el aspecto de causa personal o envío (religiones proféticas) o el de realidad personalizante (religiones de la interioridad).

Tales son los elementos básicos de la marcha intelectiva. Por medio de ellos, Zubiri ha pretendido mostrar intelectualmente el sentido de la religación. Como se habrá observado, él se mueve en una línea que podemos llamar greco‑cristiana. Su concepción del humano determina su manera de entender la realidad fundamentante, que concibe como causa primera (arkê de toda realidad en un sentido griego) y ser personal (sujeto libre, como lo implica el cristianismo).[8]

A juicio de Zubiri, Dios es poder de lo real, potencia creadora o conformante que se expresa a de manera especial través del ser humano. Frente a quienes conciben lo divino como «competencia» (alguien que impide al humano realizarse), Zubiri, recreando incluso rasgos que podemos encontrar en Nietzsche, ha puesto de relieve la Potencia de la realidad, el gran poder humano. Precisamente ahí, en el despliegue de ese poder, donde el humano viene a descubrirse fundado y enviado, con fuerza para realizarse por sí mismo (no desde fuera) emerge lo divino.

Experiencia fundamental.

Zubiri no ha querido probar la existencia de Dios, sino mostrar intelectivamente su sentido, analizando los momentos principales de la vida del humano. Así encuentra a Dios como fuente de sentido y fuerza impulsora que está al fondo del mismo ser humano. Es normal que, desarrollando esos presupuestos, Zubiri haya ofrecido en sus últimas obras un rico discurso religioso-teológico que desborda nuestro estudio.[9] Aquí nos ocupamos sólo de su forma de entender la experiencia religiosa, distinguiendo dos momentos principales:

Dios no es objeto de experiencia. En su primer trabajo, En torno al problema de Dios (1935), Zubiri evita la palabra y tema de la experiencia, quizá por evitar las condenas que ella había recibido en las controversia modernistas: «tampoco hay experiencia de Dios, como si fuera una cosa, un hecho o algo semejante». Al abrirse a lo divino, el ser humano es (se es), no experimenta. Más adelante, en un trabajo publicado en la 50 edición de Naturaleza, historia, Dios (1963), Zubiri reitera todavía esa postura: «El descubrimiento de la deidad no es el resultado de una experiencia determinada del humano, sea histórica, social o psicológica, sino que es el principio de toda esa posible experiencia».[10]  La relación del ser humano con Dios se mueve, según eso, en un plano supra-empírico. Parece evidente que, al hablar de esta manera, por fidelidad dogmática al magisterio de su iglesia, Zubiri entra en contradicción con su propio pensamiento.

Dios, tema de experiencia. Liberado ya más tarde de posibles presiones del magisterio eclesial, sin rechazar lo que subyace en las afirmaciones anteriores, en el homenaje a K. Rahner (1975), Zubiri defiende abiertamente el carácter experiencial (proto-experiencial) de la apertura del humano a lo divino. Lo que antes se llamaba macha intelectiva, cercana al razonamiento, aparece ahora como experiencia fundamental.Cuando el humano avanza intelectivamente en busca del principio de la religación, lo hace de manera tanteante. Pues bien, ese tanteo o prueba del sentido de la realidad constituye el fundamento y nota distintiva de la experiencia, como hemos indicado al principio de este libro. Por eso, el camino del humano hacia el principio en que se asienta el principio de todo lo real ha de entenderse en esta perspectiva: «La religación es, pues, una marcha experiencial hacia el fundamento del poder de lo real. Es experiencial fundamental»[11].

El humano es el viviente que se sabe arraigado en aquello que le hace ser: por su modo de existir ha de buscar el sentido de la religación a través de un proceso intelectual. Pero no puede hacerlo de manera puramente racionalista: carece de pruebas objetivas, no tiene argumentos demostrativos. Por eso, su camino no es algo que pueda separarse de su propia vida, pero dentro de ella tiene algo más grande que la pura razón discursivo: (la experiencia! Lógicamente, las diversas maneras de entender la religación responden a formas diversas de experiencia, son formas de probar y vivir lo fundamentante.

La experiencia es probación tanteante que pone al humano en contacto con la realidad, definiéndole a sí mismo, de manera que los modos de experiencia definen sus formas y momentos de realización como persona. Así podemos llamar fundamental a la experiencia que conduce a los humanos, en tanteo interpretativo de entrega y realización personal, hacia la verdad y sentido de aquello que les fundamenta y envía, religándoles por dentro: «El ateísmo, el teísmo, la agnosis son modos de experiencia del fundamento de lo real. No son meras actitudes intelectuales». Lo divino puede interpretarse y se interpreta como una forma rica y plena de experiencia de la realidad, en clave de compromiso e iluminación personal.

El racionalismo ha pretendido demostrarlo todo. Por eso ha diluido el fenómeno religioso, convirtiéndolo en un tipo de teoría sobre la totalidad del ser. Por otra parte, la ciencia ha presupuesto que sólo es verdadera experiencia la que se edifica sobre datos que pueden ser cuantificados. Pensamos con Zubiri que se deben superar ambas posturas. En contra del racionalismo, definimos al humano como ser de experiencia fundada en el encuentro tanteante y comprometido con la realidad. Pero, en contra del esquema reductivo de la ciencia, debemos añadir que la experiencia no puede cerrarse en lo verificable dentro de unos esquemas de tipo matemático. Desde ese fondo debemos afirmar que puede darse una experiencia de lo fundamentante.

Eso significa que el humano no conoce sólo cosas, sino aquello que hace que las cosas sean: en el camino tanteante de la vida, el humano se halla abierto al principio y sentido de su propia realidad (hacia aquello que le implanta y envía), a través de una «experiencia del fundamento del poder de lo real por la ruta que intelectivamente lleva a Dios»:

El humano se dirige intelectualmente hacia Dios, en una «marcha razonada» que define la hondura y sentido de su pensamiento: es el viviente que puede pensar sobre Dios al pensar su identidad entre las cosas.

El humano está comprometido vitalmente en esa marcha, de manera que no sólo piensa a Dios sino que vive y se realiza en relación con él; así le descubre en su propio camino apasionado de experiencia personal, de manera que podemos llamarle formal y constitutivamente «experiencia de Dios».

Cuando el humano se descubre y siente religado (implatando, enviado) está teniendo de manera concomitante una experiencia del Dios que le religa. Por eso, más que objeto o meta de argumento, Dios es fuente y contenido de experiencia. La prueba experiencial del fundamento de la realidad y el deseo de entender su sentido forman dos momentos, mutuamente implicados, de la misma apertura del humano hacia lo fundamentante. No hay experiencia sin teoría, ni teoría sin experiencia sobre Dios.

Quiera o no, el humano se halla vinculado con su origen, de manera que el principio y fundamento forman parte de su propia vida: la problemática de Dios está implicada en su manera de existir sobre la tierra. Por eso, en la base de su vida no se encuentra ni teísmo ni ateísmo sino pregunta abierta. Tanto teísmo como ateísmo y agnosticismo son ya respuestas, formas de entender y explicitar esta experiencia fundamental. El hecho de que existan diferentes interpretaciones de la experiencia fundamental no significa que todas equivalgan. A partir de la tradición greco-cristiana, y en consonancia con su pensamiento, Zubiri defiende la interpretación personal y transcendente de esa experiencia divina. Pero aquí no queremos destacar ese elemento, sino que volvemos, de forma conclusiva, a sus tres momentos básicos:

Experiencia cósmica. Arrojado entre las cosas, el humano ha de cuidarlas, realizándose con ellas, a nivel de emergencia antropológica: por su misma constitución interna, su capacidad de comprensión y su apertura ilimitada, el humano hace estallar los límites del cosmos. Es más que un elemento de la totalidad mundana, más que un resultado de la evolución de la materia. Por su origen peculiar, se define como sustantividad intelectual frente a la gran substantividad cósmica. Quien no entienda o no comparta este supuesto no podrá seguir tendiendo a lo divino, pues habrá disuelto al ser humano en la materia, negándole su hondura personal y su poder de transcendencia. Por eso, la experiencia fundamental se apoya en el cosmos, pero lo desborda.

Experiencia de sí mismo (auto-experiencia).Cuidando de las cosas, el humano se realiza de tal forma que al hacerse a sí mismo se descubre fundado en aquello que le implanta, envía y fundamenta. Por el origen de su ser, el humano está implantado; por la urgencia y posibilidades de su hacerse, está enviado; por la presencia interior de aquel que le potencia se encuentra religado. Este descubrimiento de la raíz del ser humano puede y debe razonarse, pero nunca se demuestra, pues forma parte de una experiencia originaria que define al ser humano, de manera que él sólo puede descubrir a Dios si acoge su presencia, dejándose cambiar por lo divino. Descubrimiento de sí y experiencia fundante se vinculan de manera necesaria, sin identificarse. Sólo siendo distintos, pueden así relacionarse Dios y el ser humano.

Experiencia del fundamento (de lo divino). No tiende hacia un objeto nuevo, no nos lleva hasta una cosa más perfecta que las otras, sino al plano más hondo del mundo y de la propia vida. Lo divino es transcendente al interior del mundo, como fuerza de su fuerza, realidad realizadora. Al mismo tiempo, es transcendente al interior del ser humano, como lo implantante, mitente, religante. Ser humano y mundo se encuentran internamente vinculados, pero, al mismo tiempo, es Dios quien los vincula, pues él implanta (envía y religa) al humano desde (por) el mundo. La experiencia de religación descubre al humano su hondura, mostrándole a la vez su más hondo carácter mundano: Dios no fudamenta al humano sacáncole del mundo, sino introduciéndole de un modo más intenso en ese mismo mundo, concebido ahora como expresión de lo divino.  Dios no es sólo «mío» (aquel que me implanta, envía y religa), pues pertenece también al mundo, al menos dentro de las religiones cósmicas e históricas.

Esta experiencia fundamental no es objeto de una demostración objetiva. Estrictamente hablando, sólo hay demostración a nivel de dominio cósmico, donde la experiencia se puede cuantificar matemáticamente. En el camino de interioridad ya no existe prueba externa, sino experiencia comprometida y enriquecedora de la vida. A este nivel, el testimonio de aquellos que han hecho esta experiencia es más grande que todas las demostración. Si se permite este lenguaje, la prueba o mostración más alta es la misma vida humana enriquecida, recreada a partir de esta experiencia de lo divino. Ella es como un axioma, un principio primigenio que no puede demostrarse, porque es fondo y prueba en que se asienta toda posible demostración.

La marcha intelectual hacia Dios se realiza a modo de experiencia. Por encima de los racionalismos, superando la crítica kantiana, Zubiri nos sitúa en el lugar donde Dios se expresa como la más honda experiencia del humano. De la razón cósmica venimos a la implicación existencial. La búsqueda del Principio cósmico sigue siendo importante, igual que en Aristóteles y en los escolásticos; pero el sentido y realidad del Motor primero sólo emerge en un camino experiencial, vinculado a la propia realización del ser humano. Desde aquí pueden distinguirse y vincularse dos aspectos en la prueba experiencial de Dios:

Sigue siendo valioso un elemento que llamamos griego (racional o cultural), en clave de búsqueda arqueológica, de estudio y acogida del origen. La arqueología no es aquí un recuerdo del pasado muerto, que no influye más en el presente, sino honestidad intelectual, deseo de conocer el principio de la vida humana y de las cosas. Sin este elemento «racional» la experiencia de Dios carece de sentido. Por eso decimos que la religión tiene un aspecto fuerte de cultura.

Pero a nivel de experiencia concreta de Dios es decisiva la aportación religiosa (ahora cristiana); sólo aquí se puede hablar de la persona libre, individualmente valiosa, religada en lo divino y enviada a realizarse de manera autónoma. En el nivel previo (griego, racional) no podríamos pasar del primer momento (implantación): el humano era como árbol plantado en la tierra. Sólo a nivel confesional, de experiencia cristiana (o judía y musulmana) podemos afirmar que el humano ha sido enviado personalmente por Dios: el Poder de lo real (Dios) le ha confiado una misión y le asiste (religa) par realizarla[12].

Xabier Pikaza

Religión Digital

Notas

[1] X.Zubiri, El hombre, realidad personal, Rev. Occidente 1 (1963) 17, 21.

[2] Cf. En tornoal problema de Dios, en Naturaleza, historia, Dios, Nacional, Madrid, 1959, 317

[3] Ibid 319

[4] Ibid 322

[5]El análisis que aquí ofrezco deberá ser recreado, en perspectiva zubiriana, a partir de sus obras póstumas, que han vuelto a estudiar con amplitud esta temática: El hombre y Dios, El problema teológico de las religiones, Dios hombre y cristianismo. Estudio a Zubiri he querido como esquema de fondo para desarrollar mi visión el fenómeno religioso y de las religiones. Por eso no estudio aquí su problemática, que dejo, Dios mediante, para otra ocasión y lugar.

[6] El problema teologal de Dios, en Varios, Teología y mundo contemporáneo (Hom. a Rahner), Cristiandad, Madrid 1975, 59.

[7] Ibid 59

[8]Desarrollando su esquema ontológico, Zubiri debería haber precisado, en riguroso análisis intelectual, el presupuesto de los tres momentos señalados: implantación‑misión‑religación. Así habría ofrecido más claridad a su visión de lo divino. También podría haber analizado mejor el sentido de la transcendencia al decir que Dios «no es transcendente a las cosas sino que es transcendente en las cosas». A su entender, «Dios se apodera de la realidad humana», actúa a través de ella como poder fundamental.

[9]Introducción bibliográfica comentada a la obra de Zubiri en R. Lazcano, Panorama bibliográfico de Xavier Zubiri, Rev. Agustiniana, Madrid 1993

[10] Introducción al problema de Dios, en NHD, 357

[11] El problema teologal, 60

[12] )Pertenece a la condición humana interrogarse por el fundamento divino del ser? )Qué sucedería si olvidáramos un día esta pregunta? Zubiri ha planteado con inmensa precisión los temas antes señalados, pero su postura podría recibir dos correcciones. Una corrección antropológica: para hablar así de Dios tendríamos que haber analizado mejor el sentido de las relaciones interhumanas. Una corrección teológica: hubiera sido conveniente concretar la aportación personal de las religiones que llamamos «reveladas» (en las que lo divino actúa como persona).

Unidad y pluralidad de la Palabra

8-25 de enero: semana de oración por la unidad de las iglesias.

22 enero: domingo de la Palabra

Se celebran estos días dos “fiestas”: la “semana de oración por la unidad de las iglesias”; el Domingo de la Palabra. Las dos celebraciones van unidas, pues la palabra (evangelio)  separa y vincula en comunión a las iglesia, para que expresen diversas facetas del misterio de Cristo/palabra y para que se vinculen en abrazo de amor, abierto al mundo entero. 

He venido recordando estos días en RD y FB el pensamiento y palabra del Papa Ratzinger, tema de alguna importancia, pero muy secundario en relación con la Palabra de Dios y la Comunión de las iglesias.

De estos dos temas (Palabra de Dios y comunión) trataré esta próxima semana. Hoy comienzo presentando la unidad y pluralidad de la Palabra (de los evangelios y la iglesia), fijándome de un modo especial en Mateo.

Por| X.Pikaza

El único evangelio, en la palabra y pascua de Jesús,  ha venido presentarse en cuatro narra­ciones paralelas pero diferentes­. Esta unidad y diferencia debe precisarse con cuidado.

1)Hay una primera razón de tipo teológico. Dios no se ha revelado en un discurso fijado de antemano y definido en cada uno de sus rasgos y conceptos. Dios se ha revelado en Jesucristo, un hombre (Hijo de Dios) que sobrepasa y desborda todas las razones de la historia. Por eso no hay discurso ni concepto que agote su verdad, que contenga todo su sentido y que lo fije de de manera normativa, para todos los creyentes. En este nivel se han situado, a mi entende­r, las dos conclusiones del evangelio Jn con su palabra programática:

Otras muchas señales que no están escritas en este libro realizó Jesús delante de sus discípulos; estas se han escrito para que creais que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengais vida en su nombre (Jn 20, 30-3l).

Otras muchas cosas hizo Jesús; si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que ni el mundo entero bastaría para contener los libros que así debieran escribirse (Jn 21, 25).

 Evidentemente, estas palabras pueden entenderse en un sentido cuantitativo (habría muchas más cosas que escribir sobre Jesús).. Pero éllas ofrecen también otro sentido más «cualitati­vo»: aluden a las diferentes tradiciones de Jesús, a las maneras de enfocar su vida y enseñanza, pues los evangelios son el resultado de un proceso selectivo de interpretación y elección particu­lar. Lo que importa no son los evangelios como escritos diferentes, como aproximaciones siempre limitadas y parciales al único misterio de Jesús. Importa el evangelio, la novedad pascual del Cristo, ­como salvador universal. Logicamente, por exigencias de la misma riqueza y multiformi­dad de Cristo pondrán (y deberán) surgir evange­lios diferentes (y en el fondo iglesias diferentes)

2)Hay una segunda razón de tipo eclesial. Ciertamente, el evangelio de Jesús como experiencia pascual es anterior a las iglesias: es la vida y palabra de Dios de la que surgen las comunidades mesiánicas del Cristo, como lugares de salvación escatológica. Pero, en un segundo momento, esas mismas comunidades ecles­ial­es son las que explici­tan, con­figuran y matizan el único evangelio de Jesús, conforme a sus propias tendencias religiosas y sociales. En esta perspectiva sigue siendo fundamental el texto ya citado de 1 Cor l5, 1-11: todos los apóstoles, fundadores de iglesias, ­concuerdan en la experiencia de Jesús como el Cristo de Dios que muere y resucita; pero la visión de la pascua se explicita y configura en éllos de maneras diferentes.  

Esto significa que en la la pluralidad de los evangelios es el principio y fundamento  de la pluralidad de las iglesias. Lucas, escribiendo en perspectiva más tardía el libro de los Hechos, se ha esforzado en proyectar hacia el principio de la iglesia el ideal de una unidad que es anterior a las diversidades posteriores.

Teológicamente, el ideal de unidad de las iglesias es auténtico, como muestra 1 Cor 15: todas las iglesias se fundan en la misma experiencia apostólica del Cristo que ha resucitado y se aparece a sus discípulos y apóstoles. Pero en el mismo origen de esa historia hallamos una multiplicidad de perspect­i­vas: encontramos ya desde el principio a los hebreos y los helenistas, se distinguen las visiones de Pedro, Pablo y Santiago. Eso significa que la unidad eclesial no ha de entenderse como uniformidad primitiva que luego se parte y se divide en grupos posteriores diferentes. La unidad viene a mostrarse ya desde el princpio en forma de comunión origina­ria (tensa y fraternal) de posturas que dialogan entre sí y se comuni­can desde el Cristo. Para precisar este momento de la tradición evangélica pueden ayudarnos todavía los autores que la estudian a partir de eso que se suele llamar la «Formgeschich­te», historia de las formas (23). 

3)  Los evangelios (las iglesias) no se diferencian solamente según las perspectivas eclesiales de sus transmisores; se distinguen también por el transfondo social de esos mismos transmisores, por aquello que pudiéram­os llamar su «base material»: los ideales y necesidades económi­cas , sociales o políticas de aquellos que pretenden vivir sobre este mundo el único evangelio de Jesús, el Cristo.

En  el principio de la unidad de las iglesias ha de estar la palabra de Jesús. «los pobres son evangelizados» (cf Mt 11, 6). Es buena la unidad de los ministros de la iglesia, de las jerarquìas eclesiales (obispos, Papa etc),  pero el sentido y finalidad de la unidad de las iglesias está en el hecho de que los pobres sean, reciban la buena noticia, puedan ser acogidos y nos evangelicen   (1 Cor 1, 26-28; cf. Sant).

 Conforme a su visión idealizadora del principio de la iglesia, Lu­cas dice en Hech 2 y 4, que todos los creyentes compartían vida y bienes, traduci­endo de esa forma el evangelio en claves de comunión religiosa ly económica. P­ero más tarde, al llegar al punto clave del conflicto de los «apóstoles hebreos» con los «helenistas» nos recuerda que la causa principal de la discordia fué «el cuidado de las viudas y el servicio de las mesas». El evangelio se ha venido a explicitar de esa manera y se discierne, es decir, se delimita y viene a entrar en crisis por cuestiones de tipo social (cf Hech 6, 1-7).

Pues bien, los más signifi­cat­ivo de este relato es el hecho de que los «defenso­res de los huerfanos y viudas», los servidores de las mesas vienen a mostrarse luego como verdaderos «evangelistas­», es decir, propagadores de la buena nueva. En­tre éllos se destaca en un primer momento Esteban y después cobra relieve la figura de Felipe a quien la tradic­ión conocerá como «el evangel­ista» por excelencia (cf Hech 21, 8).

 Pienso que estos datos son significativos y debían estudiarse con mayor cuidado. Sea como fuere, lo que ahora nos importa es que, a partir de esta primera división intraeclesial viene a entenderse la figura y función evangeli­zadora de san Pablo (cf Hech 8, 4). El evangelio dirigido a los pobres, como palabra de Dios y principio de comunicación humana, es la esencia de la unidad de las iglesia.

Eso significa que las diferencias de la Palabra de Dios en los evangelios los evange­lios han de interpretarse desde una perspectiva teológica. De muchas maneras habla Dios en Cristo, para que su palabra llegue a cada hombre y mujer, a cada comunidad. Por otra parte,  ­cada comuni­dad cristiana ha respondido a la llamada de Jesús (a su evangelio de los pobres) en caminos y tendencias diferen­tes porque ha sido diferente el contexto social en que se mueve.

Precisemos mejor el tema. La visión teológica del fondo pudiera ser la misma, pero las formas asumirla y aplicarla resultan diferen­tes, par­tiendo del contexto social en que se vive ese evangelio.  La única Palabra del evangelio se expresa en formas distinta. No se trata por tanto de imponer una doctrina y administraciòn (que todos sean católicos o todos calvinistas…), sino de lograr que católicos y calvinistas (con otras iglesias) puedan poner y pongan su vida al servicio de la comunión universal de vida, empezando por los pobres, sean o no externamente cristianos.

En el comienzo de la tradición de la palabra de Dios en los evangelios está el evangelio de Marcos y un evangelio de dichos llamado “q”. Pero la iglesia no se que quedado sólo con Macos y el “q”, sino que ha empezando “canonizando también” otros dos evangelios importantes, como “palabra de Dios”, como principio y riqueza de comuniòn entre las iglesias. Así quiero ponerlo aquí de relieve, para añadir que aquellos que quieran saber más y saber bien, en esta semana de unidad de la iglesias, en 22 de enero del 2023, día de la Palabra harán bien en acudir a las palabras y explicaciones magistrales de J.L.Sicre, tanto en su obra base (El Cuadrante) como en sus comentarios a Mateo y Lucas. Hoy me fijo sólo en el de Mateo  

Mateo. El libro de la genealogía de Jesús

El  evangelio que hoy llamamos de Mateo empieza con un título muy significativo: libro de la genealogía (o las generaciones) de Jesús, el Cristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1, 1).Resulta aquí fundamental la referencia a los orígenes del pueblo de Israel y a su manera de narrar la historia como encadena­miento de genealogías (cf. Gén 2, 4; 5, 1; 6, 9; 10, 1; 11, 10 etc). Tam­bién Mt quiere presentar desde el origen el camino y vida de Jesús, en­troncándola proféticamente en una línea de promesas que se encuentra iniciada por Abraham y por David.

Por eso, estrictamente hablando, Mt no ha escrito un evangelio, a la manera de Mc; ha escrito un libro de la historia de Jesús, a quien concibe como cumpli­miento de la promesa israelita. Asume para éllo dos motivos o fuentes principales: la historia mesiánica del Cristo, tal como ya ha sido presentada por Mc; y la tradición de las palabras (logia) de Jesús ­tal como se hallaba contenida en el llamada documento «Q».

P­ero Mt cuenta además con tradiciones y motivos propios, que le sirven para definir su propia perspectiva, dentro de una iglesia que ya ha reco­rrido un largo camino de de profundización cristiana, par­tiendo de posturas que parecen muy cerradas (de un cristianismo judaizante; cf Mt 5, 17-20; l0, 5-6) y llegando a una visión universal y misionera del mensaje de Jesús, desde el transfondo de sus mismas palabras, entendidas ya en un ámbito de pascua (cf. 28, 16-20) (26).

Entre esas tradiciones propias de Mt destaca la del nacimiento de Jesús, como mesías de Israel, Dios con nosotros. Situado en una perspec­tiva pascual (en la línea de 1 Cor 15, 1-11), Mc no tuvo la necesidad de hablar del nacimiento de Jesús; así pasaba direc­tamente de la promesa de Dios en Isaías al mensaje del Bautista. Mt , en cambio, tiene que hablar de ese nacimiento para completar así su genealo­gía de Jesús, quien arragia dentro de la historia de Israel y de los hombres.

De esta forma, quizá sin pretender­lo, Mt se sitúa en la línea de aquella perspect­iva que san Pablo ha recogido en Rom 1, 2-4: el evange­lio trata del Hijo de Dios que ha nacido como descen­diente de David según la carne y que ha sido constituido Hijo de Dios en poder por la resurrecc­ión de entre los muertos. Entre el naci­miento mesiánico de Jesús, ­como Dios con nosotros (Mt 1, 20-23), y su constitución como señor universal por medio de la pascua (Mt 28, 26-20) se extiende y se despliega a juicio de Mt todo el evangelio (27).

Al interpretar de esta manera las tradiciones anteriores, Mt ha introducido un cambio muy significativo en el mismo sentido del término evangelio, transformando así el sentido que tenía en Mc. Para Mc, evange­lio era la misma presencia poderosa del Jesús pascual que vive-actúa en el camino de la iglesia. M­ateo introduce dentro de esa perspectiva tres variantes principal­es, que podemos definir de esta manera: despascualiza, doctrina­liza e historifica el evangelio.

  Mc no ha narrado ninguna aparición pascual: termina en 16, 7-8, es decir, con la promesa del ángel que dice a las mujeres que «Jesús les precede en Galilea: allí le encontrareis». Todo su (el) evangelio viene a presentar­se, por lo tanto como un camino de búsqueda y encuen­tro pascual. Mt, en cambio, ha concluido y sellado su «libro de las genera­ciones» de Jesús con una gran aparición pascual que condensa (incluye) todas las que están como dispersas en Lc 24 y Jn 21-22: el Señor resucitado se presenta como triunfador de la muerte y portador del poderío escatológico de Dios en la nueva Galilea de la pascua, o­fre­ciendo ese poder a sus discípulos y haciendo que así marchen y propaguen su camino de discipulado entre todas las naciones de la tierra (Mt 28, 16-20).

Mt ha interpretado el evangelio como un compendio de doctri­nas. Esta afirmación quizá resulte un poco exagerado pero queremos conservarla. ­Para Mc, igual que para Pablo, el evange­lio era ante todo buena nueva, n­oticia de la pascua que se anuncia y se actualiza en la existencia misma de los fieles. Mt, en cambio, ha interpre­tado el evangelio como buena doctrina, como aquella enseñanza escatológica, ­nueva y salvadora, que el Jesús pascual quiere ofrecer a todos los hombres de la tierra, a través de sus discípulos (M 28, 16-20).

Israel tenía su doctrina, la ley de sus preceptos y sus tradi­ciones que enmarcaban y determinaban la vida de los hombres de su pueblo. Pues bien, Jesús ha proclamado ahora la ley definitiva, la gran norma de Dios para los hombres. De esa forma, el evangelio de Dios se vuelve ley del reino, conforme a una expresión que es programática:

Y caminaba por toda Galilea, enseñando en sus sinagogas y proclamando el evangelio del reino y curando toda enferme­dad y toda dolencia en el pueblo (Mt 4, 23; 9, 35).

Así debemos comenzar también nosotros, como Jesús en el evangelio de Mateo: Proclamando el evangelio y curando toda enfermedad, dolencia e injusticia en el pueblo.

Ratzinger/Benedicto  XVI (1)

En el principio, teología. Encuentro y ruptura con Rahner

Mi primera relación con Ratzinger fue a través de Franz Sobotta SJ. Terminado en Roma el curso 1967-1968, estuve dos meses en Geesthacht, cerca de Hamburg, para regentar con él una parroquia.

Sobotta había defendido y publicado su tesis sobre el poder salvífico (Heiswirsamkeit) de la predicación (Predigt), era un sabio. Compartimos un par de meses de ministerio, trabajo y descanso.  

 Había formado parte de la última “quinta” de soldados de 17/18 años que el régimen nazi había reclutado y mandado al frente en al final de la guerra (44-45), lo mismo que a J. Ratzinger a quien había conocido en aquellas circunstancias. También nosotros nos conocimos, hablamos de teología y sobre todo de Ratzinger.

Por | X Pikaza

F. Sobotta, Die Heilswirksamkeit der Predigt in der theologischen Diskussion der Gegenwart.   Trierer theologische Studien  21

Tras  la guerra y horror nazi, Ratzinger cursó una carrera brillantísima, fue consultor del Vaticano II y profesor de teología, primero en Bonn, luego Münster donde, además de gran éxito, había tenido algunas dificultades  en la revuelta de los estudiantiles.

   Por el contrario, F. Sobotta había tardado en culminar sus estudios, porque era SJ y porque su salud era débil, tras/por la guerra (murió poco después). Había venido a descansar junto al Elba, y yo con él. Llevábamos la parroquia de K. Nowak, que estaba de vacaciones.

Sobotta había traído el libro recién  publicado de Ratzinger: Einführung in das Christentum,Introducción al cristianismo, y me compró otro ejemplar en Hamburg. Era la gran novedad  teológica Pasamos semanas leyendo y comentando su propuesta de recreación cristiana. Él había visto a niños fusilados sin más pecado que ser judíos. Le costaba dormir.

             Yo venía de estudiar Biblia, no sabía mucho más. Él no acababa de salir de la guerra, aunque le ayudaba la teología de la palabra y kerigma de K. Rahner, palabra que sana, perdona para empezar de nuevo.

  Pero ahora se encontraba con el libro de Ratzinger, como si se pudiera vencer el odio, la guerra y la muerte con una ontología más alto. Pero murió pronto, no pudo compartir el “triunfo” teológico y eclesial de Ratzinger, que era otro adolescente de la guerra de los nazis.

            Así conocí a Ratzinger, y ya nunca después lo podido olvidar, con sus posibles limitaciones, con su “valentía ontológica”. No me atrevo a juzgarle, me lo impide la dureza de su adolescencia y sobre todo el evangelio (M 7, 1).

Ahora que acaba de morir he revisado mis folios y mi “disco duro”, encontrando al menos veinte ensayos sobre Ratzinger y he pensado publicar algunos, pues pueden ser ilustrativos.. Este es el más “fuerte”. Lo publiqué en  Iglesia viva, años más tarde (222 (2005) 123-127 (https://www.yumpu.com/es/document/view/24996068/rahner-y-ratzinger-iglesia-viva).

            Soy algo duro con Ratzinger, pero su ruptura Rahner me causó entonces dolor. No siga leyendo quien sólo busque alabanzas a Ratzinger. Estos encuentros y rupturas se dan en todos  los grupos humanos, son normales,  buenos y necesarios. Entre ellos está el de Ratzinger con Rahner.

Estoy convencido de que Ratziner hizo las cosas lo mejor que pudo, pero no era el hombre adecuado para Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe y tampoco para Papa. En su honor hay que decir que se dio cuenta de ello; tuvo honradez y valentía y por eso renunció, dando un  paso al lado para convertirse en hombre de silencio y corazón ante Dios, a la sombra de San Pedro Vaticano. En manos del amor de Dios está, a su oración me he encomendado.

 Con este trabajo he querido comenzar mi pequeña seria sobre  Ratzinger/Benedicto XVI, con ocasión de su muerte ( RIP) 

RAHNER Y RATZINGER. ENCUENTRO Y DESENCUENTRO (Iglesia- viva 222 (2005)   123-127

Antes que obispo, cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe y Papa   Benedicto XVI), Joseph Ratzinger ha sido y sigue siendo un teólogo. Nació el 16 de abril de 1927 en Baviera, Alemania. Estudió en la Facultad de Teología de Freising y en la Universidad de München, escribiendo unos libros básicos sobre san Agustín, san Buenaventura y la fraternidad cristiana. Enseñó Teología Fundamental en Freising y después en Bonn. Desde 1963 fue Catedrático de Dogmática e Historia del dogma en Münster, pasando en 1966 a Tübingen, donde formó parte de uno de los claustros de teología más importantes del siglo XX.

 En esta reseña de su obra teológica y eclesial, quiero destacar sus relaciones con Karl Rahner, que ha sido quizá el teólogo católico más significativo del siglo XX, utilizando generosamente las noticias que ofrece H. VORGRIMLER, en su obra ya clásica: Karl Rahner. Experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento (Sal Terrae, Santander 2004). Rahner había nacido en 1904 y era, por tanto, veintitrés años mayor que Ratzinger. Ambos se conocieron en una reunión de teólogos del año 1956 (J. RATZINGER, Aus meinem Leben. Erinnerungen, München 2000, p. 82).

Michel Schmaus, profesor de dogmática de München, había rechazado el trabajo de habilitación de Ratzinger (un tipo de tesis doctoral para la docencia universitaria) y Rahner le ayudó a superar la crisis (a rehacer el trabajo y que le aprobaran la habilitación), de manera que con su ayuda Ratzinger  pudo convertirse en Catedrático de Teología.

A partir de ello se produjo un primer  acercamiento entre ambos teólogos. K. Rahner estaba muy satisfecho de los artículos que el joven Ratzinger había escrito para su Lexikon für Theologie und Kirche, especialmente por su espléndido trabajo  sobre el infierno, en el que Ratzinger superaba una visión objetivista de la condena eterna, abriendo un camino por el que se puede aceptar la salvación final de todos los hombres (sin negar por ello la justicia de Dios ni la seriedad del pecado).

 Ambos tenían una misma visión de la colegialidad de la iglesia, de forma que escribieron juntos un famoso libro titulado Episcopado y primado (1961; trad. española Herder, Barcelona 1965), poniendo de relieve el carácter colegiado y fraterno de la comunión de las iglesias; ése es un libro que ha marcado de algún modo todas las reflexiones posteriores sobre el tema.

Más tarde, en el tiempo de la primera sesión del Concilio, el año 1962, colaboraron también en la redacción del documento sobre “Las fuentes de la revelación”, publicando después un libro famoso, titulado Revelación y tradición (1965; trad. española en Herder, Barcelona 1971). Esos dos libros, dedicados a unos temas que fueron  centrales en el concilio Vaticano II, han marcado y siguen marcando la convergencia del Rahner maduro y del joven Ratzinger en el despliegue de la teología y de la vida de la Iglesia católica. En este contexto debemos recordar que Ratzinger, que aún no había cumplido cuarenta años, era el teólogo favorito del cardenal Frings, uno de los actores más significativos del Concilio.

Estrictamente hablando, Ratzinger no formaba parte del “grupo de Rahner”, que estaba constituido, sobre todo, por otros dos jesuitas: Otto Semmelroth  (1912-1979) y Alois Grillmeier (1910-1998). Pero Rahner y otros jesuitas se reunían a menudo con Ratzinger (y con H. Volk y G. Philips), especialmente para fijar los temas de la eclesiología conciliar, de tal modo que su colaboración fue decisiva en este campo. De todas formas, en el libro de Recuerdos (“Erinnerungen”, München 1997, p. 131), Ratzinger afirma que las visiones teológicas de Rahner eran ya distintas:

“En el trabajo que realizamos en común percibí claramente cómo, a pesar de que podíamos coincidir en muchas resoluciones y deseos, Rahner y yo habitábamos teológicamente en dos planetas distintos. Él estaba, lo mismo que yo, a favor de la reforma litúrgica, a favor de una  nueva función de la exégesis en la iglesia y en la teología y a favor de muchas otras cosas, pero por razones totalmente distintas de las mías.

Su teología –a pesar de que en sus primeros años había leído a los Padres de la iglesia– se hallaba totalmente modelada por la tradición de la escolástica suareciana y de su nueva recepción a la luz del idealismo alemán y de Heidegger. Era una teología especulativa y filosófica, donde la Escritura y los Padres de la Iglesia no jugaban en último término ninguna función importante y en la que, sobre todo, la dimensión histórica resultaba de menor importancia”.

 Ciertamente, la evolución posterior de Ratzinger ha mostrado que ellos terminaron habitando “en dos planetas teológicos distintos”. Pero cuando Ratzinger añade que la teología de Rahner “se encuentra `totalmente´ (ganz) modelada por la tradición de la escolástica suareciana” está diciendo quizá algo que no concuerda con los hechos. Ciertamente, Rahner ha sido un teólogo especulativo, pero afirmar, como sigue haciendo Ratzinger que “la Escritura y los Padres no habrían jugado en último término ninguna función importante” en su teología es falso y simplista. Lo menos que se puede decir en este campo es que el Ratzinger triunfante no ha sido galante con su viejo amigo y protector, que no pasó nunca de ser un simple teólogo discutido.

sta crítica de Ratinzger en contra de uno de sus mentores teológicos suele ser común en un campo académico y de busca de poder universitario hecho de contrastes y exageraciones. Pero estoy seguro de que ahora, convertido ya en Papa Benedicto XVI, Ratzinger no la suscribiría. Por otra parte, el mismo Ratzinger había dedicado una recensión muy positiva a la obra enciclopédica de Rahner, Curso Fundamental sobre la fe (Herder, Barcelona 1979) en Theologische Revue (74 (1978), pp. 177-186) y había valorado positivamente los principios de su teología,  en un trabajo-homenaje, publicado en 1979, cuando Rahner cumplió los 75 años (cf. K.-H. Neufeld, Die Brüder Rahner, Freiburg i. Br. 1994, p. 344).

De todas formas, a partir de los años setenta, las posturas teológicas (o, quizá mejor, eclesiales) de Rahner y Ratzinger se fueron distanciando de una forma considerable. El año 1979 la Facultad de Teología de München quiso nombrar a J.B. Metz como sucesor de H. Fries, para la cátedra de Teología Fundamental. Pero Hans Maier, ministro de cultura de Baviera, y Joseph Ratzinger, arzobispo de München, se opusieron a ese nombramiento, oponiéndose de esa forma a lo que Metz, quizá el discípulo más creativo e independiente de Rahner, significaba dentro de la cultura europea, por su apertura a los problemas sociales y por su diálogo con el mundo, en la perspectiva de una teología política, que será asumida y recreada por la teología de la liberación. Rahner protestó de un modo público, en contra del ministro y del arzobispo, que defendían los poderes de la iglesia y del sociedad establecida de Alemania, por encima de la búsqueda de justicia y de liberación, desde los más pobres, es decir, desde las víctimas, tal como defendía intensamente  J. B. Metz

En esa línea se fueron agrandando las distancias. Rahner se declaró cada vez más favorable al diálogo con el mundo (en especial con el marxismo), favoreciendo el encuentro entre las religiones y al compromiso social, en una perspectiva cercana a la teología de la liberación. A partir de los años en los que fue miembro de la Comisión Teológica Internacional (1969-1974), Rahner colaboró activamente en los diversos movimientos de apertura eclesial y política, vinculados a la revista Dialogy a las propuestas de la Paulus-Gesellsachaft, poniendo su teología y su vida (su prestigio personal y su pensamiento) al servicio de la paz mundial y de la justicia, a favor de los oprimidos y sufrientes de la tierra, en una línea que muchos tacharon de “izquierdista”, porque no concordaba con el modelo social de la Democracia Cristiana de Alemania y con una visión casi integrista de la Iglesia católica, que se iba imponiendo en algunos ambientes tras la conclusión del Vaticano II.

En esta línea son significativos los dos trabajos eclesiológicos de Rahner, que pueden tomarse como una continuación de los que años atrás había escrito con Ratzinger. 

Uno se titula Vorfragen zu einem ökumenischen Amtverständnis (“Preguntas previas para una comprensión ecuménica de los ministerios”, 1974), en el que expone de una forma detallada la teología católica tradicional, de tipo escolástico, para mostrar a sus compañeros protestantes que también a partir de la tradición se puede seguir preguntando y avanzando, en una línea de fuerte compromiso ecuménico.

El otro libro, publicado con Heinrich FRIES (1911-1988), profesor de teología fundamental de München, se titula Einigung der Kirchen – Reale Möglichkeit “La unión de las iglesias. Una posibilidad real”, 1983), y va exponiendo, en forma de tesis comentadas, unos caminos concretos de unidad –no de unificación– entre las comunidades evangélicas (luterana y reformada) y la iglesia católica romana.

 En ese momento, el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, rechazó duramente las propuestas de Rahner y de Fries, presentándolas como “una acrobacia teológica artificial que por desgracia no responde a la realidad”, como si fueran una forma de saltar por encima de la pregunta por la verdad “a través de un par de procedimientos de política eclesial” (cf. K. RAHNER, Schriften XVI [1984], p. 7). Desde ese fondo se entiende el juicio posterior de Ratzinger sobre Rahner: 

‒ “El encuentro con Balthasar significó para mí el comienzo de una amistad que debía durar toda su vida, una amistad para la cual yo sólo puedo mostrar gratitud. Yo nunca he vuelto a encontrar hombres con una formación teológica y cultural tan extensa como Balthasar y De Lubac y no sería capaz de decir todo lo que debo a mi encuentro con ellos. Congar, respondiendo a su espíritu conciliador, intentaba mediar siempre entre las posturas opuestas y con esa paciente apertura él cumplió sin duda una misión  importante; era un hombre de una inmensa laboriosidad y, a pesar de su enfermedad, mantenía siempre una intensa disciplina de trabajo.

‒ Por el contrario, Rahner se había dejado dominar cada vez más por la conjura de las retóricas progresistas y se había dejado insertar dentro de unas posturas políticas de tipo aventurista, que en realidad resultaban difícilmente conciliables con su teología trascendental. Las controversias sobre aquello que nosotros, como teólogos de este tiempo, podíamos y debamos hacer resultaban inmensamente vivas y exigían además una gran dosis de resistencia física. Rahner y Feiner, el ecumenista suizo, abandonaron finalmente la Comisión que, a su juicio, no servía para nada, porque esa Comisión no estaba dispuesta a asumir sus tesis, que en la mayoría de los casos eran de tipo radical” (J. RATZINGER, Aus meinem Leben. Erinnerungen, München 2000, p. 156).

Evidentemente, las posturas pueden matizarse.

a) Rahner pensaba que la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL ya no cumplía sus objetivos, porque estaba controlada por Ratzinger, de manera que no era ya lugar de un diálogo libre y abierto entre teólogos de tendencias distintas. 

b) Ratzinger, en cambio, afirma que Rahner abandonó la Comisión porque ésta (la Comisión) no aceptaba sus tesis radicales, en las que se expresaba “la conjura de las retóricas progresistas”; estas palabras expresan el miedo de Ratzinger ante la posibilidad de una teología crítica que cuestione desde el evangelio o desde la libertad del hombre unos principios eclesiásticos que él consideraba intangibles.

En este contexto resulta muy significativa la actitud que tomaron ante la Teología de la Liberación.

‒ Rahner tomó partido a favor de ella, ante todo por su servicio en América Latina. “Una vez escribí un trabajo sobre la ‘Teología de la Revolución’. Yo lo presenté incluso ante la Comisión Teológica Internacional de Roma, fundada por el Papa. Ciertamente, allí lo tiraron muy pronto al cesto de papeles, pero yo lo he publicado. Esta teología y la “Teología de la Liberación”, que ha surgido en América Latina, tienen también ciertos puntos de contacto conmigo ya por el hecho de que, por ejemplo Scannone, un teólogo argentino que escribe sobre esos temas, fue mi alumno en Innsbruck.

He tenido algunos contactos con Gutiérrez, que es el auténtico fundador de esa Teología de la Liberación, pues nosotros nos relacionamos a través de la revista teológica internacional Concilium, de la que soy co-fundador” (Anzeiger für die katholische Geistlichkeit, marzo de 1979, p. 78).

En este contexto se sitúa un hecho emocionante. Enfermo ya de muerte, a principios del año 1984, Rahner se enteró de que la Congregación de la Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger, quería obligar a que los obispos peruanos condenaran a Gustavo Gutiérrez, llamándoles para ello a Roma. En ese contexto,, el 9 de marzo de 1984 Rahner tuvo que ser trasladado a un hospital, cerca de Innsbruck.

Allí dictó todavía algunas cartas, entre otras un escrito dirigido a la Conferencia Episcopal de Perú a favor de Gustavo Gutiérrez. Fueron casi sus últimas palabras escritas. A los pocos días, el 29 de marzo falleció como había vivido: con la felicidad de ser hijo de Dios, con el gozo de haber vivido a su luz (cf. H. VORGRIMLER, Karl Rahner, Sal Terrae, Santander 2004, pp. 168-169).  

‒ La actitud de Ratzinger fue muy distinta. No logró que los obispos de Perú condenaran a Gustavo Gutiérrez, pero publicó dos documentos básicos en contra de la Teología de la liberación. Así se consumó una ruptura que sigue siendo significativa. Ratzinger terminó rechazando a Rahner por pensar que era “aventurista” y, en el fondo, poco serio, es decir, porque no aceptaba unos principios teológicos y eclesiales seguros y bien definidos, conforme a una línea de tradición fijada por el Magisterio. 

De esa manera,  Ratzinger consumó un tipo de evolución teológica, que le llevó de la búsqueda y diálogo de las primeras obras a la defensa de una fe bien establecida. Actuaba, sin duda, con la responsabilidad que le daba el ser Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe. Por el contrario, Rahner siguió siendo hasta el final un “simple teólogo” ilusionado por la búsqueda del sentido de la fe y por los valores evangélicos del hombre. En esa línea se mantiene su defensa de la libertad de la teología, tal como aparece en uno de sus últimos escritos, que podemos recordar como “manifiesto” a favor de la independencia creadora del teólogo cristiano:

“¿Cómo podremos nosotros realizar aún progresos, que son absolutamente necesarios para la eficacia de la fe y de la iglesia, si es que cada progreso empieza siendo desautorizado de un modo positivo por las autoridades de Doctrina de la fe de Roma que, sin embargo, al menos hasta el momento presente, en muchos casos, mantienen una opinión que es objetivamente falsa? ¿Cómo se podían mantener en los tiempos de Pío X unas posturas que hoy defiende toda la exégesis católica del Antiguo y Nuevo Testamento, si es que ellas sólo se hubieran aceptado tras una aprobación previa de la Comisión Bíblica? ¿Cómo se podría haber introducido en la iglesia aquella enseñanza, aún condenada por Pío XII, que defiende la continuidad biológica entre el hombre y el reino animal, si es que todos los teólogos y biólogos entre Darwin y la mitad del siglo XX hubieran tenido que pedir primero el permiso de Roma?

Lo que sucede es simplemente esto: que el Magisterio eclesiástico se puede equivocar y que de hecho se ha equivocado muchas veces, incluso en nuestro siglo [siglo XX]; y que esos errores concretos, que dañan el mensaje del Cristianismo, sólo se pueden superar cuando resulta posible una crítica abierta en contra de esos errores, por muy prudente y respetuosa que una crítica como esa deba ser” (Schriften XV [1983], p. 364).

 Y con eso puede acabar esta pequeña historia de encuentro y desencuentro entre Rahner y Ratzinger, que empezaron siendo muy parecidos, que han terminado siendo muy distintos.

‒ Rahner murió en 1984 siendo sólo un “pobre” teólogo del que desconfiaba la cúpula eclesiástica de Roma, porque seguía manteniendo la libertad evangélica y humana de sus primeros años, madurada con los sufrimientos y experiencias de una larga vida al servicio de la revelación de Dios en Cristo que es salvación y libertad para los hombres. 

‒ Por el contrario, Ratzinger asumió las posturas oficiales de un Magisterio que, según Rahner, se sigue equivocando cuando impone sus criterios. Asumió las posturas del Magisterio y se ha convertido ahora en representante supremo de ese Magisterio, como Papa Benedicto XVI. 

Ahora que Ratzinger vuelve a ser Ratzinger…. queremos apostar aquí por el Ratzinger-Benedicto XVI, el cristiano de Episcopado y Primado, el teólogo de Revelación y tradición. Queremos recordar al pensador de las mejores páginas de Introducción al cristianismo y de otros libros llenos de libertad cristiana. Tras las dos etapas anteriores de su vida (Teólogo y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe) puede venir y vendrá, si Dios lo quiere, una tercera etapa que puede ser de fuerte creatividad eclesial. 

San Juan Evangelista

Jesús y el discípulo amado. Temple al huevo. 25x30x3 cm. | Ceramica  dipinta, Dipinti, Ceramica

Juan Evangelista: Discípulo Amado, primer «teólogo»de Navidad

La «postal» que sigue tiene dos partes. (a) La primera trata del Discípulo amado, protagonista y quizá autor del evangelio. (b) La segunda trata de su evagelio.

Pedro fue el primer apóstol «jerarca»;  Juan, que podria ser Magdalena, fue el primer amado de Jesús.  Así lo muestro en las dos partes que siguen, tomadas de Diccionario de la Biblia y de La palabra se hizo carne, teologia de la Biblia.

Por| X.Pikaza

 1. DISCÍPULO AMADO Y  EVANGELIO DE JUAN

Al principio no hubo una iglesia, sino varias, cada una con su autoridad fundacional (Santiago, Pedro, Pablo, Discípulo Amado). y en la base de todas estaban las mujeres amadas/amigas de Jesús, que se mantuvieron con amor bajo su cruz con el Discípulo amado (Jn 19). Pudo haber otras (entre ellas quizá una dirigida o animada por mujeres), pero no se conserva apenas su memoria. 

Según esta memoria fundante de la iglesia, todos los creyentes, mujeres y varones, somos discípulos amados de Jesús, representados de algún modo por Juan y/o Magdalena, con las otras mujeres de la cruz y del sepulcro vacío. 

El Discípulo amado fue, sin duda, un personaje histórico, a quien llamaron así (discípulo amado de Jesús, cf. Jn 21, 24), aunque él no quiso imponer su autoridad, sino la del Espíritu Santo, que Jesús había prometido y ofrecido (cf. Jn 14, 16; 15, 16; 16, 13).

Pues bien, hacia el final del siglo I dC, esos «amigos de Jesús», los creyentes de esta comunidad animada por el Discípulo Amado, corrieron el riesgo de perder su identidad, entre disputas internas y tensiones de tipo gnóstico (impulsadas por un espiritualismo que podría separarles del Jesús de la historia), y para evitarlo algunos de ellos (quizá una mayoría) se integraron en la Gran Iglesia, donde la memoria de Pedro, era garantía de fidelidad cristiana y unidad eclesial, pero sin olvidar ni negar la la autoridad fundadora del Discípulo Amado, que cumple así una función semejante a la de Pablo en Efesios y a la de Pedro en Mateo.

Discípulo amado, fundador y clave de su Iglesia

La comunidad del Discípulo amado mantenía también el recuerdo de otros discípulos de Jesús (Felipe, Tomás, Natanael, los Zebedeos…), y especialmente el de Pedro (cf. Jn 1, 40; 6, 68; 11, 6-9; 20, 1-17), como muestra Jn 21, un capítulo añadido quizá al final de la redacción del evangelio, para trazar las relaciones históricas e institucionales entre Pedro (Iglesia organizada y misionera) y el Discípulo amado (iglesia centrada en el amor mutuo de sus miembros).

Pues bien, este capítulo (Jn 21), escrito en forma de parábola, afirma que Pedro salió a pescar en la barca, con otros seis discípulos, como queriendo recordar que la misión fundadora de la iglesia, en su apertura a los pueblos, fue decisión y tarea de Pedro, que fue a pescar con otros seis (no de los Doce, ni con Pablo).

Pero al lado de Pedro, inseparable y necesaria, destaca la figura del Discípulo amado, como testigo de la verdad del evangelio y fundador de una Iglesia entendida en forma de comunión de «amigos» (Jn 15, 15).

En el centro de esa iglesia no está ya Pablo, ni Pedro, sino este Discípulo Amado que expresa la esencia del movimiento de Jesús. Ciertamente, este evangelio del Discípulo Amado reconoce la función de Pedro, que había sido ya anunciada en Jn 1, 42, cuando Jesús le decía: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que significa Pedro, quizá ya en el sentido de cimiento de la iglesia (como suponía Mt 16, 17-18).

Por eso, la comunidad del Discípulo Amado (que condensa su más honda experiencia en el Paráclito) debe dialogar con la iglesia institución, aceptando al fin (Jn 21) la autoridad y estructuras eclesiales representadas por Pedro (en una línea semejante a Mt 16, 16-19) .

Pero la autoridad y fundamento de esa Iglesia no es la de Pedro, sino la del Discípulo Amado, quien marca así la identidad del cristianismo. De esa forma aparecen unidos, Pedro y el Discípulo amado, como una especie de diarquía, autoridad doble. Mt 16, 16-19 y Lc 22, 31-32 habían entendido la función de Pedro como algo del pasado, que se había ya cumplido ya al principio de la iglesia. Pues bien, en contra de eso, el evangelio de Juan insiste en la permanencia de los signos del Discípulo Amado y de Pedro. Por eso, Jesús pide a Pedro que le ame intensamente, cuidando de esa forma a sus ovejas.

En esa línea, más que un individuo particular, cuya tarea no puede transmitirse a otros (misioneros, presbíteros u obispos, varones o mujeres), Pedro aparece aquí signo de todos aquellos que realizan tareas misioneras (de pesca) y pastorales (de cuidado) dentro de la iglesia, con la autoridad del amor que anima y cuida.

En ese contexto debemos añadir que el Discípulo amado  ha de aceptar a Pedro, pero Pedeo debe hacerss Discípulo amado,dejarse amar por Jesús, aprender a querary amar a todos, en libertad.

Por su parte, Pedro ha de aceptar la autoridad del discípulo amado, que aparece al fin de Jn 21 como expresión suprema de la vida de la Iglesia: “Éste es el discípulo que da testimonio de todas estas cosas, aquel que las ha escrito y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21, 24).

Con estas palabras ratifica el redactor final del evangelio la autoridad del Discípulo Amado, presentándole como garante de la vida de la Iglesia.

Ese autor de Juan sabe que existen otras cosas vinculadas con Jesús, que pueden escribirse en otros libros, como puede ser el de Mateo (Jn 21, 15), pero éstas, las que han sido fijadas por escrito en el evangelio de Jesús, cosas referentes al amor (cf, Jn 20, 30-31) son las más importantes.

El Discípulo Amado aparece, según eso, como el más hondo fundamento de la Iglesia, aunque Pedro tengo a su lado una función de pescar y apacentar a las ovejas. Eso significa que, a diferencia de la Iglesia de Mateo, la autoridad suprema de de la Iglesia en el evangelio de Juan no es Pedro, sino el Discípulo Amado:

‒ El evangelio de Mateo no separa ni distingue las dos autoridades (Pedro y Discípulo Amado), sino que sólo conoce una, que es la de Jesús, tal como ha sido interpretada de un modo universal por Pedro. Tampoco tiende a separar o distinguir dos iglesias, una interna y otra externa (la del Discípulo amado y la de Pedro), pues a su juicio la misma iglesia externa es la interior y viceversa. Así quiere establecer  un programa y camino de expansión universal del evangelio.

‒ El evangelio de Juan, escrito en un momento posterior (hacia el año 100/110), probablemente en Éfeso, acepta la autoridad misionera y organizativa de Pedro, pero añade que hay una más honda: La del Discípulo Amado. Quizá pudiera hablarse en ese contexto de una diarquía (Pedro y el Discípulo Amado), pero la autoridad más alta en ella es la del Discípulo Amado, que transmite la revelación de Jesús: «Que todos sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17, 21), no en unidad de imposición, sino en conocimiento interior y comunión dialogal de amor. Esta visión nos ayudará a interpretar mejor el evangelio de Mateo.

Conclusión. En la Iglesia de Pedro, un fundador mayor que Pedro

Ciertamente, según el evangelio de Juan, Pedro ha sido el promotor de una misión universal cristiana. Pero, aunque él dirija la faena de la “pesca” (misión) de la iglesia, él no conoce aún a Jesús, no le distingue en la mañana, cuando vuelven con la red llena de peces, a diferencia del Discípulo amado que debe decírselo (Jn 21, 6-7). Eso significa que, para realizar su función, Pedro ha de hacerse como el Discípulo Amado, amando así a Jesús (cf. Jn 21, 15-17).

Recordemos en este contexto que, según la tradición bíblica, hay pastores bandidos y mercenarios, que dicen guardar el rebaño, pero lo dominan a su antojo, para su provecho (como puede verse desde Ez 34 hasta las Visiones o Sueños de 1 Henoc 83-90; cf. Jn 10, 10. 12-13).

Pues bien, en contra de esos pastores bandidos, Jn 10, 7-13. ha presentando a Jesús como pastor-amigo de hombres con quienes comparte su existencia. En esa línea, Jesús quiere que Pedro se vuelva también amigo, como el discípulo amado. No es que él deba cumplir «por amor» una tarea que en sí no es amor, sino que toda su tarea consiste en animar en amor a los creyentes, en la línea del Discípulo.

Entre los comentarios al evangelio del Discípulo amado, cf. J. Beutler, Comentario de Juan, Verbo Divino, Estella 2016.

Además de comentarios cf. R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica, Sígueme, Salamanca 1987; A. Destro y M. Pesce, Cómo nació el cristianismo joánico: antropología y exégesis del Evangelio de Juan, Sal Terrae, Santander 2002; C. H. Dodd, La Tradición histórica en el cuarto Evangelio, Cristiandad, Madrid 1977; Interpretación del cuarto evangelio, Cristiandad, Madrid 1978; S. Vidal, Los escritos originales de la comunidad del Discípulo “amigo” de Jesús, Sígueme, Salamanca 1997; K. Wengst, Interpretación del evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca 1988; K. Wengst, Interpretación del evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca 1985.

 2. EVANGELIO Y OBRAS DE JUAN, SAN JUAN EVANGELISTA

  1. Jn 1, 1-18: Principio: Encarnación de la Palabra

 El evangelio empieza con un himno, lleno de referencias helenistas y de AT, filosóficas y religiosas, que se centran y reciben su sentido en la vida y mensaje de Jesús Palabra:

En el principio era la Palabra, y la Palabra era junto (hacia) Dios, y la Palabra era Dios: Todas las cosas fueron hechas por ella, y sin ella no se ha hecho ninguna. Lo que fue hecho era (tenía) vida en ella y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la ha recibido (Jn 1, 1-5 ss). 

Palabra creadora (Jn 1, 1-5). En el Silencio de Dios se vuelve audible suPalabra, y así lo sabe y siente el evangelio, que no traza especulaciones o teorías generales, sino que escucha y acoge su Palabra encarnada, que esla vida y voz Jesucristo (Jn 1, 14).

‒ La Palabra era junto a Dios, no sólo surgiendo, sino vuelta o dirigida (pros) a su silencio. Juan indica así que ella viene de Dios, pero añade que mira a lo divino, indicando que no se desliga ni independiza, sino que se mantiene en comunión con él.

‒ La Palabra era Dios. Sujeto es la Palabra (ho logos); predicado es Dios (Theos sin artículo). Esta distinción y relación entre el Dios (que es Padre) y la Palabra (que es el Hijo Jesús) queda ratificada al fin del texto (Jn 1,14.18).

–  Revelación de la Palabra: historia de la luz (Jn 1, 6-13). Igual que los sinópticos, para introducir la historia de Jesús, este evangelio empieza hablando de Juan Bautista, enviado por Dios para dar testimonio de la Luz (de Cristo). 

Esta experiencia constituye el centro de la revelación cristiana, expresada en la poderosa debilidad del Dios que se arriesga al fracaso, comunicándose a sí mismo (como Palabra, Vida, Luz) precisamente allí donde los hombres le expulsan y niegan. Pues bien, aquellos que acogen-escuchan la Palabra de Dios, los que creen en su Nombre (en Jesucristo), nacen de Dios, sobrepaando el nivel de la sangre y de la carne, y del deseo de varón, como palabra original en Cristo (cf. Jn 1, 12-13). 

            Sólo de esa forma, por encarnación (cf. Flp 2, 1-11), Dios y la Palabra reciben nombres personales: Padre y Unigénito. Sólo así en Jesús, que es Dios/Unigénito, podemos conocer y conocemos al Padre. Antes no le habíamos visto. Especulábamos sobre su Palabra como Vida y Luz, ahora sabemos lo que ella contiene. Sólo ahora, viendo a Dios en Cristo podemos afirmar que le conocemos como Padre.

Iglesia:Discípulo Amado y Pedro (Jn 21).

 Junto al prólogo, con la encarnación de la Palabra (Jn 1, 1‒18), para comprender el mensaje de Juan, resulta fundamental el epílogo del evangelio (Jn 21). En un momento dado, los miembros de la comunidad del Discípulo Amado corrieron el riesgo de aislarse de la Gran Iglesia o, quizá mejor, de no ser acogidos en ella, porque su visión parecía oponerse a la de otras comunidades representadas por Pedro, partidario de una vinculación social más intensa, con acogida de más grupos y misión universal de Cristo. Por eso, los redactores finales del evangelio añadieron Jn 21 para ratificar la vinculación de la comunidad del Discípulo Amado con la Gran Iglesia, reconociendo así la tarea pastoral (organizativa) representada por Pedro.

Ese capítulo insiste en Pedro con quien pacta el Discípulo amado, conforme a una dialéctica anunciada en Jn 1, 42, donde Jesús decía: Simón, hijo de Juan: tú te llamarás Cefas, que significa Petros, piedra. El Discípulo Amado debe aceptar a Pedro, como autoridad histórico‒social de la Iglesia, al lado de la interior del Paráclito. Eso significa que la comunidad carismática (la del discípulo amado con el Paráclito) debe dialogar con la institucional (Pedro). Para ello ha sido necesario un doble gesto. (a) La gran iglesia (Pedro) admite a los seguidores del Discípulo amado. (b) La del Discípulo amado reconoce a Pedro (estructura eclesial). Entendido así, este capítulo (Jn 21) no quiere narrar historias antes ignoradas sobre Jesús y sus discípulos pascuales, sino integrar a la comunidad del Discípulo amado en la iglesia de Pedro (en la línea de Mt 16, 18-19, cf. cap. 20).

Los símbolos del texto (pesca milagrosa, comida a la orilla del lago…) son tradicionales (cf. Lc 5, 1-11). Nueva es la interpretación, que comienzacon Simón Pedro, que sale a pescar en el lago de Galilea, símbolo del mundo, tras la experiencia pascual de Jesús. Pues bien, a Pedro se le juntan otros seis: Tomás y Natanael, los dos zebedeos (Santiago y Juan) y dos cuyo nombre no se cita (Jn 21, 2). Uno de ellos (¿Juan zebedeo? ¿un desconocido?) actúa como Discípulo amado. Entre todos son Siete (como los helenistas de Hch 6-7), no Doce como los primeros elegidos de Jesús. No empiezan en Jerusalén (como en Lucas), sino en Galilea (como en Marcos y Mateo):

             Subieron a la barca y aquella noche no pescaron nada. Amanecía y estaba Jesús a la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo ¡Muchachos! ¿No tenéis algo de comer? Respondieron ¡No! Él les dijo: ¡Echad la red a la derecha de la barca y encontrareis! La echaron y no podían arrastrarla por la cantidad de peces. Entonces, el Discípulo al que Jesús amaba dice a Pedro ¡Es el Señor! Y Simón Pedro, oyendo es el Señor, se ciñó el vestido y se lanzó al mar (Jn 21, 3-7)[2].

             Volvían de amanecida, fracasados, pero un desconocido de la orilla les dice que echen la red a la derecha (Jn 21, 6). Así lo hacen, y mientras la red se llena de peces, y todos faenan sin advertir la novedad, el Discípulo amado dice a Pedro: Es el Señor (Jn 21, 7). Pedro no le ha reconocido en la madrugada, pero el Amado le ha visto y lo dice… y entonces llevan la barca con peces a la orilla, donde comen con Jesús y…

‒ Después que comieron, Jesús dijo: Simón, hijo de Juan ¿me amas más que estos? Le dijo ¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero. Le dijo ¡Apacienta mis corderos!

‒ Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan ¿me amas? Le dijo ¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero. Le dijo ¡Apacienta mis ovejas!

‒ Por tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan ¿me quieres? Se entristeció Pedro, porque por tercera vez le había dicho ¿me quieres? Y le dijo ¡Señor! Tú lo sabes todo, sabes que te quiero. Y le dijo ¡apacienta mis ovejas! (Jn 21, 15-17).

 Pedro, antes pescador, ahora pastor, debe cuidar y guiar amando a los creyentes (ovejas) de Jesús (cf. Jn 10, 1‒18; 1 Ped 2, 25). Sabemos ya por el evangelio que hay pastores bandidos,que saquean el rebaño que han de guardar, y que hay pastores mercenarios, que administran las ovejas por dinero (cf. Jn 10, 7-13). Pues bien, Jesús quiere que Pedro cumpla su tarea como (por) amor y así le pregunta tres veces ¿me quieres? y Pedro responde “te quiero”[3]. Cristo Pastor decía en Jn 10, que conoce a su rebaño y lo apacienta con su vida, y eso es lo que él pide a Pedro, al preguntarle si le quiere, para confiarle por tres veces su tarea: apacienta mis ovejas (cf. Jn 13, 34-35).

De esa forma asume y reformula el evangelio de Juan el ministerio petrino, como servicio de amor a los creyentes. Un sistema administrativo necesita eficiencia no amor, funciona con racionalidad utilitaria y no con gratuidad. En contra de eso, el ministro de la Iglesia (representado por Pedro) ha de ser hombre/mujer de amor, como el Discípulo amado, no administrativo más o menos eficiente de una organización social o económica. Éste es el milagro, la paradoja de la autoridad cristiana: el mismo amor profundo (¿me quieres?) se vuelve cuidado (apacienta mis ovejas)[4].

Profundización, unidad de Jesús con el Padre

            Desde el fondo anterior (la Palabra se hace “carne”, con la vinculalación del Discípulo Amado con la misión de Pedro: Jn 1 y 21), podemos y debemos insistir en el poder creador de la Palabra hecha amor de la que nacen los creyentes: “A los que la recibieron (la Luz) les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no han nacido de la sangre, ni de del deseo de la carne, ni del deseo de varón, sino que han nacido de Dios (Jn 1, 12-13)”.

            Este evangelio asume así un motivo cercano al de la “concepción virginal” (cf. Lc 1 y Mt 1), para aplicarlo a todos los creyentes. Sin duda, en un plano, los creyentes siguen naciendo de la “sangre” (genealogía) y de la carne, potencial cósmico de y generación, y finalmente del deseo de hombre (de varones y mujeres)… Pero, en un sentido más hondo nacen de Dios en amor[5].

Encarnación de amor, sois mis amigos… Conforme a lo anterior, en el camino del conocimiento (gnosis) que va de la Palabra entendida como amor del Padre, por medio de la Vida que se despliegue como Luz, nacen y son los creyentes. El mismo nacimiento humano es, según eso, revelación (palabra) de amor que Dios Padre ofrece gratuitamene a los hombres, palabra hecha carne, vida humana, en Jesucristo. Por eso, dado que Dios habla, iluminando y amando en libertad, sin imposición, los hombres pueden rechazarle, porque un amor que no puede negarse no es amor, una palabra que no puede desoírse no es palabra y una luz que no puede ocultarse no es humana.

      Este pasaje nos sitúa así ante la “debilidad” del Dios suplicante que pide, aunque no le escuchen, que alumbra aunque no le acogen (cf. Jn 1, 9-11). Ésta es la “debilidad” omnipotente de Dios, que se sigue comunicando como amor (Palabra, Vida, Luz), precisamente allí donde le expulsan y niegan, como principio de vida de los hombres, pero de tal forma que aquellos que la acogen y responden ya no nacen sólo de la carne-sangre, sino del mismo Dios.

            Jesús no ha venido a revelar secretos cósmicos, ni genealogías intradivinas, como supone la gnosis, sino a dar testimonio del Padrecomo Palabra de amor (Vida-Luz) hecha carne, revelando así a los hombres que ellos nacen de Dios[6]. La encarnación del Padre/Amor en Jesús ha hecho posible el conocimiento de Dios como amor de comunión, de encuentro personal. Pues bien, ese conocimiento y entrega originaria del Padre y el Hijo es el misterio más hondo, el principio del principio en que se integran los creyentes, de forma que Jesús puede afirmar «quien que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14, 9; cf. 14, 10), en gesto de in-habitación amorosa:

– El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos… (Jn 3, 35). Como el Padre me ha amado, también os he amado Yo a vosotros (15, 9). Si alguien me ama cumplirá y mi Padre le amará y vendremos a él haremos en él una morada” (14, 23).

– Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti… para que sean uno como Nosotros somos uno; Yo en ellos y Tú en mí… para que el mundo conozca que Tú me has enviado y que les amas como a mí me has amado (17, 20-23).

        Los hombres brotan del amor, nacen de Dios, son enviados del Padre, no esclavos del mundo, ni siervos, ni extranjeros, fuera de la patria. Se llaman y son hijos de Dios, amigos del Cristo, para ser en camino del amor. Por eso les dice Jesús: “Amaos en comunión unos a otros”, como el Padre y yo nos amamos y vivimos en comunión de amor (cf. Jn 15, 1-17). Ésta no es una doctrina general sobre la armonía preexistente de las almas, ni una filosofía organicista sobre la cooperación entre individuos, sino una experiencia personal de Unidad en Comunión que vincula a Dios con Cristo (y a los hombres entre sí) por el Espíriu, como dice el mensaje más hondo de Jesús en Juan:

 Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos porque os he manifestado todo lo que he escuchado de mi Padre (15, 14-15)[7].

Que todos sean uno. Juan define a Jesús como aquel que “sale del Padre, viene al mundo y vuelve al Padre” (Jn 16, 28-29), sabiendo que “el Padre lo ha puesto todo en sus manos, porque ha salido de Dios y a Dios vuelve” (cf. 13, 3), pues Dios “ha amado de tal manera al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito…” (Jn 3, 16). Juan retoma y reinterpreta así (cf. Jn 3, 11. 32; 5, 19-20; 8, 26. 38. 40; 15, 3; 17, 17 etc.) el motivo clave de la unidad de Dios (cf. Dt 6, 4), en forma de unidad de comunión-conocimiento:

              Yo y el Padre somos Uno (10, 30). El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos… (3, 35). Como el Padre me ha amado, también yo os he amado a vosotros (15, 9). Si alguien me ama cumplirá y mi Padre le amará y vendremos a él haremos en él una morada (14, 23). Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti… para que sean uno como Nosotros somos uno; Yo en ellos y Tú en mí… para que el mundo conozca que Tú me has enviado y que les amas como a mí me has amado (17, 20-23)[8].

 Esta unidad de presencia, conocimiento y comunión es la verdad de la vida humana, fundada en Jesús que recibe el amor de Dios y le responde amando, la raíz y la verdad, es decir, todo lo que existe, en la línea del shema israelita: Escucha Israel, tu Dios es “Uno” (Dt 6, 4‒5). Ser uno es darse y habitar uno en el otro, de tal forma que “quien crea en mí realizará también las obras que Yo hago” (Jn 14, 12).

“Como el Padre me ha enviado así os envío” (20, 21; cf. 17, 18). Los creyentes comparten de esa forma la filiación de Jesús, uniéndose a él, en comunión de amor con el Padre. No son esclavos, siervos, ni extranjeros, sino amigos de Dios en Jesús (cf. Jn 15, 15), cumpliendo el mandamiento del amor: Que sean Uno como Tú, Padre, en mí y Yo en ti; que también ellos sean Uno, y el mundo conozca que Tú me has enviado (Jn 17, 21)[9].

 TEMAS FUNDAMENTALES DEL EVANGELIO DE JUAN

Realizaréis mis obras y aún mayores. Jesús aparece así como revelación plena de Dios, de tal manera que puede afirmar «quien que me ha visto, ha visto al Padre” (14, 9; cf. 14, 10), pues ambos (Jesús y el Padre) se comunican y comparten la vida, en la unidad del Espíritu Santo, conforme a la gran oración de la Cena: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti… que sean uno como Nosotros somos uno” (cf. 17, 20-23).

En este contexto se vinculan e implican los tres momentos centrales de la propuesta de Juan:

(a) Teología. Dios es amor, se da y se entrega a sí mismo como gracia, siendo así “uno” (Yahvé) en comunión de amor.

(b) Cristología. Jesús es Palabra de Dios hecha carne en la historia, vida compartida entre, con y para los hombres.

(c) Soteriología. No conocemos al Dios de Jesús por especulación sino en compromiso de amor mutuo. Lo que el Padre y el Hijo viven en sí, como encuentro de vida divina, ha de expresarse en los creyentes que, en su esfera más honda, se identifican con Cristo, como saben los textos centrales y sorprendentes del evangelio

         Según eso, los elegidos de Jesús (discípulos, cristianos) tienen un principio y existencia superior: nacen de Dios, siendo enviados con Jesús, y de esa forma realizan sus mismas obras (“milagros” de transformación, sanaciones…) y aún mayores. No son esclavos o siervos, ni extranjeros o súbditos de un Cristo separado, sino que ellos mismos son Cristo, llamándose y siendo hijos de Dios, para cumplir en la tierra el nuevo mandamiento: amaos unos a los otros, «sed en comunión de amor, como (con) el Padre y el Hijo, que son en comunión de amor» (cf. 15, 1-17). Ésta es la obra mayor de Dios en Cristo, la comunión radical de los cristianos que son dando su vida y resucitando en los otros (los que aceptan esa vida regalada)[12].

Evangelio del Espíritu Santo

Los creyentes realizarán por tanto no sólo las obras (erga) de Jesús, sino aún mayores “porque voy al Padre” (14, 12), y lo harán en la línea de un “plus” eclesial, definido por el envío y presencia del Espíritu Santo, que no es un portador subordinado de la memoria de Jesús, sino el impulsor de vida y futuro en el que vivimos y actuamos:

Obras mayores que las mías, el Espíritu del Padre. Los creyentes de la comunidad del Discípulo Amado han vivido y expresado la experiencia de Amor, sin instituciones fuertes, pero con un fuerte impulso del Espíritu al servicio de la verdad completa, en una línea distinta, pero complementaria, a la de Efesios (cf. cap. 19):

 ‒ Si me amáis, guardaréis mis mandatos y yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, que esté con vosotros por siempre (Jn 14, 15-16). Estas cosas os he dicho estando con vosotros. Pero el Consolador, Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas lo que os he dicho (14, 25-26).

‒ Cuando venga el Consolador, que Yo enviaré desde el Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí y vosotros daréis también testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio (15, 26-27). Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no (las) podéis soportar. Pero cuando venga Él, el Espíritu de verdad, os guiará a la Verdad completa (cf. 16, 7-13).

                       Estas palabras nos llevan al centro de la experiencia y teología del Discípulo amado, en la línea del Espíritu Santo como Paráclito (abogadode perseguidos y humillados, defensor en el juicio) y Consolador (amigo íntimo que nos ofrece su ánimo). Éste es el Espíritu de Dios, que aparecía en diversos lugares del AT (sobre todo en relación con los profetas y el Mesías, cf. cap. 5‒6) y en algunos momentos principales de la historia de Jesús (resurrección, bautismo, concepción por el Espíritu…), el Espíritu de Dios que ahora define la vida y acción de los creyentes:

‒ Es Espíritu del Padre, en su doble dimensión de origen (Jn 15, 26) y envío, pues el Padre lo ofrece o emite (Jn 14, 16. 26), como impulso de conocimiento y plenitud de vida, en línea de filiación (para que los hombres sean en Jesús hijos de Dios). Siglos más tarde, desde la controversia del Filioque (¡y del Hijo!), cristianos de tradición bizantina y romana han discutido extensamente sobre este motivo, precisando de formas algo distintas la relación del Paráclito con el Padre y con el Hijo.

‒ Es Espíritu del Hijo, pues el Hijo ruega, y el Padre lo envía en su nombre (cf. Jn 14, 15-26. 25-26). Más aún, el mismo Jesús glorificado, como Hijo de Dios, puede enviar y enviará el Espíritu a quienes se lo pidan, para realizar así la obra de Dios (Jn 14, 26-27; 15, 26-27). En esa línea podemos añadir que el Espíritu Santo es “el otro Paráclito”, es decir, el mismo Jesús hecho presente, de un modo nuevo (pascual, resucitado: cf. tema 17), como amor activo en aquellos que acogen (creen) y cumplen su mensaje, volviéndose así “cristos”, capaces de realizar las obras de Jesús y aún mayores, como he destacado ya.

 Entendido así, el Paráclito es la Autoridad de Amor que consuela y fortalece a los creyentes, para que sean en comunión, realizando las obras de Jesús y aún mayores, es decir, llevando a plenitud su tarea mesiánica. En esa línea, Jesús no marca un “fin”, no es un tope que nos impide seguir caminando, sino al contrario, en él empieza el auténtico camino de transformación humana, en unidad de amor (que todos sean uno) y en elevación de vida.

El Espíritu es por tanto el mismo Dios, que se expresa en Jesús como amor del Padre y el Hijo, siendo así, al mismo tiempo, comunión de amor de los creyentes, “de manera que todos sean Uno, como nosotros somos Uno: tú, Padre, en mí y yo en ti; para que el mundo crea que tú me has enviado” (17, 21). Ser unos en otros, en el despliegue de Dios, éste es el misterio central de laresurrección[13].

Plenitud de amor, amor en plenitud. Eso es Dios

Las reflexiones anteriores nos han situado en el momento culminante de la acción de Cristo, esto es, en el envío del Espíritu. Sólo desde ese fondo se puede definir a Dios (y a la vida cristiana) como amor:

  1. (Introducción: A Dios nadie le ha visto). Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor… En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto, (pero) si nos amamos unos a los otros Dios permanece en nosotros (cf. 1 Jn 4, 7-12).
  2. (Confesión cristológica). En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él (1 Jn 4, 13-16a).
  3. (Confesión teológica). Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como Aquel es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor (1 Jn 4, 16b-18).
  4. (Conclusión y mandamiento). Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4, 19-21)[15].

            He dividido el texto en cuatro partes. La primera y la última afirman que Dios nos ha amado primero y vinculan amor a Dios y al prójimo. Las intermedias son de tipo más teórico/temático: una vincula el amor con Cristo, la otra con Dios.

Introducción: A Dios nadie le ha visto (1 Jn 4,7-12). Las palabras del fin (“a Dios nadie le ha visto…”) retoman y el argumento de Jn 1, 18 (a Dios nadie le ha visto jamás…), un tema básico del AT: “no te fabricarás escultura, imagen alguna de lo que hay arriba…”, pues oísteis a Dios en la montaña, pero no visteis figura alguna (Dt 4, 15‒20; 5, 8; Ex 20, 4). Pero, en el hueco del Dios invisible emerge la Palabra y el Amor. No vemos a Dios, pero podemos amar a los demás, y, al hacerlo, conocemos a Dios, “porque Dios es Amor”.

Confesión cristológica ¡Hemos conocido y creído!(1 Jn 4,13-16a). La prueba del amor es que Dios nos ha dado en Jesús su don más alto (su Espíritu), en el que permanecemos y somos. Nadie ha visto a Dios, pero los creyentes hemos encontrado (mirado/palpado: cf. 1 Jn 1, 1) a Jesús y por medio de él hemos visto y palpado a Dios, en el Espíritu, y así podemos decir que hay Dios porque hemos recibido su Espíritu, de forma que en él vivimos (cf. Gal 3, 2).

Confesión teológica ¡Dios es amor (1 Jn 4, 16b-18). Ésta es una palabra que se ha ido preparando en la historia de Israel, en Jesús y por la Iglesia, y así confesamos en Cristo que Dios es amor porque hemos hecho la experiencia de su gracia en el Espíritu. No se trata de decir que Dios ese amor por el Espíritu de Cristo: Como Aquél es… somos nosotros.

Una teología de difuntos

Más allá  de Halloween: enseñanza de mi abuela, una teología de difuntos

La palabra di-funto proviene del latín “de-functus”, aquel que ha cumplido su tarea (fungere-fungi), que ha saldado las deudas de la vida y que se encuentra por tanto “des-ligado”, ab-suelto de toda función, obligación o cargo, en libertad plena, ante/en lo divino y en lo humano. No tiene ya nada que hacer o cumplir, ninguna deuda que saldar, liberado, por tanto, de sus obligaciones, abierto sólo al misterio divino de la vida.

Por eso, los cristianos decimos a Dios que “perdona nuestras deudas” (Padre-nuestro), pidiéndole que nos acoja en el seno de su paz (RIP: requiescat in pace), que descansemos en la paz de Dios que es Shalom, como dice  la bendición sacerdotal de Israel, Num 6, 22-27, por la que rogamos a Dios, que sea nuestra vida y protección (Yahvé, Shommer). que nos conceda su paz.

Por X Pikaza Ibarrondo

Los difuntos forman parte del misterio cumplido de la vida. Están por una parte “desligados” (liberados). Pero, al mismo tiempo, expresan y fundamentan todo lo que somos, y en ese sentido podemos “imaginarlos” (representarlos) como como “esencia” o principio de aquello que somos. En su relación con los difuntos se define, según eso, nuestra vida. Frente a los “animales” que, en principio, abandonan a sus muertos (los olvidan), los hombres somos aquellos que “recordamos” a los muertos, los mantenemos en la memoria.

El hombre es un animal de pensamiento (racional), de trabajo organizado (productor) etc. Pero, en sentido más profundo, es un viviente que recuerda a sus difuntos, sabiéndose ligado a ellos.  Por eso, los primeros signos humanos dichos son los “enterramientos” (dólmenes, cuevas y ritos funerarias etc.).

Desde ese fondo, en las reflexiones que siguen, quiero evocar dos elementos de mi visión fundamental de los difuntos. (a) La experiencia milenaria de mi abuela, en un contexto rural vasco. (b). La teología cristiana de los difuntos.

EL HALLOWEEN DE MI ABUELA

No me extraña nada el Halloween como fiesta pagana de los difuntos, de origen quizá celta, pero con raíces mucho más extensas, yo diría universales, muy cercanas a las que me transmitió mi abuela. El culto y recuerdo de los muertos, con lo que tiene de fascinación, pavor y vibración del alma, es una de las bases de la cultura humana (y de la religión). Si un día lo olvidamos, si los muertos dejan de ser “sagrados” en el sentido más hondo del término, dejaremos también de ser humanos.

Lo que me entristece es un Halloween sin hondura , manejado por comerciantes del dinero y la conciencia otros seres humanos. Si triunfa este «Halloween sin Halloween» (es decir, sin experiencia de la santidad de los difuntos), habremos perdido el gozo y la emoción de la vida, con el infinito temblor sagrado, esperanzado, de la muerte, de manera que nos convertiremos en máquinas, juguetes parlantes, en manos de la pura banalidad o del comercio económica que todo lo corrompe  y lo utiliza. Viviremos sin repliegues de misterio en el alma, pues no tendremos alma.

            Si borramos el Halloween “primigenio” de mi abuela habremos destruido el gozo y misterio más hondo de nuestra existencia., que consiste en recordar a los difuntos, manteniéndoles en el recuerdo del corazón y celebrando con ellos (por ellos) la fiesta dolorida y gozosa  de la vida.

Esto es lo que puede suceder por la vía de un Halloween sin sin temblor gozoso ante misterio de la vida y de la muerte. Habremos borrado la “fiesta” de los santos y difuntos de todos. Seremos como autómatas en manos del comercio de algunos. No habrá ya santidad de fondo de la existencia humana, sorpresa ingente por la vida, por ser cada vida única y sagrada; no habrá desconcierto infinito e infinita esperanza ante la muerte; no habrá ya humanidad, al menos la que hemos conocido hasta el momento.

De esto quiero tratar en el entorno de estos días de santos y difuntos (para otros de Halloween; 1-2 de noviembre), no para negar el Halloween como posible fiesta de la muerte (¡que yo he celebrado de niño!), sino para darle su sentido antropológico, religioso, que no es comercial, sino de apertura al misterio de la vida. 

Celebré un año las fiestas de los santos y difuntos con mi abuela materna, en el basherri o caserío de Aldekoa/Arrugaeta. Con ella se podía hablar de todo y así hablamos. Fue una de las más hondas lecciones que me han dado, sobre la vida y la muerte, antes de todo lo que más tarde he podido aprender estudiando y enseñando sobre el sentido de la vida y de la muerte en las diversas culturas y religiones.

1. Yo tendría en torno a ocho años (quizá siete y miedo, quizá ocho y medio). Le dije que me habían dicho que no pasara esos días por delante del Illherri o cementerio (pueblo de los muertos), pues venían los difuntos y metían miedo.

Me respondió que no les tuviera miedo, que pasara por allí contento, que los muertos (Arima-Santuak, almas santas) estaban allí para ayudarnos y enseñarnos. Que les pidiera su ayuda, y que me ayudarían, pues los muertos son santos que ayudan a los niños a crecer y a los hombres a vivir, como ellos han vivido, y mejor todavía que ellos, aunque no les veamos.

2. Le pregunté entonces por qué se celebraban muchas misas, con muchas velas en la Iglesia. Le dije también que muchos lloraban, sobre todo las mujeres, y que iban de negro.

Me respondió que las misas no eran para ayudar a los difuntos, sino para recordarles, para saber que todos formamos una gran familia, vivos y difuntos. Me dijo que las velas eran para saber que hay una luz para cada uno, para todos… y que las mujeres lloraban porque recordaban con cariño a los difuntos, sabiendo que un día todos los que hemos vivido en el mundo nos encontraríamos en Dios.

3. Entonces le pregunté por qué había dos fiestas, una de difuntos y otra de santos, que me parecía que los santos ya disfrutaban en el cielo y los difuntos seguían sufriendo en el purgatorio o el infierno.

Ella me dijo, con toda decisión, que las dos fiestas eran una misma. El día de los Santos se recordaba a todos los muertos con alegría, porque todos iban a Dios, donde la vida era una Gran Luz, un Gran Amor; entre esos santos se recordaba a algunos en especial, como la Virgen, San Pedro o San Martin, los que estaban en las imágenes de la iglesia. El día de los Difuntos se recordaba a los mismos muertos, especialmente a últimos, a los que todavía recordamos (aitita, osaba Leon…), porque Dios le está recibiendo en su casa del cielo.

4. Yo le dije todavía que había algunos muertos malos, malos, de esos que iban al infierno, y que venían para castigar a los niños, que así me lo había dicho Eneko en el camino de la fuente, y que había que espantarles. Ella me respondió muy seria que no le hiciera caso a Eneko, porque ningún muerto podía venir a hacernos daño. Además, añadió, no podíamos decir que alguno se condenaba, porque Dios es el Más Grande (Jaungoikoa haundiena…) y puede llevar a todos a su cielo, porque él quiere a todos, porque todos somos sus hijos, y por eso vino Jesús, para abrir las puertas del cielo, de par en par…

5. Pero, entonces, le dije: ¡Amama, todo lo mismo! Si todos se van a salvar a ir al cielo, da lo mismo ser bueno que malo…Ella volvió a responderme muy seria. ¡No todo da lo mismo! Precisamente porque Dios nos quiere tenemos que buenos, y no tener miedo… Por eso debemos celebrar y alegrarnos estos días, de los Santos y los Difuntos, llevar flores, llevar luces… Vamos al etxaurre a buscar flores, luego voy a hacer unos pasteles, vamos a poner luces en casa, para que estén con nosotros los santos y difuntos, y estén contentos…

6. Pero ¿no dices que no se les puede ver, que no les tenga miedo? ¿Para qué poner luces y flores si no les vemos?

No les vemos, pero ellos están. Están aquí, con nosotros, en la misma casa, están en la iglesia y el Illherri… No les podemos ver, pero están, ellos nos hablan al corazón, sin necesidad de palabras, nos dicen que vivamos, que nos queramos… y cuidemos unos a otros

¿Sabes quién es el muerto principal, el amigo de todos los vivos y los muertos? Es Jesús, ya sabes cómo le mataron, sabiendo además que está vivo, en nosotros con nosotros. Eso es lo que llaman los curas resurrección. Jesús está aquí, diciéndonos lo que nos decía cuando vivió en Jerusalén; y está la Andramari, su amatxu, y están los muertos, todos resucitados, con nosotros. No, no les podemos ver, ni escuchar con los oídos, pero les podemos sentir en el corazón y están contentos porque vivimos y nos queremos. Por ellos podemos vivir, a ellos les debemos lo que somos.

7. No entiendo, amama. ¿Por qué dices que podemos vivir por ellos, si ya no están?

–¿Cómo te atreves a decir que no están? Ellos están y viven con nosotros. Sin ellos no seríamos nadie, no podríamos haber nacido. Pero ahora no podemos verles, gracias a Dios. Tú no podrías vivir sin tu aitita, que ya ha muerto, pero está contigo, y no podrías vivir sin Jesús y sin todos los que han muerto para que nosotros podamos vivir. Por eso, aunque estamos tristes porque han muerto nos alegramos, buscamos flores, ponemos luces, vamos a comer pasteles… y después, mañana, iremos a misa, con luces y zapatos nuevos y daremos gracias a Dios por todos los muertos…

Mi amama celebraba así un tipo de Halloween, de rito “pagano” por los muertos, como el que han celebrado chinos y bantúes, celtas y euskaldunes, por siglos y siglos… Pero ese rito era, al mismo tiempo, una fiesta cristiana, una fiesta de gozo por la vida y la muerte de Jesús, en el Illherri de fuera y en la Iglesia de dentro, en los caminos y en las fuentes.

No sé si he recreado aquel recuerdo de un modo demasiado romántico, pero ha seguido estando ahí, a lo largo de mi vida, con más fuerza que las ideas teológicas que más tarde quise aprender. Por eso, estoy seguro de que un tipo Halloween humano y religioso pertenece a las entrañas de la misma vida. Ese Halloween, no se opone al Evangelio de Jesús, sino todo lo contrario, está en la línea de la fiesta cristiana de la vida, porque el muerto por quien todos vivimos es el mismo Jesús, Dios que ha muerto por nosotros, para que en él vivamos, despleguemos nuestra vida en amor y seamos

Pero está llegando un Halloween puramente comercial, que ha perdido sus raíces religiosas y se ha convertido en un signo de consumismo banal, que todo lo confunde (muertos y vivos, monstruos y seres humanos) en aras de un comercio que Cristo quiso expulsar del templo de la vida humana.

2. DÍA DE ÁNIMAS. EL PURGATORIO NO ES DOGMA, ES UN CAMINO EN LA VIDA.

No es un dogma separado, sino un elemento de la experiencia de Jesús, quien, según el credo de los apóstoles “descendió a los infiernos” (que son en realidad el purgatorio), para compartir la suerte de los muertos, liberándolos de la destrucción eterna.

No es un dogma más, junto a otros, sino un elemento esencial del “dogma” de Jesús que “descendió a los infiernos” para acompañar y liberar a los que “esperaban” (=esperan) su santo advenimiento. Así lo entendió la iglesia antigua y lo sigue entendiendo la Iglesia Oriental, que no ha necesitado nunca ni necesita un dogma separado sobre el purgatorio.

No es un dogma más, sino la primera experiencia verdaderamente humana, que ha separado a los hombres de todos los restantes animales, cuando han empezado a enterrar a los muertos o a despedirles de un modo distinto, sabiendo que siguen en camino, en el gran despliegue de la vida. 

Introducción

             El dogma de fondo no son las almas/ánimas que necesitan ser purgadas o sacadas de un tipo de cárcel penitencial, sino Cristo que se ha encarnado (=sigue encarnándose) en la historia de amor y dolor, de vida y muerte de los hombres. Ciertamente, la devoción cristiana ha representado con mucho amor (y a veces con cierto tenebrismo) la cuestión del purgatoria.

     Es bellísima la imagen de la Virgen sacando almas del purgatorio. Es importante la devoción a las almas del purgatorio, la comunión eucarística con ellos, la apelación a la Indulgencia de Dios (no a las indulgencias con días particulares etc. etc.). Pero eso son detalles secundarios. El dogma es Cristo (=Dios encarnado) que vive en los hombres, asumiendo su historia, una historia en marcha, en la que vivos y difuntos nos mantenemos (=estamos comprometidos) de modos distintos en la “marcha” de la vida.

            Eso significa que el camino de vida de los difuntos no ha terminado todavía, pues formamos todos un “cuerpo” en marcha, en comunión de gracia y amor, hasta la plena reconciliación (hasta la plenitud del Reino, cuando el Dios de Cristo sea todo en todos (1 Cor 15, 28)

 Un purificatorio

Según la teología tradicional, purgatorio (en sentido figurado) es el «purificatorio», que no se entiende como «tiempo» sino como proceso de transformación creyente (nos atrevemos a decir «cristiana») de aquellos que han muerto sin hallarse aún preparados para alcanzar la bienaventuranza de Dios (=que no han llegado aún a la meta de la vida en Dios, que es la parusía plena de Jesús, la resurrección de todos los muertos).

Lo que llamamos purgatorio no es algo que se aplica sólo a las almas separadas, ni tiene un sentido puramente medicinal, como el de las purgas que se empleaban antiguamente para curar a un tipo de enfermos de cuerpo. De un modo semejante, los enfermos de alma, necesitarían una purificación espiritual, a fin de limpiarse por dentro, para así recibir el amor de Dios y responderle igualmente en amor, amando a los demás hombres y mujeres, llegando de esa forma al cielo.

Por eso, más que de purgatorio e incluso de purificatorio, habría que hablar de amatorio, es decir, de aprendizaje y experiencia de amor, pues quien no ha conseguido amar o recibir en gratuidad el amor de Dios en Dios no está preparado para responderle en amor. Es, por tanto, una escuela de amor, donde el símbolo del fuego no emplea en clave de castigo, sino de creatividad de amor.

De todas formas, la Iglesia Católica no ha logrado explicar plenamente el purgatorio/amatoria, de manera que, en general, las iglesias protestantes se oponen a su visión del tema, negando incluso la existencia del purgatorio. Pero muy posiblemente esa oposición protestante se dirige a un tipo de «mercado» del purgatorio (¡misas por los difuntos, en sentido casi comercial!) más que a la visión recta del tema.

            Sea como fuere, el purgatorio forma parte de la experiencia más honda de la vida humana: Los muertos siguen de algún modo viviendo, tienen una función muy importante en nuestra vida. No son simplemente “di-funtos” (de-functi: los que no tienen ya ninguna función que cumplir)… Sino que su función consiste en mantener nuestro pasado. Por ellos somos, ellos definen de alguna manera lo que podemos ser; y nosotros, los que aún vivimos, seguimos manteniendo en vida a los difuntos, esperando la utopía de la nueva humanidad, de la vida de todos los que han muerto.

  Estrictamente hablando, el símbolo del purgatorio no aparece en la Biblia, aunque se conocen y aceptan en ella las oraciones por los difuntos, como aparece no sólo en 2 Macabeos 12, 43-46 (que es el texto clásico sobre el tema), sino en el conjunto de la piedad israelita y cristiana. En esa misma línea se puede entender un pasaje de Pablo (1 Cor 15, 29), donde se habla de aquellos que se “bautizan” (es decir, se purifican) por los muertos. Pero más que en unos textos aislados, la experiencia y teología del purgatorio ha de entenderse desde la visión completa de la fe cristiana, que es una fe en la vida, en la transformación y resurrección de los creyentes, es decir, de todos los hijos de Dios, por medio de Jesús.

En ese sentido, creo que el purgatorio forma parte del proceso de muerte y resurrección de los hombres en Cristo, para integrarse en el camino de su salvación, para resucitar con él (desde Dios) a la vida eterna (que es Dios Todo en todos). Ese es el principio de purgatorio, la afirmación de que la «vida» de los creyentes no termina con la muerte, sino que se abre en y por ella al despliegue de la luz/amor de Dios.

  Una historia y realidad compleja

El purgatorio puede vincularse con las “pruebas de purificación” que aparecen en diversas religiones: ellas son como pasos que el novicio o candidato a la madurez debe superar, a fin de alcanzar la perfección y adquirir de esa manera el conocimiento perfecto del misterio y la integración en el grupo de los purificados.

a. Cárcel penitencial. El purgatorio tras la muerte se ha comparado con una cárcel temporal, donde los delincuentes expían por los pecados que han cometido y se purifican, con el fin de integrarse de nuevo en la sociedad, viviendo en ella en una situación de limpieza. Entendida así, la cárcel responde no sólo a la justicia del «talión» (cada uno debe “pagar” por lo que ha hecho), sino también a una exigencia de maduración personal. Los hombres, especialmente aquellos que son reos de una determinada culpa, tienen que compensar por el mal que han realizado y alcanzar de esa manera la madurez personal que se necesita para vivir en situación de libertad; no es una cuestión de justicia exterior, sino de plenitud interna.

b. Purgatorio tras la muerte. Aparece básicamente como una interpretación teológica de la necesidad de purificación de aquellos que han muerto sin haber logrado una pacificación interior y una maduración personal. Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a interpretar esta necesidad de purificación a través de la doctrina de las reencarnaciones: los espíritus que no han llegado a estar pacificados y no han alcanzado su nivel de perfección, tienen que volver a introducirse en los ciclos de la vida, para así purificarse, hasta alcanzar el estado de inmersión total en lo divino (o en lo nirvana).

Por el contrario, los cristianos católicos han desarrollado la doctrina del purgatorio como medio de purificación individual (para cada hombre o mujer) y lo han concebido como un estado de vida intermedia entre este mundo y el cielo. Los que mueren en estado de imperfección no nacen de nuevo en la tierra, ni van directamente al “cielo” (ni son destruidos para siempre, como los posibles condenados del → infierno), sino que han de ser “purificados” tras la muerte, en un tipo de vida intermedia, que tiene precisamente esa función purgativa de limpieza.

c. Culto a las almas del purgatorio. Es de doble tipo, conforme a la doctrina de la “comunión de los santos”, que vincula a las tres “iglesias”: militante (de la tierra), purgante (del purgatorio) y triunfante (de los que han alcanzado el cielo, culminando de esa forma su camino de lucha).La visión de esa iglesia purgante, cuyos miembros difuntos (almas del purgatorio) pueden orar por los vivos de la iglesia militante y recibir la ayuda que ellos les ofrezcan (especialmente a través del sacrificio de la misa) ha formado una parte esencial de la piedad católica de la Edad Media y Moderna. Ese culto por las almas del purgatorio se ha realizado, según eso, en una doble dirección: los vivos han rogado por los muertos (para que culmine su purificación y salgan del purgatorio, triunfando en la vida superior del cielo); los difuntos del purgatorio han rogado por los vivos, protegiéndoles en los diversos peligros de la vida.

  Disputa sobre el purgatorio. Un poco de protesta.

Está vinculada, sobre todo, con las formas externas de culto a las almas del purgatorio y, en especial, con las indulgencias. Fue una disputa que nació en torno al siglo XIII y culminó en el siglo XVI, con la crítica de los protestantes y las declaraciones del Concilio de Trento. Una gran parte de los católicos medievales vivieron muy preocupados (incluso obsesionados) por la idea de la salvación eterna, vinculada a la superación del purgatorio donde se suponía que penaban las almas de gran parte de los hombre y mujeres que habían fallecido, como puso de relieve Dante (1265-1321), de manera impresionante, en la segunda parte de la Divina Comedia, dedicada en especial al Purgatorio. Conforme a la visión común de aquel tiempo, el poeta pudo imaginar las diversas formas y tiempos de purificación de los muertos, hasta alcanzar la salvación eterna.

En este contexto, ha tenido (y sigue teniendo) una importancia especial la celebración de la Eucaristía como “sacrificio” por los muertos. Podemos recordar que, al menos en la mente de muchos creyentes devotos, la eucaristía dejó de ser celebración comunitaria de la muerte y de la vida de Jesús (expresada en la comunión de plegaria y de comida de los creyentes), para convertirse en un medio de expiación y remisión de los pecados de los difuntos.

Con esta finalidad se multiplicó la celebración de “misas” y muchos tuvieron la impresión de que la superación del purgatorio estaba vinculada al número de veces que pudieran celebrarse a favor los difuntos (con los aspectos económicos, sociales y litúrgicos que esa suponía). En esa misma línea ha venido a situarse la concesión de “indulgencias” que papas y obispos han decretado, con el fin de ayudar a los difuntos a través de la recitación de determinadas oraciones o de la realización de algunos ejercicios de piedad e, incluso, de prestaciones económicas.

En contra de esta doctrina de las indulgencias y de la celebración de misas por los difuntos se empezó elevando la Reforma de Lutero, con sus 95 tesis del año 1517. Estrictamente hablando, en su raíz, el protestantismo no ha negado la posibilidad (o la existencia) de un purgatorio, entendido como signo (no estado) de purificación y transformación de los hombres y mujeres a los que Dios llama a su Reino por Cristo. Pero esa purificación no es algo que se pueda medir ni cuantificar en tiempos específicos (¡diaz años de purgatorio!) a través de un tipo y tiempo de indulgencias (¡plenarias, de cien años…!) o de celebraciones rituales, sino que forma parte del misterio de la “comunión” de los santos, es decir, de la comunicación creyente (mesiánica) de todos los hombres y mujeres de la historia.

Pienso que, de alguna forma, todos los cristianos, incluidos los católicos, nos hemos hecho un poco protestantes.. Admitimos el misterio de la comunión de los santos y de la oración que nos vincula a todos los creyentes (a todos los hombres, vivos y muertos) en el misterio de Cristo, pero nos cuesta mucho entender el sacrificio en un sentido antiguo, y más el sacrificio de la misa en línea penitencial. Para la mayoría de los católicos actuales no se puede ya hablar (ni se habla) de un dogma del purgatorio.

Reflexión de conjunto. Catecismo de la Iglesia católica

El purgatorio ha sido (y en parte sigue siendo) uno de los elementos fundamentales de la visión religiosa de muchos católicos, especialmente en los medios populares. A pesar de los excesos que se han podido cometer en este campo, el purgatorio constituye uno de los símbolos más importantes de la experiencia cristiana, pues nos sitúa ante la puerta de la muerte y de la resurrección, con sus grandes paradojas, con su inmensa esperanza.

 (a) Por un lado, aquellos que mueren (¡todos los hombres!) quedan en manos de la misericordia de Dios, que les ofrece su salvación en Cristo.

(b) Pero, al mismo tiempo, ellos quedan ante todo aquello que han sido y son (en sí mismos y desde los otros), de manera que necesitan rehacer su vida, desde el don de Dios, en comunicación con todos los restantes hombres y mujeres de la tierra.

(c) El purgatorio nos sitúa en el lugar donde se distinguen y encuentra las dos “comunidades” de creyentes: los que caminan en este mundo y los que ya han muerto. De un modo lógico, el recuerdo y el culto a los muertos formas parte de la vida y esperanza de aquellos que viven.

Ésta es una doctrina que sigue siendo importante para el cristianismo. 

Desde ese fondo podemos citar algunos números que el Catecismo de la Iglesia Católica ha dedicado al tema: «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los concilios de Florencia [1439] y de Trento [1563].

La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura -por ejemplo, 1 Corintios 3,15; 1 Pedro 1,7-, habla de un fuego purificador. Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 Mac 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (CEC 1030-1032).

Ésta es la doctrina oficial del catecismo… Es “oficial”, pero no ha sido admitida por gran parte de los católicos actuales. Por otro lado, la referencia a 2 Mac, siendo “venerable” termina siendo “penosa” a no ser que se entienda en su contexto, que es quizá más pagano que judíos..  Ella refleja la tradición venerable de la Iglesia católica. Pero a partir de ella se puede avanzar, en la experiencia y en la teología.

Quizá se pueda decir que el “purgatorio” es el mismo amor de Dios  en Cristo que será capaz de hacer que todos los hombres amen; no será “penorio” (lugar de penas), sino amatorio (experiencia y camino de felicidad y amor, porque sólo aquellos que aprenden a amar (se dejan transformar en amor y por amor para la felicidad) podrán vivir plenamente en Dios.

En ese sentido, el purgatorio forma parte de la experiencia cristiana de un Dios que quiere ser amor total, todo en todos por gracia. El purgatorio es la experiencia y certeza de un excedente de gracia; es la certeza de que el infierno no podrá dominar sobre la Vida de Dios. La forma de “orar” por las almas de purgatorio y de acompañarlas (y de dejarnos acompañar por ellas) en el camino de la vida eterna forma parte del misterio de la comunión de los santos. Pero hay un modo infalible de ayudar a las almas del purgatorio (almas son las “personas”)  en cuerpo y alma: es ayudar a vivir en amor y solidaridad a los hombres y mujeres de este mundo; es procurar que ese infierno de mundo se vuelva lugar de purificación para la vida y la esperanza, en ese mundo en que habitamos los hijos de Dios.  

Un símbolo importante, un símbolo que da que pensar, que nos comprometa a actuart

El purgatorio en sí no es un dogma cerrado, sino un símbolo que nos permite entender mejor la “suerte” de aquellos que han muerto sin estar purificados para Dios. Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a interpretar esta necesidad de purificación por medio de las reencarnaciones: los hombres que no han alcanzado la purificación completa, han de volver a introducirse en los ciclos de la vida, para así alcanzarla, hasta introducirse de un modo total en lo divino (lo nirvana). Por el contrario, algunos cristianos (los católicos) no aceptan la doctrina de reencarnaciones.

Los que mueren en estado de impureza no nacen de nuevo en la tierra, ni van directamente al “cielo” (ni son destruidos para siempre, como podrían ser los condenados al infierno), sino que han de ser “purificados” en el contexto de la historia universal de la salvación.

‒ Disputa histórica sobre el purgatorio. Surgió en torno al siglo XIII y culminó en el siglo XVI, con la crítica de los protestantes y las declaraciones del Concilio de Trento. Una gran parte de los católicos medievales vivieron muy preocupados (incluso obsesionados) por la idea de la salvación eterna, vinculada a la superación del purgatorio donde se suponía que penaban muchas almas de los hombre y mujeres que habían fallecido, como puso de relieve Dante (1265-1321), en la segunda parte de la Divina Comedia.

Pues bien, para “ayudar” a las almas del purgatorio se multiplicaron las “misas” y se concedieron “indulgencias” de papas y obispos. En contra de ellos se elevó la Reforma de Lutero (año 1517), pero sin resolver el fondo del tema. No se trataba de misas o indulgencias, sino de la experiencia y camino de purificación de los vivos y de los muertos, en el camino que conduce a la plena redención de la historia (de los hombres de la historia).

 – No se trata de una disputa sobre el más allá, sino de una exigencia de transformación en el más acá, en la misma historia. O nos transformamos o morimos…

A pesar de los excesos que se han podido cometer en este campo, el purgatorio constituye un símbolo importante para situar y entender la experiencia bíblica de la salvación.

(a) Por un lado, aquellos que mueren (¡todos!) quedan en manos de la misericordia de Dios, que les ofrece su salvación en Cristo. En ese sentido, porque hay Dios, y Dios es Vida, como se ha revelado en Cristo, podemos y debemos esperar la “Vida eterna”, es decir, el pleno despliegue de la vida para todos los vivientes.

(b) Pero esa misma misericordia de Dios ha de purificar a los vivientes, para que alcancen en plenitud la gloria. Entendido así, el purgatorio no es un “penorio” (lugar de penas), sino un purificatorio y amatorio, un camino de transformación de la vida en amor, pues sólo aquellos que aprenden a amar (se dejan transformar en amor y por amor para la felicidad) podrán vivir plenamente en Dios.

(c) Ese purgatorio que es purificatorio (transformación para la Vida) ha de empezar aquí. Conforme a la Salve, la vida tiene algo de “valle de lágrimas”, pero ha de serlo desde el don de la vida y para la Vida. Debemos asumir los costes de la justicia y el amor, que no son daños colaterales, sino exigencias centrales de una vida hecha para el gozo del amor, y en especial para el amor de los demás, para que puedan transformar el valle de lágrimas en campo de esperanza (como supo ya el profeta Oseas).

(d) En ese sentido, el purgatoria forma parte de la experiencia cristiana de un Dios que quiere ser amor total, todo en todos por gracia (en la línea de 1 Cor 15, 22). Se trata de que, siendo Dios “todo en todos”, todos los hombres y mujeres, que han vivido y que vivirán en el futuro, se encuentran implicados en un camino purificación y transformación, empezando por este mismo mundo (por que los viven en un determinado momento en el mundo), pero abriéndose a todos los que han muertos, pues todos se comunican entre sí, de un modo misterioso, en Cristo, que resucita y vive en el despliegue total de la historia de los hombres.

Jesús descendió a los infiernos (=al purgatorio).

Al comienzo de esta reflexión me ha referido a ese tema, comparando el purgatorio con el “infierno” al que Jesús descendió (=desciende) para liberar a los muertos. La confesión pascual incluye la certeza de que Jesús fue sepultado, como indican Pablo (1 Cor, 15, 4) y los evangelios (cf. Mc 15, 42-47). Pues bien, el Credo de los apóstoles añade que descendió a los infiernos expresando un misterio de muerte y de victoria sobre la muerte, que pertenece a la experiencia originaria de la iglesia.

         Ciertamente, la muerte de Jesús es para los cristianos una consecuencia del pecado de la historia de los hombres. Pero ella es, al mismo tiempo, principio de resurrección, fuente de gracia. Jesús asumió el infierno de la opresión y de la muerte para abrir con su vida y su pascua un camino de resurrección para todos[1].

         El evangelio de Mateo (cf. Mt 27, 51-53) afirma que a la muerte de Jesús comenzaron a resucitar los muertos.  En un contexto como ése, la tradición cristiana ha confesado  que Cristo bajó a los infiernos, al “lugar”de los muertos (es decir, al purgatorio), culminando así el camino de su vida, al servicio de los expulsados, pobres, enfermos y endemoniados.

         Conforme a la visión tradicional, ese infierno (sheol, hades, seno de Abraham…) era el destino de todos los difuntos, un lugar al que nadie podía venir para liberar a los muertos, del tipo que fueran. Pero Dios ha venido por Cristo para hacerlo, es decir, para rescatar a los muertos, ofreciéndoles su resurrección. En esa línea, el Credo dice que descendió a los infiernos y que al tercer día resucitó de entre los muertos, ratificando así la plena en‒carnación (en‒mortalidad) de Jesús, pues quien no muere no ha vivido, y quien no muere por los demás se encierra y perdura en su muerte:

 ‒ Jesús murió y fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad, siendo enterrado (en muerte real, no aparente, habiendo iniciado así el proceso de descomposición, situado simbólicamente a los tres días) puede resucitar «de entre los muertos». En ese sentido, la Iglesia confiesa que Jesús ha bajado al lugar de no retorno que es la muerte, para compartir la “maldición” de los muertos, e iniciar el nuevo camino de la vida.  

‒ “Sufrió la muer­te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela­dos que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé…” (1 Pe 3, 18-19). Estos espíritus a quienes anunció la salvación no eran sin más los condenados a la muerte, sino, de un modo especial, los ángeles perversos de ciertas tradiciones apocalípticas. la tradición de Henoc. Como hemos visto, Henoc no podía liberarles, pero Jesús puede hacerlo; por eso ha muerto, por eso ha bajado al infierno, para vencer así a la muerte, no como Jonás, para estar allí por un tiempo, sino como salvador, para liberar a todos los encarcelados (a todos los que estaban en un infierno convertido en purgatorio).

— El credo de los apóstoles avanza en esa línea y afirma que Jesús bajo a los infiernos (al purgatorio de la vida y de la muerte) para liberar de la muerte a los que mueren. Esa ha sido y sigue siendo la confesión más honda de la fe cristiana.  Jesús ha descendido por su muerte al infierno de la historia humana, a todos los infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento.  abriendo así un camino de resurrección universal, de forma que Dios pueda ser y ser “todo en todos” (1 Cor 15, 58), en línea de «apocatástasis»: reconstrucción de todo, destrucción del infierno. 

Dios salvador, salvación universal en Cristo

             En esa línea, fijándonos de un modo especial en Mt 25, 31-46 (cf. cap. 20, 25‒27), debemos seguir afirmando que el infierno es lo opuesto a Dios y que sólo puede darse allí donde (en el caso de que) existan hombres que rechazan de un modo eficaz y consecuente el proyecto y deseo de amor, que se expresa como ayuda a los hambrientos, extranjeros, enfermos y encarcelados, del tipo que sean, sin condenar nunca a nadie. Según eso, de un modo consecuente, a pesar de las palabras externas de Mt 25,31-46 (¡apartaos de mí malditos…!), el Dios de Jesucristo se ha identificado con todos los que sufren sean moralmente buenos o malos (incluso con los encarcelados, que pueden ser moralmente peligrosos), de manera que en él pueden hallar todos un camino de salvación en la línea de 1 Cor 15, 28, de forma que Dios sea “todo en todos”.

Entendido así, el infierno no es una realidad objetiva, dada ya por siempre, de antemano, sino una posibilidad que surge allí donde la invitación al amor corre el riesgo de no ser aceptada. Lo que llamamos hoy  infierno es, en sentido radical, un purgatorio, un camino de transformación de la muerte en vida.

Ciertamente no puede existir cielo propiamente dicho (en libertad y gracia) sin posibilidad de condena, pues un hombre que no puede condenarse (negarse a sí mismo, negarse al Dios de la gracia) no sería libre, capaz de amor, y un cielo impuesto no sería cielo. Desde la vida en gracia que ofrece Dios en Cristo, los hombres pueden elegir la muerte que ellos mismos vamos tejiendo con su egoísmo, pero el Dios de Cristo sigue siendo siempre mayor que ese poder de destrucción que somos Por eso, la negación o infierno no es nunca la última palabra.

Pero de hecho conforme al camino de Dios (conforme al dogma clave de la bajada de Cristo al infierno), todos los infiernos pueden ser transformados y convertidos por Cristo en camino de cielo. Teóricamente seguimos teniendo la necesidad de hablar de un infierno (de una negación total de vida), pero, en la práctica, por Cristo, todo infierno es posibilidad de cielo.

Sin duda, el tema no es fácil de resolverse en un plano teórico, pero las razones bíblicas para hablar de una “salvación universal” (abierto a todos) nos parecen concluyentes, a partir de una serie de textos que he venido comentando en los capítulos anteriores.

(a) Jesús ha superado el talión, pidiendo a los hombres que perdonen a sus enemigos. Un Dios que no perdonara a los pecadores iría en contra del mensaje de su Cristo.

(b) La iglesia sabe que Jesús ha vivido y muerto por todos, de manera que su sangre ha sido “derramada por muchos” (peri, hûper pollôn, en sentido de muchos‒todos; Mc 14, 24 par). (c)  Pablo dice que en Cristo han sido “vivificados” todos (cf. 1 Cor 15, 22), añadiendo que, por medio de él, Dios será todo en todos (1 Cor 15, 28).

Pero no es momento de repetir aquí los argumentos anteriores, que he venido desarrollado a lo largo de  mi Teología de la Biblia. Vuelva al conjunto del libro (y al sentido de conjunto de la Biblia) quien quiera precisar el tema. Aquí sólo he querido ratificar lo ya dicho paso a paso en esa Teología de la Biblia, entendida como principio de salvación universal en amor, pero, al mismo tiempo, en libertad radical, de manera que, en sentido fuerte, los hombres (en especial algunos) podrían rechazar de tal manera ese camino, oponiéndose de tal forma al amor de Dios, que no podrían ser “salvados” ni por Dios (conforme a nuestra débil y frágil teología). Pero Dios está por encima de nuestra teología, como el mensaje y camino de la Biblia está por encima de nuestros argumentos lógicos.

 Notas

[1] Sobre el descenso a los infiernos, cf. R. Aguirre, Exégesis de Mt 27, 51b-53, ESET, Vitoria 1980; G. Aulen, Le triomphe du Christ, Aubier, Paris, 1970; W. J. Dalton, Christ´s proclamation to the Spirits. A study of 1 Pe 3, 18; 4, 6, Inst. Bib., Roma 1965;   B. Reicke, The Disobedients Spirits and Christian Baptism, Muksgard, Kobenhavn 1946; H. U. von Balthasar, El misterio pascual en Mysterium salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.

 Iglesia de fariseos y publicanos. Un tema pendiente -Lc 18, 9-14

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La iglesia ha sido (es) a la vez farisea (se presenta como santa) y publicana (ha trampeado con dineros). El evangelio supone que los publicanos pueden convertirse (aunque con difícultad). Los fariseos lo tienen más difícil, sobre todo cuando justifican su razón y santidad con grandes argumentos, pero ellos también pueden convertirse, según la tradición judía (y cristiana).

Por X Pikaza Ibarrondo

Texto: Lc 18, 9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar.

Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:»¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:»¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. «

Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

Comentario

El publicano del evangelio acepta lo que es, se reconoce en Dios, puede vivir en verdad, en sí mismo, ante los otros… Al reconocerse pecador está diciendo que quiere cambiar, que lo hará, aunque el evangelio no dice cómo. Por el contrario, el fariseo, profesional de la oración, se eleva en este caso como un mentiroso: Miente ante Dios, se miente a sí mismo, y desprecia a los que él piensa que no son de su altura.  

El fariseo. ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás. Da gracias por lo que es, no va a cambiar. Desprecia a los que no son como él…, como los ricos que se creen privilegiados por serlo y que da unas pequeñas limosnas para tener más sometidos a los pobres.

 El mundo se divide para el fariseos en dos mitades: en una estaba él y Dios (¡que en el fondo eran lo mismo, él era Dios!); en la otra mitad están (estamos) todos los demás. Las cosas funcionan razonablemente bien, muy bien, y este fariseo se lo venía a decir a Dios, esto es, a sí mismo, en un gesto solemne de auto-glorificación, ante los ojos de todos, que nos habíamos apartado para dejarle sitio en el centro y le miraban, con miedo, recelo y envidia desde las esquinas de la columnata. 

Gracias te doy, porque no soy como esos otros): ladrones, injustos, adúlteros.

 Sin duda, este fariseo cumple la ley con sus mandamientos (como el buen rico del texto que sigue: Lc 18, 18-31). Pero, como sabe Pablo, una ley bien cumplida, de forma legalista, lleva a la muerte, pues termina dividiendo a los hombres entre cumplidores y no cumplidores, entre limpios y manchados (expulsando de su centro a los que no son importantes).    Los “cumplidores” pueden utilizar la ley para triunfar, imponiéndose sobre los demás, sin misericordia. Entre ellos se encuentra este fariseo, que ha venido a decirle a Dios que ha triunfado, y a darle gracias por ello.

  Buena es la ley, seguiría diciendo Jesús, pero entendida como la entiende este fariseo es un arma terrible, al servicio de la propia seguridad y del desprecio de los otros.

Ésta puede ser la ley de un tipo de políticos que buscan su propia justificación a costa de los otros…, a los que echan la culpa de todo.

Ésta es la ley del “buen capitalismo” (y de una “santa” iglesia)  que piensa que tiene razón en lo que hace (¡y hasta paga los impuestos, con justicia “religiosa”, y financia procesiones y manifestaciones de triunfo religioso!), pero condena a la pobreza a millones de personas… (margina a todos los distintos….). 

Es la ley de los jerarcas del templo que administran con buena conciencia su dinero y su memoria histórica, para condenar a los otros (¡ladrones, injustos, adúlteros…!). Entre ellos se encuentra este buen fariseo que no adultera con mujeres de otros (¡cumple la ley!), pero quizá no ama con ternura e igualdad a la suya (ni a ninguna), y que quizá “se divierte” con mujeres libres o prostitutas (¡que eso no es adulterio!), sin importarles lo que sienten, lo que piensa.

Ni como ese publicano. La visión del publicano confirma al fariseo en la justicia y el valor de su riqueza económica o religiosa. . La visión del publicano le permite vivir más tranquilo, ser quien es y portarse como se porta… porque hay en el mundo publicanos y prostitutas a quieren utilizar sin remordimientos, porque son malos y se merecen lo que tienen (es decir, lo que no tienen).

 Este fariseo necesita que haya publicanos, para que cobren sus impuestos y realicen sus negocios sucios, necesita (probablemente) de la prostituta (por lo menos para sus desahogos morales: para sentirse bien). En el fondo, él mismo está diciendo (sin darse cuenta de ello) que su “justicia” está montada sobre la injusticia de los otros, una injusticia que él mismo está propiciando, dentro de un sistema religioso avalado por el templo (un templo al servicio de los fariseos).

Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

 Antes se había detenido en los mandamientos de la ley de Dios (no robar, no cometer injusticias legales, no adulterar). Ahora se fija en los mandamientos de la iglesia: ayunar, pagar el diezmo… En un sentido, es un hombre ascético (ayuna), pero el ayuno puede haberse convertido en un medio de autocontrol y de auto seguridad para dominar mejor a los demás… 

Es un hombre de diezmo: contribuye al mantenimiento de “su iglesia” (y de su economía, que haya pobres para servrle y justificarle)… y se limita a dar una pequeña limosna a los pobres, para que sigan estando ahí, como ejemplo de lo que no se debe ser, de lo que no se debe hacer. Posiblemente es un rico que paga buenos diezmos, es decir, que ofrece mucho dinero para obras sociales al servicio del sistema (no de los pobres); es el rico que mantiene la injusticia de fondo de fondo de la sociedad, dando incluso muchísimo dinero en caridades al servicio del propio orgullo, publicadas en la televisión de turno, magnificadas por los voceros y clientes. Da para sentirse bien, da para que se mantenga y consolide su sistema.

El publicano se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo. No, no podía mirar ni a la puerta del Sagrario. No miraba y, sin embargo, estaba mirando… No levantaba los ojos y, sin embargo, comprendía…Sabía que Dios es distinto y se ponía ante los ojos y las manos de ese Dios. Me costaba verle en el espejo, porque se escondía detrás de la columna, pero estaba seguro de era muy flaco, enfermizo, pero con ojos de amor. Me hubiera gustado jugar con él, pero no podía acercarme más allá del espejo… y así le seguí mirando. 

Sólo se golpeaba el pecho, diciendo… 

Quería despertar su corazón su corazón “a golpes”, como se hace con alguien que parece muerto, que ha tenido una parada cardiaca y vemos que el médico sacude con fuerza su pecho para que el corazón pueda latir de nuevo…  Sabía que hay Dios y que Dios podía poner su vida en movimiento. No sabía cómo, pero tenía que cambiar. No tenía respuesta, pero la estaba buscando. El templo de Dios no es para él un lugar de justificación de lo que existe (como para el fariseo), sino un lugar de reconocimiento y cambio. 

No echa las culpas a los otros, no se comparaba con nadie, ni siquiera con el fariseo. Simplemente quería confesar su pecado y cambiar… Más tarde he pensado, muchas veces, que este publicano tenía que haber echado la culpa al fariseos (como el fariseos le echaba a él la culpa), pero no lo hacía y que, por eso, precisamente por eso, era bueno. Porque ser bueno es no echar la culpa a los demás, ni aunque la tengan. Este publicano se echaba sólo la culpa a sí mismo. 

¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Así oraba este hombre, nos decía el catequista, detrás de una columna. No se justificaba echando la culpa a los otros (como podría y debería hacer quizá), sino que reconoce su culpa y la decía ante Dios, en ejercicio de sinceridad interior y de verdad. No había venido a la iglesia para justificarse, sino para mirarse en el espejo de Dios, descubriendo su necesidad de conversión, de cambio. 

Conclusión del evangelio

El fariseo bajó “sin haber conseguido la justicia” (sin estar justificado). 

Los fariseos han crecido y siguen ocupando el centro de muchos templos y palacios de congresos, de consejos de administración de las empresas y de bancos y negocios. Jesús nos ha dicho cómo oran ellos. Sería buenos que aprendieran a orar de otra manera, sin buscar la propia justicia, sin pretender tener la razón, buscando mejor la razón de los otros.

El publicano, en cambio, bajó justificado.

Ciertamente, está justificado ante Dios, en sentido religioso; pero, al mismo tiempo, debe justificarse ante la sociedad y la historia. Este publicano puede iniciar un camino distinto de solidaridad y de justicia verdadera, al servicio de los demás… Aquí se inicia la “revolución” de Jesús, una revolución de viudas y de publicanos, que pueden iniciar un camino de humanidad, desde el borde del templo.

TRADUCCIÓN JUDÍA. IDENTIDAD Y POSIBLE CONVERSIÓN DE LOS FARISEOS (según mi diccionario de las Religiones Entrada: fariseos)

  He comentado la parábola de Lucas, en línea de evangelio. Ahora quiero presentar una breve historia e identidad de los fariseos, desde un punto de vista académico, retomando mi entrada «fariseos» en Diccionario de las Tres Religiones, Estella 2009, 417-421. 

Estrictamente hablando, los fariseos no constituían un grupo de poder, sino de comunión de vida, aunque al principio parece que estaban más implicados en la acción política. Suelen vincularse con los hasidim, asideos o piadosos, opuestos al proceso de helenización del judaísmo, desde el tiempo de la crisis de los macabeos (primera mitad del siglo II a. C.).

Pero la misma evolución del judaísmo y su trayectoria religiosa les llevó a constituirse como fraternidades piadosas de separados (eso significa su nombre), que ponen de relieve la exigencia de pureza del judaísmo. No se oponen a los sacerdotes, pero acentúan de tal manera la experiencia de pureza sacerdotal que quieren convertir cada casa judía en un templo y cada comida en un sacrificio de alabanza a Dios. Por eso se comprometen a vivir conforme a las normas de pureza más estricta de la Ley sagrada que, de un modo normal, sólo se aplicaba para los sacerdotes en funciones, dentro del templo. Así aparecen en tiempos de Jesús o, al menos, al comienzo de la iglesia.

En principio, los fariseos no pretenden dominar sobre otros, sino vivir intensamente la experiencia de pureza de la tradición israelita, cultivando de un modo radical las normas de separación sagrada. Todo nos permite suponer que ellos no se oponían de un modo directo a Jesús en el tiempo de su vida, pues unos y otros (fariseos y Jesús) representan movimientos de renovación judía bastantes semejantes.

Pero el mismo hecho de parecerse a los seguidores de Jesús les llevará más tarde a enfrentarse con ellos, de una forma que ha quedado bien destacada por Pablo, por los evangelios sinópticos y por Juan (que presentan la visión del fariseísmo de su tiempo, más que el del tiempo de Jesús).

Por otra parte, los fariseos tenían una teología bastante cercana a la de Jesús: ponían de relieve la libertad del hombre, acentuaban la gracia de Dios, creían en la resurrección final de los muertos (eran apocalípticos) y veneraban el “mundo superior” de lo divino (creían en los ángeles). Esta oposición entre fariseos y cristianos se deberá al hecho de que unos y otros recrearán de formas distintas la misma herencia israelita, formando instituciones religiosas duraderas, que siguen existiendo hasta el día de hoy.

Desde ese fondo debemos separar a los fariseos de los saduceos, que constituyen el “partido sacerdotal”, vinculado a los círculos de poder del templo. Ciertamente, algunos sacerdotes pobres parecen más vinculados a los fariseos y sobre todo a los esenios (y después a los celotas). Pero los más tradicionales e influyentes constituyen el grupo saduceo, cuyo nombre podría venir de Sadoc, antepasado tradicional de la rama «legítima» (para algunos) de sumos sacerdotes.

Teológicamente se apoyaban en Ley y tradición antigua, rechazando las novedades espirituales más significativas de los fariseos de su tiempo y del judaísmo posterior: no creían en los ángeles, ni en la resurrección; rechazaban, en general, esperanza apocalíptica, de forma que entendían la religión como culto sagrado, en ese mundo; rechazaban en general el mesianismo…

Los saduceos, no los fariseos, parecen haber sido responsables directos de la oposición a Jesús y de la persecución de sus discípulos en Jerusalén, a diferencia de los fariseos, como (quizá de un modo tendencioso) ha destacado Lucas en el juicio de Pablo (cf. Hech 22-23). Da la impresión de que el influjo de los saduceos fue menor en Galilea y la diáspora. Han sido combatidos (y sustituidos) por los mismos insurgentes en la guerra del 67-70 d. C. y su influjo desaparece con el rabinato. Su relación con el cristianismo posterior ha sido pequeña, aunque han venido a convertirse en modelo simbólico para su jerarquía posterior. Por eso nos hemos fijado más en los fariseos.

Fariseos y cristianos.

Judaísmo rabínico y cristianismo constituyen dos ramas del único árbol de Israel. Los cristianos dicen optar por la universalidad, desde los pobres y excluidos del sistema, corriendo después el riesgo de adaptarse al imperio romano. Los judíos rabínicos, siguiendo la línea farisea,optan por la identidad israelita, separándose para ello de los restantes pueblos impuros (gentiles). De esa forma, ellos siguen manteniendo vivo el testimonio de la diferencia que Dios ha establecido entre el judaísmo y los restantes pueblos, pues, a su juicio, el tiempo final no ha llegado, de manera que no pueden vincularse todavía en un mismo espacio humano y religioso todos los hombres y mujeres de la tierra; por eso se definen por su vuelta hacia el pasado, por el estudio de la Ley, trasmitida por las Escrituras (que aceptan también los cristianos) y por las tradiciones de sabios y ancianos, codificadas de un modo nacional en la Misná, que los cristianos no aceptan.

Israel había tenido sabios excelsos por su conocimiento y práctica vital, estrechamente vinculados a los profetas antiguos, sabios y profetas cuyos libros han sido aceptados también por los cristianos, aunque de un modo especial en lengua griega (en la traducción llamada de los LXX). Pero ahora, avanzando en la línea de los fariseos, los nuevos judíos rabínicos ponen de relieve la importancia de los escribas o letrados de los fariseos, una casta ilustrada, con la que Jesús se mantuvo en fuerte controversia. Estos, los escribas, expertos en las enseñanzas del libro de la Ley y en las tradiciones nacionales de Israel, se vuelven autoridad central de la federación de sinagogas: son rabinos (=grandes), pues transmiten y comentan, avalan y expresan la Ley de Dios para el pueblo; son tannaitas o repetidores de las enseñanzas antiguas, más que creadores proféticos de una doctrina nueva.

 Estrictamente hablando, los escribas fariseos, cuyas sentencias e interpretaciones empiezan a reunirse en Misná y Talmud, sustituyen a los sacerdotes, profetas y sabios anteriores, convirtiéndose por el propio peso de su vida y doctrina en fundadores del nuevo judaísmo. Los sabios anteriores (los autores de Job o Eclesiastés) tenían una autoridad propia, a partir de su experiencia de encuentro con Dios. En contra de eso, los escribas y fariseos se vuelven autoridad legal, fijada en un texto sagrado, que es ya palabra de Dios; así aparecen como autoridad central del judaísmo a partir del año 70 d. C., después que se van apagando las ilusiones mesiánicas y apocalípticas del pueblo. De esa forma ha surgido el rabinato, como verdadero creador o, al menos, impulsor del judaísmo de la federación de sinagogas.

Resulta difícil tener un juicio imparcial sobre los fariseos, pues ellos han sido objeto de fuerte polémica, por parte de otros grupos de judíos y, sobre todo, por parte de los cristianos. El hecho más claro es que ellos han sido los verdaderos creadores del nuevo judaísmo, tras la caída del orden antiguo del templo. En esa línea pueden situarse las tres visiones “críticas” que siguen.

El juicio de Flavio Josefo.

 Hacia finales del siglo I d. C., Josefo presentó a los fariseos, los intér­pretes más cuidadosos de las Ley, apareciendo como defensores de la libertad humana: «Sostienen que actuar o no correctamente es algo que depende, mayormente, de los hombres, pero que el Destino coopera en cada acción. Mantienen que el alma es inmortal, si bien el alma de los buenos pasa a otro cuerpo, mientras que las almas de los malos sufren un castigo eterno (Guerra judía 2, 8, 14).  

«Los fariseos siguen la guía de aquella enseñanza que ha sido transmitida como buena, dando la mayor importancia a la observancia de aquellos mandamientos… Muestran respeto y deferencia por sus ancianos, y no se atreven a contradecir sus propuestas. Aunque sostienen que todo es realizado según el destino, no obstante no privan a la voluntad humana de perseguir lo que está al alcance del hombre, puesto que fue voluntad de Dios que existiera una conjunción y que la voluntad del hombre, con sus vicios y virtudes, fuera admitida a la cámara del destino. Creen que las almas sobreviven a la muerte y que hay recompensas y castigos bajo tierra para aquellos que han llevado vidas de virtud o de vicio. Hay una prisión eterna para las almas malas, mientras que las buenas reciben un paso fácil a una vida nueva. De hecho, a causa de estos puntos de vista, son extremadamente influyentes entre la gente de las ciudades; y todas las oraciones y ritos sagrados de la adoración divina son realizados según su forma de verlos. Este es el gran tributo que los habitantes de las ciudades, al practicar el más alto ideal tanto en su manera de vivir como en su discurso, rinden a la excelencia de los fariseos… » (Ant 18, 1, 3).

La obra de Josefo contiene, además, muchas referencias al papel político y social de los fariseos… Conforme a su visión, podemos pensar que los fariseos empezaron siendo un partido político de tipo nacionalista, para convertirse poco a poco en un grupo religioso, de piedad familiar fuerte. Es como si ellos hubieran descubierto la imposibilidad de cambiar la situación de Israel por la política y se hubieran convertido en nacionalistas religiosos, fundadores de lo que será el judaísmo posterior rabínico, hasta el día de hoy. Desde un punto de vista teológico, ellos creían en la libertad e inmortalidad del alma, con el juicio final y la resurrección de los muertos. Creían en la necesidad del cumplimiento de las buenas obras, dentro de la tradición de Israel: eran austeros  y honrados y estaban dispuestos a renovar el judaísmo desde la fidelidad a las tradiciones de los antepasados. 

El juicio del evangelio (Mateo)

El general, el Nuevo Testamento ofrece un retrato menos favorable de los fariseos, lo cual resulta muy comprensible, pues  en aquel tiempo (segunda mitad del siglo I d. C.) unos y otros (fariseos y cristianos) se estaban esforzando por interpretar desde su propia perspectiva la herencia de Israel. Los  cristianos lo hacen en línea mesiánico-universal, los fariseos en línea legal-nacional. Es lógico que los cristianos critiquen a los fariseos, pero lo hacen casi siempre “desde dentro”, es decir, oponiéndose al riesgo de farisaísmo de la propia iglesia. Entre  las acusaciones de los cristianos contra los fariseos está la de fijarse en las tradiciones de pureza de los “presbíteros o ancianos” de Israel, más que en la Escritura (cf. Mc 7).

En esa línea avanza  (Mt 23), donde los cristianos acusan a los fariseos de hipocresía, es decir, de proponer y cultivar una religión sin libertad interior, más centrada en las leyes externas que en la libertad mesiánica. En esa misma línea se mueve toda la controversia de Pablo,  que se presenta a sí mismo como un “fariseo” convertido a la libertad de Cristo. Éstas y otras críticas hay que situarlas en su contexto, desde la doble perspectiva del cumplimiento o de la aplicación de la Ley israelita. En esa línea se sitúa la parábola de fariseo y del publicano, que acabo de comentar y que es la que mejor refleja la polémica antifarisea de los cristianos 

La crítica del Talmud

Tras la ruina del templo y del estado judío (tras las guerras del 67-70 y del 132-134 d. C.), el fariseísmo de tipo rabínico logró recrear la identidad de Israel, tal como se ha fijado en los grandes libros y tradiciones de la Misná y del Talmud. En ese sentido, los fariseos han los “padres del judaísmo” actual y les debemos una inmensa gratitud, pues sin ellos el judaísmo nacional corría el riesgo de haberse perdido. A pesar de eso, el mismo Talmud, que es heredero de la tradición farisea, ha tenido el humor (y en honor) de presentarnos de un modo crítico siete tipos de fariseos. Los cinco primeros son negativos. Sólo el último es totalmente positivo. Será bueno que los recordemos.

Esta crítica del Talmud está muy cerca de la que aparece en los documentos cristianos, especialmente en los evangelios de Mateo y Lucas. Éstos son los tipos de fariseos:

(1) El fariseo del hombro: lleva la Ley como una carga; por eso va encorvado, bajo el peso de los mandamientos, como si llevara siempre un fardo sobre los hombres. Es un fariseo hipócrita: quiere que todos vean la carga que lleva, el peso de ser “bueno”. Se le puede llamar “fariseo medalla”: es como si llevara siempre una medalla pesadísima, para que todos los vean, que todos le admiren, que todos sepan lo que cuesta ser bueno.

(2) El fariseo del cálculo, que obra por interés. Ciertamente, está dispuesto a hacer “obras de caridad”, pero sólo para que le vean. Por eso anda espiando y mirando el momento en que puede venir a la plaza y hacer una obra buena, con bombo y platillo, calculando el provecho que ella puede darle. Lleva una contabilidad espiritual, pero más ante los hombres que ante Dios.

(3) El fariseo ciego, fariseo de pared, siempre triste y cabizbajo. Se dice que anda siempre cabizbajo y triste, para evitar las malas obras. Se dice también que cierra los ojos, para no caer en la tentación. Por eso cuando pasa cerca de una mujer hermosa no la mira, para no mancharse, de  manera que cae en el hoyo o se da contra la pared. Éste es el fariseo que no disfruta, ni deja disfrutar a los demás, que convierte la religión es un pesar constante, en una represión y ceguera. Dios nos ha dado los ojos para cerrarlos cuando algo  bueno pasa ante nosotros.

(4) El fariseo campanilla, que obra por ostentación religiosa y social. Se viste con vestiduras de religión (filacterias, mantos, capas….) para que le vean. Reza en las plazas en los momentos de más aglomeración, se pone siempre en el centro de las  calles, en el centro del templo. Tiene necesidad de decir a los demás que es religioso y que ellos deben serlo. Van dando siempre buen ejemplo, como si fuera responsable de que los demás vean a través de él la necesidad de la religión. Va tocando siempre a “misa” o a oración.

(5) El fariseo contador, el especialista en renta per cápita de tipo religiosa. Va preguntando siempre las obras que le quedan por hacer para llegar a ser muy bueno. Calcula sin cesar el haber y el debe de su cuenta religiosa. Lleva un cuaderno de contabilidad, es un capitalista religioso y puede saber los méritos que tiene, el capital espiritual del que dispone.

(6). El fariseo temeroso. Se le suele comparar a veces con Job, aunque esta comparación no es del todo buena, pues Job no es hombre de temor sino de protesta ante la injusticia del mundo. Sea como fuere, este tipo de fariseo se deja llevar por el temor de Dios. No es malo, es mejor que los anteriores, pero todavía no ama a Dios por sí mismo, sino que le obedece porque tiene miedo al castigo. Es un fariseo pequeño, pues cree que Dios es pequeño y que nos quiere tener sometidos. Así se somete por miedo al castigo.

(7) El fariseo del amor, que puede compararse con Abrahán. Es el que ama a Dios por el gozo de amarle, es el cumple los mandamientos por el gozo de cumplirlos, es el que puede amar a todos los hombres. Éste es el único fariseo bueno, según el  Talmud (Sota 22b; TJ Berajot 14 b).   Los cristianos pensamos que Jesús fue un “fariseo” de este tipo.

La Merced en tiempo de cautiverios y cárceles

Virgen de Merced, redentora de cautivos y encarcelados. Relectura de Mt 25

Celebra hoy la Iglesia el día de la Merced, esto es, del cuidado y liberación de los cautivos y encarcelados. Comenzó esta fiesta a principios del XIII, cuando unos frailes (=hermanos) de “merced” crearon en Barcelona una “orden” (institución) cívico-religiosa para atender y redimir a cautivos y encarcelados. Le llamaron “Orden de Santa María de la Merced” y pusieron como lema y clave de su “constitución·, fijada el año 1275, el texto de Mt 35, 31-46.

               Ésta fue entonces fiesta y tarea importante. Esta fiesta y tarea vuelve a ser muy importante en el momento actual (año 2022) tiempo de duros cautiverios y cárceles.  Por eso he querido ofrecer ese día una lectura actual del texto básico de la “merced”, esto es, de la redención de cautivos y encarcelados. Buen día de Merced a todos los amigos, hermanos y colaboradores de la obra de Merced en la humanidad y en la Iglesia.

Por X.Pikaza

Texto final y confirmación del compromiso de “merced”   en la Constitución de 1275:

(Traducción castellana) Por la cual obra de misericordia o merced…, todos los frailes de esta Orden  estén siempre alegremente dispuestos a dar sus vidas, si es menester, como Jesucristo la dio por nosotros; a fin de que en el día del juicio, sentados a la derecha por su gran misericordia, sean dignos de oír aquella dulce palabra que con su boca dirá Jesucristo: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo: porque estaba en la cárcel y vinisteis a mí, estaba enfermo y me visitasteis, tenía hambre y me disteis de comer, tenía sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, no tenía posada y me recibisteis.

En el siglo XIII, aquellos  frailes-hermanos de,  bajo el patrocinio de la madre de Jesús, a la que llamaron Virgen de Merced, interpretaron de un modo práctico el texto fundamental de Mt 25, 31-46. Siguiendo aquella tradición, también yo he querido re-intepretar ese pasaje, fijándome de un modo especial en el problema de los encarcelados (en el que incluyo a los cautivos).

Un tiempo de cárceles y cautiverios

 La cárcel constituye, un elemento característico de la sociedad moderna (ilustrada) que, por un lado, dice ofrecer y ofrece un tipo de libertad formal a todos los ciudadanos, pero que por otro, (para defender la seguridad del “sistema” de poder) necesita expulsar y encerrar a los que juzga «peligrosos». Ciertamente, parece que por ahora (año 2022) no se ha implantado en ningún país una sociedad plenamente carcelaria (prescindiendo de las grades dictaduras terroristas, como han podido ser la nazi, la estalinista y cierto comunismo chino, por citar sólo las tres más importantes), pero muchos estados actuales (incluidos los de América) tienden a organizarse de forma “carcelaria”.

                La sociedad antigua esclavizaba a los vencidos y castigaba físicamente (y mataba) con frecuencia a los disidentes, contrarios y “delincuentes”, manteniendo de esa forma su estabilidad, sin que necesitara intervenir el Estado en cuanto tal, de manera que muchas culturas, el derecho de sangre (castigo y venganza) lo ejercían los parientes o familiares cercanos de la víctima (entre los que se contaba el “goel” o vengador de sangre). Lógicamente, las cárceles eran pasajeras o poco importantes. Tampoco el sistema esclavista, de fuerte estatificación social, como el de la Edad Media europea, necesitaba cárceles (a no ser para nobles o eclesiásticos superiores), pues seguía matando a los más “peligrosos”, mientras esclavizaba al resto, dentro de un “orden” donde no todos tenían las mismas libertades.

La cárcel, tal como actualmente se conoce, ha surgido sólo en el momento en que los Estados modernos han asumido en su territorio el monopolio de la justicia legal y de la violencia legítima, encerrando, vigilando y castigando a los peligrosos o «culpables», apareciendo así como garante de una ley puesta al servicio del sistema establecido. Pues bien, el sistema carcelario que, en algunos países como España tiene por Constitución una finalidad “terapéutica” (la reeducación y resocialización de los “transgresores”: Constitución España 25, 2) parece estar en crisis, tanto en sentido jurídico-social como moral, y son muchos los que piensan que no puede mantenerse en su forma actual.

Son muchos los que piensan que hemos entrado en un momento clave de la historia, de manera que, si mantenemos y aumentamos el tipo de cárceles actuales, en vez de suscitar fraternidad y sororidad (en adelante diré sólo “fraternidad”) corremos en riesgo de enterrar no sólo los ideales cristianos (centrado en la ayuda a los necesitados), sino los mismos principios democráticos de una sociedad que presume de libertad, fraternidad e igualdad (conforme al lema fundante de la Revolución Francesa. Nuestras “constituciones” y normas fundantes siguen proclamando la igualdad, libertad y fraternidad ante, la Ley, pero la mayor parte de los encarcelados provienen de situaciones sociales de opresión e injusticia, de manera que la cárcel constituye una forma de sometimiento para ciertos colectivos marginados. En esa línea, puede hablarse de una profunda relación entre dos hechos:

‒ Un tipo de Sociedad-Estado crea la cárcel, para que los ciudadanos “pacíficos” no corran el riesgo de ser atacados (robados, matados) por los “asociales” del entorno. De esa forma, un tipo de Estado, que debía estar al servicio de todos los ciudadanos, se pone de hecho al servicio del Gran Capital, que le utiliza para su provecho.

‒ La cárcel va creando un tipo de Estado Policial, que sirve para proteger y defender al Capital, y que sólo puede mantener su producción y consumo, sus estructuras y formas de organización, expulsando y encerrando en la cárcel a un determinado tipo de ciudadanos, especialmente enfermos y débiles.

 Nos hallamos, pues, ante una especie de contradicción que define el conjunto de nuestra sociedad. (a) Por un lado, como herederos de la gran Ilustración europea del siglo XVIII-XIX, podemos afirmar que la cárcel es signo de la racionalidad de la justicia, propia del Estado, que asume el monopolio de la legalidad, y así “libera” al conjunto de la sociedad de aquellos individuos que suponen un peligro para ella.

‒ Pero, de hecho, la misma cárcel que debía presentarse como garantía de justicia social, se ha convertido en signo de falta de racionalidad y en motivo de injusticia (contraria a la fraternidad básica de todos los hombres, pues no cumple su objetivo: no consigue detener la violencia del sistema, ni rehabilita a los detenidos, ni está al servicio de la libertad y vida de todos, sino de la seguridad de un tipo de economía.

Iluminación bíblica Mt 25, 31-46

              Esta parábola constituye el final y compendio de las enseñanzas de Jesús. Algunos de sus rasgos pueden encontrarse no sólo en Israel, sino en otras naciones y culturas cercanas y lejanas (de Mesopotamia a Grecia, de Egipto a China…). Pero en su conjunto, ofrece un mensaje único en la historia de la humanidad y ha marcado no sólo la visión del cristianismo, sino de la cultura de occidente (y del mundo).

[Parábola] 25 31 Pues cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria, y todos los ángeles con Él, entonces se sentará en el trono de su gloria; 32 y serán reunidas delante de Él todas las naciones; y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Y colocará las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

[Salvación] 34 Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. 35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero y me acogisteis; 36 estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. 37 Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? 38 ¿y cuándo te vimos extranjero y te acogimos o desnudo, y te vestimos? 39 Y cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel y vinimos a ti? 40 Respondiendo el Rey, les dirá: En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis.

Obras mesiánica: Fraternidad Justicia, Servicio, Acogida

Los seis dolores mesiánicos del texto, que el Hijo del Hombre ha compartido (hambre-sed, exilio-desnudez, enfermedad-cárcel), se identifican con los sufrimientos reales de miles y millones de personas, no tienen nada de específico cristianos, como seguiré indicando. Pues bien, frente a ellos eleva nuestro texto las obras de ayuda que los hombres (los juzgados) deberían haber realizado para superar esos dolores (dar de comer y beber, acoger y vestir, visitar y ayudar a los necesitados), en clave de fraternidad, a fin de que la historia humana fuera lugar y presencia de Dios.

               La tradición cristiana posterior, al menos desde la Edad Media, les ha llamado “obras de misericordia”, añadiendo una más (enterrar a los muertos) y creando así una terminología específica, que ha definido la conciencia posterior de la Iglesia, tendiendo a decir que estas siete obras de misericordia son fundamentales para salvarse, distinguiéndose así de las “obras de justicia”, que serían necesarias para organizar este mundo, pero no para alcanzar la salvación final. De esa manera se han podido devaluar tanto las obras de misericordia (no servirían para organizar este mundo), como las de justicia (no servirían para la vida eterna). Pues bien, en contra de eso, el mismo texto afirma que estas son obras de fraternidad justicia, servicio y acogida/episcopado:

Son obras de fraternidad (fraternidad-sororidad), como he puesto de relieve en Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Sígueme, Salamanca 1984) insistiendo en la complementariedad entre fraternidad y serfviciopues el Cristo Juez define a todos los necesitados como sus hermanos, y de un modo especial como “sus hermanos más pequeños”. Ésta no es una fraternidad de puro nacimiento biológico, sino de comunión y comunicación humana.

Son obras de obras de justicia, como dice expresamente el texto, pues aquellos que las cumplen se llaman justos: “Entonces responderán los justos (dikaioi)”, es decir los de la derecha (25, 37), es decir, los que han dado de comer y beber a los necesitados. Al utilizar este lenguaje, el texto asume no sólo toda la tradición de la justicia del Antiguo Testamento (la Tsedaqa: ayuda a los necesitados), sino todo el mensaje de Jesús en el evangelio de Mateo, a quien podemos llamar el evangelio de la justicia (cf. Mt 5, 20 hasta 23, 23).

Son obras de servicio, es decir, de diakonía, como dice expresamente la pregunta de los “condenados”: ¿Cuándo te vimos hambriento, sediento… y no te servimos” (kai ou diêkonêsamen soi?; 25, 44). No se trata pues de unas obras de misericordia más o menos discrecional, sino de servicio humano, en el sentido radical de la palabra, que todo el Nuevo Testamento ha situado en el centro del mensaje de Jesús de la tarea de la Iglesia. En un sentido extenso, el Nuevo Testamento distingue entre el doulos o esclavo, que sirve por necesidad, es decir, por condición social, el diakonos o siervo, que es un hombre libre, que sirve a otros por su propia voluntad., aunque a veces los matices se solapan. Sea como fuere, Jesús aparece en el Nuevo Testamento como el el gran servidor o diakonos, aquel que ha venido a servir a los demás, regalándoles la vida (cf. Mt 20, 28).

               Aquí se expresa la gran revelación de este pasaje: El hombre está hecho para “servir a Dios”, sirviendo a los necesitados (en esa lista que va del hambriento al encarcelado). Servir es dar o, mejor dicho, darse para que el otro viva. Este descubrimiento de la solidaridad universal y del servicio concreto a los demás, como expresión y presencia de Dios (plenitud del hombre) constituye el mensaje central del evangelio. El hombre es el viviente cuya realidad se expresa en forma de amor activo a los demás, en línea de servicio. Ésta es la verdad y el contenido de la justicia, el servicio interhumano.

‒ 4. Son obras de solidaridad y comunión humana, en el doble sentido de entrega activa (de ir donde los necesitados: los enfermos y los encarcelados) y de acogida (de recibir, synagogein,a los extranjeros…). En este contexto evoca el evangelio la palabra clave de la tradición judeo-cristiana de su tiempo, que es la de acoger y crear espacios de diálogo y convivencia, tal como se realiza especialmente a través de las “sinagogas”. A diferencia de la tradición judía, la cristiana ha puesto más de relieve la palabra “iglesia”, entendida en sentido más confesional, como asamblea en la que se reúnen los “convocados” y celebran el misterio de Jesús (cf. Mt 16,18 y 18,17). Pero en Mateo (y en la iglesia primitiva) sigue siendo fundamental la experiencia de la “acogida” humana, tal como se expresa por la palabra synagogein, sinagoga.   

               No se trata, pues, de ayudar simplemente desde fuera (como podría suceder en el caso de dar de comer y de beber a otros en sentido material, como puede suceder dando comida a los animales estabulados), sino de acoger en la propia casa de fraternidad a los de otros grupos, formando así comunión humana, un espacio de diálogo integral, superando los enfrentamientos divisiones que se van estableciendo entre grupos y grupos. Así lo ha destacado 25, 35. 38. 43, poniendo de relieve la importancia de la “acogida”, como creación de un espacio de convivencia humana

Son finalmente obras de episcopado, en el sentido también radical de la palabra. Como estamos viendo, los representantes de la humanidad y fraternidad de Dios son los que sufren, los necesitados (los hambrientos-sedientos, enfermos-encarcelados). Pues bien, en esa línea los representantes del Dios salvador son los que hacen justicia, sirviendo a los otros y acogiéndoles. En ese contexto ha proclamado Jesús la palabra central del “episcopado”, tanto en referencia a los enfermos (me cuidasteis: 25, 35), como en referencia a los enfermos y encarcelados (25, 43), utilizando en ambos casos el verbo episkeptomai (tener cuidado de, ayudar), del que viene el sustantivo episcopos, obispo, que es una especie de “superintendente”, encargado del servicio mutuo en la comunidad.

Derechos humanos, obras de servicio El camino de la fraternidad

En ese contexto presenta y condensa este pasaje los seis sufrimientos básicos de la historia humana, que no son propios de un determinado pueblo o religión, de de un Estado concreto, de una clase social, sino de todos los seres humanos, representados de un modo especial por los más pequeños, es decir, por los que sufren.

‒ Mt 25, 31-46 ofrece quizá, la primera tabla social (universal) de los derechos humanos, la más concreta e importante de todas. Éstos no son los derechos de una nación, de un Estado social, de una Iglesia… sino los derechos de la fraternidad humana empezando por los pobres. Éstos son ante todo los derechos de los pobres (hambrientos, encarcelados), no en sentido general, como en la Revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad), sino en una línea concreta, que implica y exige la presencia, ayuda y asistencia del conjunto social (=dar de comer, visitar al encarcelado). Éstos son los derechos que todos los hombres y mujeres tienen a ser atendidos.

‒ Esos derechos marcan y definen el carácter divino de la vida humana, pues son los deberes y derechos del mismo Dios, que se ha encarnado en Cristo, no sólo de un modo individual (en Jesús, un hombre concreto), sino en sentido universal: en todos los hombres, y de un modo especial, en cada uno de los pobres en concreto, que son “hermanos” de Jesús, presencia de Dios. Esta encarnación de Dios (de Cristo) en los pobres-necesitados marca identidad suprema de la vida humana, como vida de Dios.

‒ Esos derechos suscitan unos deberes correspondientes, que se fundan en la gracia y compromiso básico de reconocer, acoger y ayudar al mismo Dios que está presente en los necesitados. En esa línea, el deber fundamental no es el de honrar a los poderosos, sino el de atender, acoger y cuidar a los necesitados.

Esos sufrimientos (con el deber que suscitan de ayudar a los necesitados) eran en tiempo de Jesús y siguen siendo en nuestro tiempo (2017) los sufrimientos y dolores normales de la gente, en un contexto y circunstancia de pobreza. Significativamente entre los que sufren esos males el texto no presenta de una manera expresa a los esclavos, ancianos o moribundos, ni a los huérfanos o viudas, ni a los marginados sexuales ni a los impuros religiosos, los publicanos o prostitutas…, sino que se limita a evocar seis tipos de hombres o mujeres sometidos a necesidades generales de tipo universal, que son como un compendio de todas las necesidades y opresiones de los hombres .

‒ Estas seis necesidades no son en principio de tipo religioso ni de estructura eclesial (el problema de fondo no es la falta de evangelización estricta, de buena religión o sacramentos…), sino de tipo humano, en el sentido básico del término. La iglesia cristiana, comprometida a cumplir estas “obras” (dar de comer, acoger al extranjero, visitar al encarcelado…), según el evangelio, ha de ponerse ante todo al servicio de la humanidad necesitada, por encima de un pueblo concreto (Israel, Antiguo Testamento), no para negarlo, sino para universalizar su aportación, o por encima de la misma iglesia, como institución creyente, tampoco aquí para negarla, sino para indicar mejor el sentido universal de su experiencia de Dios y su tarea de servicio humano.

‒ Son obras abiertas a todos los pueblos, es decir, a todas las unidades sociales, entendidas en forma cultural o social, obras de fraternidad universal, dirigidas a cada uno de los hombres y mujeres, de los pueblos y naciones,  cada uno pueblos con su propia identidad, conforme a una visión común del Antiguo Testamento, que divide a los hombres y mujeres en lenguas y naciones (no en imperios, estados o clases sociales), para vincularlos después desde las necesidades de cada uno de ellos, en línea de fraternidad. Significativamente, este pasaje deja a un lado las grandes unidades políticas (imperios, estados, reino…) que, a su entender son secundarias, para situarnos ante los pueblos, entendidos como unidades culturales y sociales de convivencia. Pero después tampoco los pueblos como tales importan, pues en contra de las grandes diatribas de los mensajes proféticos contra los estados-pueblos (cf. Ez 25-32), aquí esos estados-pueblos desaparecen inmediatamente, de manera que ante el juez final quedan sólo hombres concretos, de cualquier pueblo o nación. Esas necesidades son las que vinculan a todos los pueblos y las que suscitan una serie de “obras”.

‒ Estas obras no son todas las que deben realizarse, sino un compendio de ellas, como una indicación, un ejemplo y resumen de todas las posibles. No han de verse, por tanto, de un modo excluyente, sino inclusivo, pues en ellas se condensan todas las que pueden y deben realizarse a favor de los necesitados, hombres y mujeres sin distinción (¡aquí no hay nada exclusivo de hombres, nada de mujeres, todo se dirige a los seres humanos, incluidos varones y mujeres, grandes y niños, en la línea de Gal 3, 28).

‒ Éstas son, finalmente, unas obras in crescendo, es decir, estructuradas de un modo creciente, entre el hambre y el encarcelamiento. Es muy importante poner de relieve el orden progresivo, como si formaran una “cadena”, es decir, un proceso o progreso que va desde el hambre a la cárcel, que aparece como culminación de todos los males de la historia humana. Resulta fundamental tener en cuenta este ordenamiento, pues nos permite descubrir que la cárcel no nace de sí mismo, sino que, según Mt 25, 31-45, es la consecuencia y culminación de un tipo de males que empiezan con el hambre.

               Como seguiré indicando, estas seis obras son de tipo humano integral, aunque después la Iglesia ha tendido a llamarles obras corporales, añadiendo una séptima (que sería enterrar a los muertos) y poniendo a su lado unas siete obras también importantes, que serían “espirituales” (enseñar a quien no sabe, dar buen consejo a quien lo necesita, corregir al que yerra…). Pues bien, conforme al esquema de Jesús, cuidadosamente estructurado por Mt 26, todas las obras de misericordia se condensan en estas seis, que son espirituales y corporales, que son cristianas siendo universales, que empiezan por el hambre y culminan en la cárcel, como seguiré indicando.

               Por eso, según Mt 25, 31-46, no se puede visitar (liberar) a los encarcelados de verdad si es que no se empieza desde el principio, es decir, dando de comer a los hambrientos, para ir pasando desde ahí a todas las restantes (dar de beber, acoger a los exilados, vestir a los desnudos…). En ese sentido el “apostolado carcelario” (es decir, el envío de los cristianos a las cárceles del mundo) ha de entenderse como culmen y compendio de un testimonio completo de vida mesiánica, es decir, de compromiso al servicio de los necesitados.

Tuve hambre y me disteis de comer (Mt 25, 35)

En principio, el hambre es una necesidad material, y parece fácilmente remediable, pues la tierra ofrece mucho alimento, y el hombre actual sabe producir, de manera que hay comida suficiente para todos. Pero de hecho los hombres concretos no saben o no quieren compartir la comida (los bienes), de forma que unos tienen pan sobrante y otros mueren por falta de alimento. Por eso, aunque el hambre tiene varias raíces(escasez de recursos, desgracias, subdesarrollo de algunos colectivos…), en sentido más profundo, ella proviene de dos principales: el egoísmo de algunos y la injusticia del sistema social.

‒ Éxodo, liberación de los hambrientos. La historia bíblica empieza resaltando la abundancia de la tierra (Gen 1), un paraíso, regalo de Dios y objeto del cuidado/trabajo de los hombres (Gen 2). Pero la necesidad apareció muy pronto: “Hubo entonces hambre en la tierra y descendió Abrahán a Egipto para vivir allí, porque era mucha el hambre en la tierra” (Gen 12,10). Ese pasaje supone que (a diferencia de lo que pasaba entre las tribus trashumantes y los cananeos) los egipcios habían logrado racionalizar la producción y reparto de alimentos, de forma que así podían vender “pan” a los necesitados.

Por eso los hijos de Jacob (“descendientes” de Abraham) “bajaron” a Egipto en busca de comida, pues tenían hambre, pero fueron esclavizados por los amos de la tierra, viniendo a convertirse en siervos de un sistema opresor que les utilizaba para construir grandes obras de seguridad nacional (cf. Gen 37-41; Ex 1-2).

‒ El evangelio sabe que no sólo de pan material vive el hombre, pues antes que el pan se encuentra la Palabra (cf. Mt 4, 1-4 par.), pero sin pan no se vive. Así responde Jesús al Diablo tentador, que puede producir pan material, pero no quiere compartirlo, pues pone el mismo pan (lo pone todo) al servicio de la destrucción humana. Ese pan del Diablo se parece al de un sistema económico, que produce mucho, pero no alimenta a todos, sino a sus privilegiados (y a los que necesita para producir y vender sus productos), dejando morir a otros muchos. Para que los hombres compartan el pan han de aprender a compartir la vida, como lo había visto Pablo, al afirmar que la verdad del evangelio es “synesthiein” (comer juntos: Gal 2, 5.14), no que cada uno coma en su mesa (saciando su necesidad, sin ocuparse de los otros), sino compartiendo el pan y la palabra, es decir, la humanidad.

Tuve sed y me disteis de beber (Mt 25,35).

 El agua era (y sigue siendo) tan urgente y necesaria como el pan, pues en zonas y tiempos de sequía el mayor riesgo para el hombre es la falta de bebida, como así aparece indicarlo Mt 10, 42: “Aquel que os diere de beber un vaso de agua, no quedará sin recompensa”. Conforme, al conjunto de la Biblia, Dios ofrece el agua, para que los hombres la compartan, en un plano de conjunto, donde se vinculan el aspecto material y espiritual, físico y social.  

Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, pero la primera bendición de Dios, la más importante, es aquella que debemos dar a los pobres, compartiéndola con ellos, para así vivir en hermandad. Sólo partiendo del agua podemos hablar de otras obras de misericordia: Vestir al desnudo, acoger al extranjero… Lo más espiritual (Espíritu de Dios) se identifica con el don material del agua (bebida para los necesitados). Mientras todos los hombres y mujeres no tengan acceso al agua, en igualdad y justicia, no se puede hablar de fraternidad humana.

En ese contexto se debe recordar la falta de agua y de higiene de los inmensos suburbios de las grandes ciudades modernas, en América, en Asia, en África, sin servicios sociales, sin presencia del Estado, en un contexto de miseria general. Algunos de esos suburbios (favelas, barrios miseria…) se están convirtiendo en cárceles de vida indigna, sin higiene ni seguridad, sin programa educativo ni sanitario, sin otra perspectiva de futuro que un tipo de mendicidad, quizá de robo… Sin atención a este problema, sin compartir el agua, como primero de los bienes (es decir, sin una transformación real de las condiciones de vida de cientos de miles de hacinados de los suburbios del mundo, es decir, sin un programa y proyecto de comunidad integral y re-educación) no puede resolverse el tema final de la cárcel, que es el resultado de una vida hecha de enfrentamientos y de miserias sociales .

  Fui extranjero (indígena…, exilado, de otro color y/o clase social…)  y me acogisteis (Mt 25,35).

Acoger se dice en griego synagô, recibir, reunir en un grupo. De la misma raíz proviene la palabra sinagoga, reunión o comunidad, en sentido social. Pues bien, en ese contexto, Jesús pide que acojamos en nuestro grupo (asamblea) a los extraños (xenoi), en gesto de hospitalidad integral, es decir, humana, en el sentido espiritual y social. No se trata de recibir sólo a los demás (a los extranjeros) en una iglesia entendida en línea espiritualista, sin más vínculos que un tipo de oración aislada de la vida, ni tampoco de ofrecer unos servicios sociales desde un plano superior (desde fuera), sino de acoger en comunidad, compartiendo la propia vida con los marginados y extranjeros.

En esa línea, este pasaje de juicio supone que, de un modo individual o en grupo, los seguidores de Jesús han de hallarse dispuestos a recibir a los xenoi o extranjeros, los que han sido expulsados de (o no integrados) en la comunidad mayoritaria. Entendido así, Mt 25, 31-46 eleva una propuesta de grandes consecuencias para una iglesia, que no puede encerrarse como grupo/secta separada, para algunos “fieles propios” (los miembros oficiales) sino que ha de abrirse a los de fuera, no para perder su identidad, para enraizarla y expandir, ofreciendo a los extranjeros un espacio de vida física y social, una casa, en el sentido radical de ese término.

No se trata pues sólo de no rechazar (de ser tolerantes, de respetar, no matar), sino de recibir a los xenoi o extranjeros en la comunión vital de los creyentes, en un tiempo como el de Jesús en el que los no integrados corrían el riesgo de la exclusión social y física (de la muerte), pues era muy difícil vivir sin grupo (patria), sin espacio de humanidad.

Estos xenoi provenían de otros lugares, con otras culturas, pues habían debido abandonar su tierra, casi siempre por razones de paz y de comida, para vivir en entornos económicos, culturales y sociales extraños, en ambientes casi siempre adversos. Solían ser pobres y así en general carecían no sólo de bienes económicos, sino también personales y afectivos. Lógicamente, ellos formaban parte de los estratos socialmente menos reconocidos (valorados) de la población, condenados al ostracismo y rechazados como peligrosos, en una sociedad estamental donde ser extranjero significaba carecer de un espacio social reconocido (apareciendo además casi siempre como fuente de riesgos, de robos etc.). Por eso, al decir “fui xenos y (no) me acogisteis”, el texto piensa ante todo en una iglesia o comunión creyente que ha de ser casa para los sin casa (como dice 1 Pedro) .  

No se trata de extranjeros poderosos que han dejado su hogar antiguo para así triunfar (por armas o dinero), en lugares nuevos sino más bien de aquellos pobres que no son bien acogidos ni en su lugar de origen, ni en su lugar de destino (en caso de que tengan un destino, y no sean de hecho apátridas permanente). Entre ellos están hoy las grandes masas de emigrantes que vienen a países ricos, huyendo del hambre o la muerte, siendo con frecuencia rechazados. Por ellos dice Jesús: Soy extranjero y me (o no me) acogéis.

Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Más aún, es posible que una emigración indiscriminada y una apertura indistinta a los extranjeros puede resultar poco eficaz, e incluso peligrosa, a no ser que venga acompañada por una transformación general del conjunto de los pueblos. Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a la palabra de Jesús “fui extranjero y no me acogisteis”) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos los hombres, de manera que nadie tenga que salir por fuerza y todos puedan hacerlo, si quieren, pues el mundo es hogar de comunión universal.

La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre un tipo de derechos estatales, por encima de las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creemos en la palabra, esto es, en la comunicación y en la acogida mutua. Significativamente, una parte considerable de los encarcelados de ciertos países más ricos (entre ellos España) provienen de otros países: Son emigrantes pobres, indocumentados, sin papeles…Por eso, el problema de las cárceles está internamente vinculado a la falta de acogida social.

Por otra parte, al lado de las cárceles oficiales se han elevado (se están elevando) otro tipo de lugares de encerramiento que son a veces más dañinos, más siniestros: Los campos de concentración, los campamentos de refugiados, los centros de internamiento de extranjeros (CIES)… De esa manera, junto a las cárceles oficiales (organizadas y dirigidas por Estados “legales”) se extienden y multiplican un tipo de cárceles clandestinas, quizá más peligrosas que las estatales.   Y junto a ellos (en su origen) están los grupos de expulsados, los que van de un lado y de otro, los que se arriesgan y a veces mueren en “pateras”, los que viven encerrados tras grandes muros de separación, los que son objeto de trata de “blancas” (o de negras), encarcelados de hecho en manos de mafias que se aprovechan de su necesidad.

Este problema de los extranjeros ofrece, sin duda, una propuesta abierta a todos, pero Mt 25 piensa de manera especial en los cristianos, que debían (deben) ofrecer a los extraños un espacio de vida, una casa, como sucedía al principio de la Iglesia. Sólo en esta línea puede resolverse en realidad el tema de la cárcel, concebida como institución originaria de expulsión. No puede hablarse en modo alguno de “visita” a los encarcelados si no se empieza acogiendo a los extranjeros, en un mundo donde todos pueden y deben ser acogidos en espacios de comunión fraterna.

Estaba desnudo y me vestisteis (Mt 25,36)

               El vestido definía al hombre por su situación social y oficio. En esa línea habla la Biblia de la armadura de Goliat (1 Sam 17, 4-6. 38-39), y de los ornamentos sagrados del Sumo Sacerdote, descritos de manera minuciosa en Ex 28, pues ellos sirven para ensalzar y sacralizar al ministro del culto: «Harás vestiduras sagradas para tu hermano Aarón, que le den gloria y esplendor…, y para consagrarlo, a fin de que me sirva como sacerdote. Las vestiduras que le harán son las siguientes: pectoral, efod, túnica, vestido a cuadros, turbante y cinturón… para él y para sus hijos, a fin de que me sirvan como sacerdotes» (Ex 28, 1-4).

Esas vestiduras ricas de culto marcan una distancia entre los sacerdotes y el resto de los creyentes, ratificando así las jerarquías sacrales y sociales. Pues bien, al lado de ellas, el Éxodo ha puesto de relieve el valor sagrado de la vestidura de los pobres, que nadie puede usurpar a perpetuidad: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás a la puesta del sol, pues no tiene vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse? Cuando clame a mí, yo le oiré; porque soy misericordioso (hanun)” (cf. Ex 22, 26).

Este vestido no es objeto de culto, sino de protección para los más necesitados, como ha puesto de relieve la tradición bíblica, al decir que la religión verdadera (ayuno), consiste en vestir al desnudo, ayudándole a vivir en dignidad (Is 68, 7). En ese contexto, desnudez significa exclusión, de manera que los desnudos aparecen como pobres de los pobres, aquellos que no tienen dignidad reconocida, ni derecho, apareciendo sin embargo (¡por eso!) como signo supremo del reino de Dios.

En ese contexto, de un modo muy significativo, Mt 25 retoma la experiencia de Is 58, 7 para quien la verdadera religión (ayuno) se expresa vistiendo (es decir, ayudando) a los desnudos y marginados. En esa línea avanza Ezequiel, cuando dice lo que ha de hacer el justo: “No robar, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, no prestar con usura…” (Ez 18, 7.16; cf. Job 22, 6).

Según eso, desnudo no es sólo (ni ante todo) quien no tiene ropa, sino aquel que está excluido, humillado, oprimido por otros, pues carece de la dignidad y lugar social que le ofrece el vestido. El desnudo es un extranjero en su propio país y en su tierra, aquel que no ha podido lograr que se reconozca su dignidad, o ha sido expulsado del orden social.

‒ Se trata, por tanto, de vestir en sentido externo. Por eso, quien tiene ropa sobrante (capa de rey, manto de sacerdote, túnica de labrador) y no viste al desnudo es un ladrón, merecedor del juicio (como supone Juan Bautista: Lc 3, 11).

‒ Pero se trata, sobre todo, de vestir en un sentido integral, creando espacios de dignidad, de cultura compartida, formas de vida en las que nadie sea en principio excluido, rechazado.

Puede mantenerse la traducción usual (y no me visitasteis…), pero, tomada en sentido estricto (limitado), ella resulta imprecisa y acaba siendo falsa, pues no se trata de “hacer visitas” ocasionales a los enfermos, como a parientes lejanos, sino de cuidarles de un modo eficaz. Ese es el sentido de la palabra aquí empleada (epikeptomai), que significa cuidar, “preocuparse por”, organizar las cosas para el bien de los enfermos, como supone el término hebreo que está al fondo (paqad) y el griego ya citado, del que deriva la palabra clave de la iglesia posterior: episcopos, obispo, el que anima y coordina la vida de la comunidad (siendo signo de la presencia de Dios en la Iglesia).

Pues bien, conforme a este pasaje, el hombre o mujer más importante en la Iglesia no es el “episcopos” (obispo) posterior sino el enfermo y necesitado a cuyo servicio ha de ponerse el mismo obispo que le visita y cuida; más aún, en esa línea, todos los cristianos son “obispos”, responsables unos de los otros. En ese fondo aparece con nitidez el “crescendo” de estas “obras de diaconía”, que nos llevan de lo que parece más externo (hambre/sed) a lo realmente humano (acoger al extranjero, vestir al desnudo…), para crear de esa manera una comunidad de atención y solicitud a favor de los demás, y en especial de los débiles/enfermos, una comunidad de acogida, cuidado y madurez, pues sin ella el hombre acaba siendo un oprimido, utilizado por los otros o condenado a la cárcel.

Estuve en la cárcel y vinisteis a mí (25, 36), cuidasteis de mi (Mt 25, 43).

En el contexto de Jesús y de la primera iglesia, en el mundo judío y el imperio romano, en tiempos de Mateo (hacia el 85 d.C.), los encarcelados solían ser personas que estaban en prisión por poco tiempo, en espera de juicio, por algún “delito” social o político, en espera de ser liberados o condenados a muerte. En ese contexto, el Evangelio de Mateo ha citado varios tipos de persecución contra los cristianos, por motivos de fe o compromiso religioso (desde Mt 5, 11-12 hasta 23, 34-36 y 24, 9-14). Pero nuestro pasaje (Mt 25, 31-46) no habla ya de cristianos encarcelados a causa de su fe, sino de un abanico más amplio de personas (cristianas o no) mantenidas en prisión, por diversas causas personales y sociales, institucionales e individuales.

En ese sentido resulta significativo el hecho de que Mt 25, 31-46 presente al final de su lista de necesitados los encarcelados, tras los hambrientos-sedientos-extranjeros-desnudos-enfermos, como para indicar que en ellos se condensan y culminan todos los males de la sociedad, que son signo de la presencia de Dios sobre la tierra. Y sigue siendo significativo el hecho de que no les presente en modo alguno como culpables (pero tampoco como inocentes), sino simplemente como “detenidos”, es decir, como personas que está bajo custodia o confinamiento (en phylakê), sin añadir ningún tipo de reflexión moralista, judicial o social .

Pues bien, estos encarcelados, a quienes la sociedad encierra (expulsa) como peligrosos, culminando con ellos el camino que empieza con el hambre y sed y sigue con el exilio, desnudez y enfermedad, son para Jesús una especie de piedra angular de la comunidad mesiánica, en la línea del cimiento del reino que es el mismo Hijo de Dios que ha sido expulsado de la “viña” (de la buena sociedad) y condenado a muerte, pues no cabe en el edificio de la sociedad dominante (cf. 21, 43).

Sin duda, algunos encarcelados pueden representar un peligro para la vida de los demás (por perturbación psíquica o tendencias agresivas/homicidas insuperables) social, y no es sensato que queden sin más en libertad. Pero en conjunto, de hecho, la mayoría de los encarcelados actuales no van en contra de los valores humanos como tales, sino de este tipo de sociedad, de manera que resulta necesario un proceso de cambio social para superar la cárcel, sin olvidar, al mismo tiempo, la obra de presencia y ayuda a los encarcelados concretos.

Por eso, en este contexto, Jesús quiere ofrecer a los encarcelados una presencia humana de cuidado (¡como obra que se hace a Dios!), pidiendo a sus discípulos que se ocupen de ellos (estrictamente hablando, que les acojan y cuiden). La transformación de la sociedad resulta inseparable de la atención a los encarcelados reales.

 En un sentido más personal, la opresión más fuerte del ser humano puede ser la enfermedad, vejez y muerte de cada uno, como han puesto de relieve Buda y el Budismo, al insistir en la transformación personal de cada uno, superando sus deseos que conducen al sufrimiento. Pero en un plano social, conforme a la dinámica de la Biblia hebrea y a la experiencia de Jesús, tal como ha sido condensada en Mt 25, 31-46, la necesidad y dolor más alto se expresa en los encarcelados (y en las víctimas que ellos mismos han podido producir, quizá matando, robando…).

Al situarse ante ellos, Jesús no defiende ni condena el posible pecado moral de esos encarcelados, ni instituye una dinámica de tipo judicial, para saber si son o no culpables (cf. Mt 7, 1), para que así respondan a la justicia del mundo, sino que asume su dolencia y pide a la comunidad que se ocupe de ellos, que les visite y cuide, en un gesto mesiánico de solidaridad salvadora.

En un nivel externo, ese gesto de ayuda a los encarcelados parece oponerse a la a la sentencia final de este pasaje. Por un lado, Jesús pide a sus seguidores que visiten/atiendan a los encarcelados (no que les condenen). Pues bien, desde ese presupuesto: ¿Cómo podrá decir, al fin, a los de la izquierda que vayan al fuego, esto es, a la cárcel “eterna” (25, 41.46), sin visitarles ni ayudarle, a los que no han ayudado/visitado a los encarcelados?

La cárcel, tema teológico y social, una gran paradoja. A partir de todo lo anterior se plantea la gran pegunta: ¿Puede Dios condenar al infierno final a los “injustos” (es decir, a la cárcel eterna) si él manda a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden? En ese contexto, Mt 25,31-46 plantea un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros.

Urgencia social, ayudar a los encarcelados. Desde el fondo anterior se entiende la tarea (exigencia) de ayudar a los encarcelados. Jesús no quiso destruir por la fuerza las cárceles de su tiempo (siglo I dC), ni pide a sus discípulos que destruyan por la fuerza las cárceles de ahora (s. XXI), pero introduce en este contexto carcelario (penitenciario) un principio de inversión (de transformación) que se expresa en forma de cuidado, a fin de que ellas (las cárceles) puedan convertirse en escuela especial de humanidad, lugar de presencia solidaria y cuidado, como indica la palabra epeskepsasthe: “Estuve en la cárcel y cuidasteis de mí” . De aquí derivan tres consecuencias importantes para los cristianos:

‒ El cristiano acepta en un sentido el orden judicial como expresión de justicia intra-mundana (cf. Rom 13,1-7). Eso significa que no quiere convertirse en guerrillero, para tomar por asalto la cárcel y liberar con violencia a los presos (como podría suponer una lectura sesgada de Lc 4, 18-19: He venido a liberar a los presos. Eso significa que Jesús se (nos) introduce en el contexto de la justicia carcelaria que actualmente existe, dentro del orden actual de la sociedad, pero invirtiendo de algún modo su tendencia, poniéndose al servicio de los encarcelados (para bien de toda la sociedad).

 Pero el cristiano quiere transformar las cárceles actuales, no destruyéndolas en sentido violento (con otra violencia que sería también opresora), sino convirtiéndolas en lugar de humanización (de fraternización, no de castigo). En esa línea, el cristiano visita a los encarcelados (es decir, va a ellos y les cuida: estaba encarcelado y vinisteis a mí: 15, 37.39), a fin de ocuparse de ellos (es decir, de visitarles y servirles: 25, 43-44), porque sabe que el sistema judicial en sí resulta insuficiente, no libera al ser humano, sino que se limita a controlar una violencia que parece incontrolada (o a-social) con otro tipo de violencia controlada. Por eso, aceptando en un plano la cárcel, el cristiano quiere superarla.

‒ Este principio cristiano (visitar/cuidar a los encarcelados) está abierto a la superación del sistema carcelario, convirtiendo las medidas de prisión (encerramiento físico) en un medio para la transformación personal y social de los presos, en la línea de la práctica penitencial de la Iglesia en los siglos IV-VII d.C. El cristiano quiere crear formas eficaces y misericordiosas de re-educación de los culpables (sin necesidad de este tipo prisión externa), de manera que sólo algunos especialmente “peligrosos” podrían (quizá deberían) quedar físicamente encerrados. Éste es, un deseo humanista, pero de fondo cristiano, que ha de aplicarse en los próximos decenios, para que la condena de los culpables no se expresa en forma de venganza, sino como ofrecimiento de una oportunidad de transformación humana.

En el límite social, un camino de reeducación en gratuidad, de comunicación en amor.

En otro tiempo, las mismas sociedades tradicionales educaban a los jóvenes a madurar en clave humana, tanto en el campo laboral como en el despliegue del amor (y el matrimonio), con diversas formas de iniciación. Actualmente nos hallamos en un momento de crisis, como el de Jesús, con millones de personas derrumbadas (locos, posesos…). Pues bien, la respuesta ante esa situación no es sin más la de impartir o realizar un tipo exorcismos rituales con los encarcelados, en el sentido casi sacramental del término, sino que es educar para curar y curar de hecho al conjunto social y a las personas que se sitúan en el entorno de la cárcel, de un modo intenso, no sólo con las terapias de tipo psicológico normal, sino con otras de tipo más hondo, en la línea de Jesús, como he puesto de relieve al hablar de sus “milagros”.  

En otro tiempo, cuando niños y mayores maduraban dentro de un espacio familiar ampliado, parecía menos necesaria esta educación para personas con una psicología distinta (¿difícil?) o con deficiencias sensitivas, motoras o afectivas (disminuidos, enfermos…). Pues bien, hoy se plantea con gran fuerza esa exigencia, desde la perspectiva de Jesús, que quiso educar a posesos y enfermos, como ha puesto de relieve en especial el evangelio de Marcos. Esta educación para personas menos integradas e incluso peligrosas, con problemas afectivos y/o sociales, constituye un reto para todos los creyentes, y en especial para aquellos que asumen la opción de ayudar (liberar) a los encarcelados, transformando su entorno social.

En esa línea, como lugar donde ha de expresarse de un modo más intenso la terapia de Jesús quiero evocar la cárcel, que es signo y consecuencia de un fracaso educativo, pues se nutre sobre todo de personas que provienen de familias y escuelas fallidas que no logran que niños y jóvenes maduren para la convivencia y responsabilidad. Pues bien, cuando parece que al hombre o mujer no se le puede ya educar, pues ha delinquido y su misma libertad es peligrosa, nuestra sociedad echa mano de la cárcel, que está ligada no sólo a un tema de seguridad (mantener un orden público), sino también de reeducación y resocialización de los presuntos delincuentes.

‒ Por un lado, la cárcel es la confesión de un fracaso: Cuando no parece haber más soluciones, cuando su libertad se vuelve peligrosa, la sociedad se siente obligada a encerrar a los culpables.

‒ Pero ella tiene o ha de tener, por otro lado, una finalidad educativa, al menos en principio, pues sólo desde ella, desde la cárcel puede entenderse y vivirse en verdad el misterio del Cristo encarcelado, la experiencia del fracaso de Dios como principio de transformación y salvación de los hombres.

‒ El sistema jurídico no confía en el cambio humano (es decir, de la educación), vinculado a la confesión y al perdón, al reconocimiento del culpable y a la aceptación de la comunidad, ni tiene (que yo vea) medios adecuados para hacerlo. Por eso, aunque varias legislaciones digan que la cárcel es para reeducar y reinsertar a los delincuentes, el Estado no tiene medios, ni personal (ni quizá voluntad) para conseguirlo.

‒ En contra de eso, la iglesia antigua había descubierto y elaborado un medio ejemplar de educación sanadora de los culpables, vinculado a la praxis penitencial para homicidas, adúlteros y apóstatas sociales. Con su gran poder social, ella se creía capaz de reeducar de hecho a los delincuentes, que debían reparar de alguna forma el daño cometido, para aprender a vivir de un modo distinto en la comunidad, tras un tiempo de separación penitencial.

Así actuaba la Iglesia cuando tenía gran autoridad. Pero después ella perdió esa autoridad (asumida en gran parte por el Estado), y la confesión sacramental privada sustituyó a la penitencia pública, aunque siguió teniendo tal importancia que ha sido durante siglos la institución educativa quizá más importante de occidente. Sin duda, la nueva práctica de la confesión privada refleja una intensa sabiduría de la Iglesia, que visto que la declaración de los “pecados” resulta fundamental para alcanzar el perdón, pues pone al hombre en manos de la gracia de Dios, para reconciliarse de nuevo con la sociedad. Pero ella ofrece también sus limitaciones, pues a veces ha olvidado la exigencia de reparación real, y ha dado a los confesores (clérigos) un gran poder jerárquico, convirtiendo así la educación de los “pecadores” en un gesto intimista, sin verdadera repercusión social.

Hoy en día, esa práctica, tomada en sentido sacramental, se encuentra en crisis dentro de la Iglesia, pero ha realizado (y quizá puede realizar en el futuro) una función religiosa y social muy profunda, recuperando (desde otros contextos) su función educadora en el entorno de la cárcel (o, quizá mejor, del sistema penitenciario). Sin duda, el camino sacramental de la Iglesia (confesión y absolución del sacerdote) y el orden penitencial de la sociedad moderna (con sentencia del juez civil y posible cárcel) son diferentes y cubren áreas en parte distintas de la vida, pero están muy relacionados. Pero ambos pueden y deben vincularse de algún modo, en una línea que esté al servicio de la nueva y más alta educación de las personas.

Resulta necesaria una tarea de “reeducación social”, vinculada al sistema penitencial de la sociedad, dirigida por el Estado, siempre al servicio de la reeducación (evitando en lo posible la forma de castigo actual de la cárcel). Pero, al lado de eso, también la praxis penitencial de la Iglesia (con la confesión de los pecados y el perdón de la comunidad) tiene un hondo sentido educativo. Este motivo (la reeducación de los “culpables”) nos sitúa en el centro de uno de los más hondos problemas de la sociedad actual. Si la sociedad en conjunto no cambia, si no logra reeducar a los asociales y delincuentes, ella corre el riesgo de destruirse a sí misma, y en este contexto puede servir de ayuda la “reeducación” cristiana, vinculada con la confesión.

El sacramento de la confesión implica un reconocimiento personal de la culpa y un camino penitencial, que va en la línea de la reconciliación entre el agresor y el agredido, en la línea de una educación distinta del conjunto social. Pues bien, en contra de ese ideal de re-educación de los culpables, gran parte de la justicia penal de la actualidad es incapaz de educar, porque olvida a las víctimas y trata a los agresores como autómatas (no como personas), descargando sobre ellos un tipo de venganza, al servicio de un sistema de poder.                                        Ciertamente, la confesión sacramental pudo ser a veces un instrumento de poder del clero, pero en sí misma, vivida y desplegada en libertad, como reconocimiento social del delito, ella ha servido no solo de catarsis, sino de medio de educación personal y social, cosa que no tiene el sistema penitenciario (Cf. J. Delumeau, Confesión y Perdón, Alianza, Madrid 1992; S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004).

En este campo se plantea uno de los retos más significativos de la educación cristiana, no sólo en el entorno de la cárcel (donde los cristianos quieren ser testigos del perdón y de la nueva “educación” de Cristo), sino también en el conjunto de la sociedad. Aquí ha de desplegarse el poder educativo del perdón cristiano y de la comunión entre los creyentes, en un contexto tienen que vincularse la justicia y la misericordia, para transformar de esa manera un modelo penitenciario en el que sólo se exprese un tipo de justicia vengativa (por no hablar de venganza).

En esa línea ha de avanzar la educación de los cristianos en el entorno de la cárcel, no sólo en la línea de la «reeducación y reinserción social» de los presos, sino de la maduración de todos los creyentes (y de la sociedad en su conjunto). Para cumplir con esa finalidad, las cárceles deberían suprimirse en su forma actual, pero no para abandonar a los delincuentes a su suerte y dejar a la sociedad desprotegida, sino para promover formas distintas de educación social y convivencia

Una casa de pródigos

Jesús no ha fundado una nueva religión establecida, sino una casa de pródigos

El evangelio de este Dom 24 (Lc 15, 1-32) es bien conocido. No voy a comentarlo. Por otra parte, Jesús no dice cómo acabará esta “historia”, sino que ha dejado la respuesta en nuestras manos.

Por | X. Pikaza

Estrategia de Jesús

  Jesús edificó su iglesia con pródigos y hambrientos, enfermos, extranjeros y carentes, aquellos a quienes su misma pequeñez ha colocado al borde del camino: expulsados, marginados por razones de tipo social o religioso, formando así la iglesia samaritana.

– En esa iglesia samaritana la primera “jerarquía” (autoridad de Dios) son los pródigos, con los niños y menores (como dice Mt 18).  El mismo Jesús plantea la alternativa: O crear una iglesia de sabios y prudentes, pero sin el Dios de Jesucristo, o ser iglesia de menores y pródigos que se abren y acogen a todos en su casa abierta (cf. Lc 10, 21‒22, en la línea Mt 25, 31‒46). (Texto de Diccionario de la Biblia).

  La parábola del hijo pródigo nos invita a crear una iglesia de “pródigos” a quienes el padre les abre y regale su casa, para iniciar en ella una fiesta de vida en la que caben todos. La iglesia de los grandes, hermanos mayores (que quieren dominar el mundo con métodos de ley) excluye a los pródigos.  Sólo una iglesia de pródigos abiertos a la vida puede abrir su casa a todos, incluso los grandes, pero convertidos. Así lo ha puesto dramáticamente de relieve el papa Francisco, no sólo en Evangelii Gaudium (2013), sino en Laudato si (2015).  

Esta parábola es una revelación de la gracia de la vida, expresada en el Dios de Jesús, Padre prójimo.   

Esta es una parábola arriesgada, pues aquellos que perdonan e inician un camino de perdón pueden acabar siendo perseguidos, como Jesús, crucificado por romper (superar) la ley de los mayores (escribas‒fariseos…). Ese gesto mesiánico de Jesús puede y debe estructurarse en forma de comunidades de perdón y acogida, en una iglesia formada por aquellos que mantienen su recuerdo y camino (cf. Lc 24, 47; Jn 20, 23), una iglesia de pródigos, pero no contra los “grandes”, sino para todos, incluso los grandes.

          Esa iglesia sólo puede nacer del perdón, como dice la parábola y muestra la vida de Jesús, que ha proclamado y ofrecido el perdón como punto de partida, acogiendo en la casa del reino a los pródigos, sin exigirles conversión (que podrá venir después), en nombre del Dios que acoge y perdona (es decir, crea) en amor a los pródigos, no para dominarles mejor, sino para crear vida en amor, desde ellos y con ellos.

Ésta es la estrategia de Jesús, ésta es su alternativa: Él sabe que Dios no “juzga”, sino que ama y confía en que los hombres (los pródigos), siendo amados, seguirán amando a los demás, incluso a sus enemigos (los hermanos grandes). Por eso no funda una religión de pecado y perdón legal o sacrificio (como en el templo de Jerusalén), con sacerdotes superiores (grandes), sino una casa de liberación (comunión) y perdón desde los pródigos   

‒ El primer gesto de Jesús, el más sencillo y profundo, es comer con “pecadores(cf. Mc 2, 13-17; cf. Lc 15, 1-2), haciendo así casa con ellos.  Esas comidas son un dato esencial de su historia, y nos sitúan en la línea de todo su mensaje.  Comer es acoger al hambriento (como el hijo pródigo que viene con hambre), y es, al mismo tiempo, perdonar (reconciliarse), formando así una casa‒comunión donde quepan todos, partiendo del pan.

‒ Jesús no solo come con pecadores, sino que cura y perdona a los enfermos, como paralítico(Mc 2, 1-10), haciéndole capaz de caminar, cuando le dice: ¡Hijo, tus perdonados te son tus pecados! La curación verdadera de la vida es el perdón, la reconciliación con Dios que se expresa en la reconciliación con los hermanos, suscitando así una humanidad liberada (sanada) para comunión de amor.  

Sólo el perdón libera y funda comunión entre los hombres,

 rompiendo la barrera que separa a los hermanos, no el perdón, no el perdón de los que se creen grandes, sino el de los pródigos y pobres, un  perdón universal y gratuito, gozoso, de Dios padre, el perdón de los pródigos que acogen en su casa (iglesia) a los mismos grandes que les critican y quieren expulsar, como el fariseo de otra parábola de Lucas, que invoca a Dios más o menos así:

“Gracias te doy Padre, porque oro y porque ayuno, y además porque puedo perdonar a gente como esa, a ese mal publicano”. (cf. Lc 18, 9‒14)

En contra de esa pretendida oración de fariseos y escribas como los que critican a Jesús en Lc 15, 1‒2, la oración de los hermanos pródigos perdonados por Dios, puede y debe acoger, perdonar y curar a los “justos” fariseos, conforme al discurso de misión de Mc 6, 1‒13; Lc 9, 1‒6 y al Padrenuestro (Mt 6, 9‒13; Lc 11, 2‒5). Tras haber pedido a Dios que llegue el Reino (y que haya pan), los pródigos se atreven a decirle que perdone todas sus deudas (y/o pecados), como ellos se perdonan entre sí y perdonan a los ricos (es decir, a los mayores que quieren imponerse sobre ellos).

Sólo los pobres pueden perdonar de verdad, los menores a los grandes que les han ofendido y les oprimen, pues los grandes no han sido ofendidos.  Siendo don de Dios (perdón), la casa del reino (iglesia) sólo puede fundarse sobre fundarse sobre el perdón de Dios y el de pobres (excluidos y pródigos) que acogen a los ricos.  Este perdón es la palabra suprema de los pródigos de Jesús que oran con (como) él, pidiendo a Dios que les perdone, como ellos perdonan a sus deudores. Así lo ratifica Mc 11, 24-25 cuando identifica la oración con el perdón interhumano 

Una iglesia de pródigos

 Dios no quiere expiación, ni sometimientos (que le sirvamos y honremos), eso le trae sin cuento). Lo que  Dios quiere es el amor  y perdón entre los hombres, que varones y mujeres, grandes y chicos, se quieran y perdonen, se acepten y comparten lo que son y lo que tienen,  por amor, no sumisión, de forma que todos, perdonándose entre sí, empezando por los pródigos, pueden crear una Iglesia de amor universal. Ese perdón no es «olvido» del pasado, sino recuerdo superior del Dios que libera, transforma y recrea lo que hay, desde un presente de amor, no para dejarlo como estaba, sino para cambiarlo desde los más pobres y excluidos.

Jesús no ha empezado exigiendo a los pródigos que se conviertan y cambien para entrar en la casa del padre, sino que ofrece perdón, comunión y casa a todos los que vienen, a fin de que ellos puedan perdonar y acoger a todos (a los mismos “grandes”). De esa formase ha puesto en el lugar del padre y ha contado desde allí la historia de la vida, para que pródigos y grandes se transformen, todos por amor, para el amor, creando una casa/iglesia de Padre, desde los pobres y expulsados, los necesitados y los últimos, no desde los sabios y grandes. 

Jesús no ha fundado una nueva religión establecida, sino una casa liberada para pródigos. Él no fue sólo el narrador de esta parábola, sino su protagonista, declarando por ella que su misión ha consistido en “vincular a todos los hijos de Dios que estaban dispersos, enfrentados, sobre el mundo” (Jn 11, 52). El mensaje que él condensa en esta parábola es la conversión‒transformación, de pródigos y ricos, desde los más pobres‒menores, para bien de todos, pudiendo así liberar a los mayores orgullosos, para que no vivan ya dominando a los demás, sino  compartiendo su vida con ellos. 

            Mirada así, esta parábola ofrece su mensaje de aviso (y posible condena) a todos los que creyéndose superiores y dueños de la casa‒herencia del Reino, como los escribas, fariseos o sacerdotes de Lc 15, 1‒2, desprecian u oprimen a los otros, como hará el hermano grande si no cambia y entra en la casa de fiesta que el padre ha preparado para el pródigo. Esta amenaza pende como espada sobre los “hermanos grandes” de Galilea o Jerusalén, celosos de sus privilegios, que van a quedar al fin vacíos, cerrados en sí mismos, si rechazan a los pródigos, menores y expulsados de la tierra como indica una palabra clave:

Muchos vendrán del oriente y del occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán expulsados a las tinieblas exteriores. Allí habrá llanto y crujir de dientes (Lc 13, 28-29; Mt 8, 11-12).

            Muchos pródigos (polloi) vendrán de oriente/occidente, es decir, de todo el mundo, mientras los “hijos del Reino” (israelitas seguros de sí mismo, dignatarios religiosos o sociales), corren el riesgo de ser expulsados (de expulsarse a sí mismos) si no aceptan el Reino de los pródigos, encerrándose en sí mismos, en envidia y violencia, hasta destruirse a sí mismos.  Así sigue diciendo la parábola de los invitados a la fiesta (Lc 14, 16-24; cf. Mt 22, 2-13). El mismo padre que ha ofrecido al pródigo una fiesta con toro cebado y cantos de baile, aparece en esta nueva parábola del banquete final invitando a su cena de vida a todos los hombres y mujeres, pero descubriendo que muchos “hermanos mayores”, que andan a su trabajo egoísta por la vida, se excusan y no van, quedando fuera.

La culpa no es de Dios, sino de aquellos que no quieren su banquete, la fiesta de la vida, con los cojos‒mancos‒ciegos, expulsados, emigrantes y pródigos de todos los caminos, como ha seguido poniendo de relieve de forma impresionante el evangelio apócrifo de Tomás 64, cuando retomando la parábola de Lucas y Mateo acaba diciendo: “No entrarán a ese banquete los comerciantes y mercaderes”. Esta misma advertencia es la que Jesús ha dirigido a los sacerdotes, compradores y vendedores del templo (cf. Mc 11, 17), acusándoles de haber convertido la casa del Padre en un “emporio” o casa de negocios (cf. Jn 2, 16).

Entendida así, esta parábola de la iglesia‒pródiga nos pone ante la más honda revelación de Dios, que sigue llamando y acogiendo en su casa a los pobres del mundo, para ofrecerles su banquete, como saben las bienaventuranzas (cf. Lc 6, 21‒22), para iniciar y fundar la verdadera Iglesia con los pródigos del mundo y con los marginados o expulsados por los nuevos escribas‒fariseos de una iglesia de poder, como ha recordado el Papa Francisco en primer escrito pontificio: Evangelii Gaudium, 2013. Leída en ese fondo, esta parábola sigue llamando no sólo al corazón de los pródigos del mundo, sino a la conciencia de los grandes y jerarcas de un tipo de Iglesia, que corren el riesgo de perderse a sí mismos, fuera de la casa del amor del padre, si es que no entran y comparten su vida en la casa del Padre, con los pródigos de Cristo.

Así acaba sin acabar esta parábola del amor del padre que quiere a los dos hijos, amando de un modo especial al menor (le ha acogido ya en la casa), pero también al mayor (para que cambie y entre en ella). Esa es la intención del padre, y la tarea de su enviado Jesús: Que los hermanos se perdonen y dialoguen, liberados ambos y para liberarse aún mejor, desde los pródigos. En ese contexto pueden recordarse y recrearse (adaptarse) unos versos de León Felipe: 

Hay que salvar al rico, hay que salvarlo de la dictadura de su riqueza,porque debajo de su riqueza hay un hombre que tiene que entrar en el reino… Pero también hay que salvar al pobre,porque debajo de la tiranía de su pobreza hay otro hombre… Hay que salvar al rico y al pobre… Hay que “matar” al rico y al pobre,para que nazca el Hombre… (El hombre es lo que importa)… Para que nazca ese Hombre que es Cristo, Mesías de la casa del Padre que ha de ser la Iglesia universal del perdón y la fiesta de Pascua, han de cambiar pobres y ricos, en Amor de Comunión, cada uno a su manera, desde los más pobres, como quiso san Pablo (Gal 3, 28), y como ha declarado de forma insuperable esta parábola del padre y los dos hijos

Lc 10, 4-10: la 1ª misión cristiana

De en dos, sin alforjas ni dinero. La primera misión cristiana Lc 10)

El evangelio (Lc 10 1-12) recoge y expande el motivo de la primera misión del evangelio en Galilea y su apertura al mundo entero. Esta misión constituye el más profundo (el más actual) de los programas de evangelización del NT y de la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy (año 2022), por encima del Vaticano II, en el fondo del programa de recreación del Papa Francisco. Sin volver a ese principio carecen de sentido todos los intentos de renovación eclesial que hoy se proponen, de un lado y del otro. Ese programa ha sido expuesto en dos textos paralelos: Mc 6, 7-11 y Lc 10, 4-10 (con un motivo básico del documento Q).

 | X Pikaza Ibarrondo

Introducción

El evangelio de Mateo(Mt 10, 1-15) recoge, condensa y unifica (agrupa) ambos textos (Mc y Q), para exponer así la misión primitiva de la Iglesia en Galilea, y presentar después (en Mt 29,16-20) la misión universal, desde Galilea a todos los pueblos, después de la pascua.

El evangelio de Lucas mantiene en cambio ambos motivos separados, situándolos en el tiempo de Jesús : (a) Lc 9, 1-4 recoge y expone la misión según Marcos, realizada por los doce apóstoles a las 12 tribus de Israel antes de la muerte de Jesús. Por su parte, Lc 10,4-10 amplía el tema del Q, con la misión realizada por 72 discípulos y dirigida a todos los pueblos del mundo, tras la pascua de Jesús, por el Espíritu santo. En sentido estricto, está segunda misión ha sido  realizada por la Iglesia posterior, tal como Lucas dice en  Hechos.

Del paso de una misión a la otra (de Galilea a todas las naciones) trata lo que sigue.  Éste es, como he dicho, el texto y programa más importante de la revelación y misión cristiana, hasta el día de hoy, de dos en dos (en amor mutuo de los misioneros),y sin más alforjas que ese amor mutuo y la esperanza de que la transformación gozosa de la vida humana en Cristo Mesías de Dios y de los hombres.

Texto Lc 10, 1-12  

 En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino.

Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa.» Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: «Está cerca  el Reino de Dios…).   

Introducción. La misión de Galilea[1].

  De todas formas, al tratar de las comunidades galileas, preferimos prescindir de los Doce y de Pedro (que pueden haber hecho un camino especial, más vinculado a Jerusalén) para ocuparnos de aquellos que han sido “específicamente” galileos, es decir, de aquellos que han continuado realizando las obras de Jesús y repitiendo sus palabras anteriores, como portadores y adelantados del Reino de Dios en su patria. Ciertamente, ellos han podido tener una experiencia pascual (de resurrección de Jesús), pero no parece haber sido igual que la de aquellos que se han instalado en Jerusalén, para esperar sin más la venida de Jesús.

Los primeros cristianos de Galilea  no se han limitado a esperar a Jesús, sino que han seguido viviendo como él (hablando y actuando), como si su obra no hubiera llegado a su fin y fueran ellos los que debieran culminarla. Más que testigos de una experiencia pascual que ha cambiado todo su pasado (como el de las mujeres y el de los Doce de Jerusalén), ellos parecen testigos y continuadores del comienzo de la obra de Jesús en su propia tierra, insistiendo así más en lo que ha sido su etapa galilea.

Ciertamente, conocen la muerte de Jesús y mantienen su conexión con los cristianos pascuales de Jerusalén, aceptando de algún modo su experiencia (Jesús resucitado). Pero todo nos permite suponer que, para ellos, la forma de anunciar y expandir la presencia de Jesús es seguir curando como él curaba y proclamando su Reino, como había hecho Jesús  Nazoreo, cuyo camino y empeño asumen como propio.

Se suele afirmar que estos continuadores galileosde Jesús no han formado iglesias pascuales de tipo más jerárquico y patriarcal, como las que surgirán a partir de Jerusalén (con Santiago y con los helenistas).

Estos galileos saben, sin duda, que Jesús ha muerto por fidelidad a su mensaje, en Jerusalén, y están convencidos de que ese mensaje y proyecto sigue siendo válido, pues ha sido ratificado por la muerte del mismo Jesús, a quien ellos veneran como mártir o testigo de Dios. Saben que Jesús es importante, pero a su juicio lo que importa de verdad es su mensaje de Reino, que ellos siguen anunciando y expresando con su vida, hasta que venga el Hijo de hombre de la tradición apocalíptica judía (y quizá del mensaje de Jesús), un Hijo de Hombre a quien ellos empiezan a identificar con el mismo Jesús Nazoreo que anunciaba su venida.

Ellos piensan, por tanto, que Jesús y su obra no han terminado, sino que su Reino vendrá, pues Jesús se ha convertido por la muerte en Hijo de hombre (cf. Pikaza, Historia de Jesús, cap. 13), dando así un sentido nuevo no sólo al Reino, sino a la misma figura del Hijo del Hombre. Parece que estos galileos no han formulado relatos de experiencias pascuales directas, como las de Pablo en 1 Cor 15. Pero en el fondo de su actividad late una experiencia mesiánica intensa (cf. también Historia de Jesús, cap.6)[2].

            El evangelio de Marcos constituye un testimonio importante de la existencia de estos cristianos galileos, pues no sólo conserva parte de sus tradiciones (de milagros), sino que pide, de un modo programático, a las mujeres y discípulos (con Pedro) que «vayan a Galilea» (Mc 16, 7-8), para redescubrir la tarea básica de Jesús y recrear su movimiento.  En una línea convergente se sitúa el documento Q. Esos dos testimonios (Mc y Q) no ofrecen una visión aproximada de los cristianos galileos[3], que así aparecen como sanadores, exorcista y sabios,  es decir, como misioneros itinerantes y pobres, al servició de la nuevas  casas cristianas[4].

Entendido así, el cristianismo no es una religión de recreación social, esto es, de formación casas o comunidades mesiánicas transformación interior, sino de recreación social. Los cristianos itinerantes (misioneros, exorcistas, sanadores, sabios…) realizan su misión con la finalidad de crear (recrear) comunidades sedentarias de cristianos, que se reúnen en casas y/o comunidades cristianas que superan las normas de vida de este mundo (fundadas en el poder y el dinero)  compartiendo casa, trabajo, familia y posesiones, como han puesto de relieve los textos del ciento   por uno (cf. Mc 10, 28-31 par).

            Tanto lo misioneros o itinerantes de Marcos como los del Q (especialmente los del   trasmitirían, el testimonio de Jesús en forma de «palabras de sabiduría», interpretándole (e interpretándose a sí mismos como portadores privilegiado de una experiencia vital, conforme a la visión que ofrecimos en la Historia de Jesús. Ciertamente, estos «cristianos Q» aparecerían también como sanadores (exorcistas), pero ellos se presentarían sobre todo, como «agrupaciones de sabios», es decir, como testigos y trasmisores de una tradición de conocimiento profundo que, en principio, resulta independiente (o, al menos, distinta) de la experiencia pascual de la comunidad de Jerusalén y especialmente de los helenistas y de Pablo, que han destacado más la importancia de la muerte y de la resurrección de Jesús.

Estos “sabios mesiánicos” de Galilea conservarían las «palabras» de Jesús (y reasumirían su ejemplo misionero, anunciando la llegada del Reino de Dios), pero no se ocuparían propiamente de la historia de Jesús, pues su vida personal les parecería menos importante, igual que su destino de muerte y resurrección (aunque esperaban de algún modo que Jesús volvería como Hijo de Hombre). Ellos tenderían pronto a desarrollar, partiendo de las palabras de Jesús, un tipo de sabiduría moral y existencial, en la línea de otros maestros y hombres espirituales de aquel tiempo.

Esta visión «sapiencial» y esta enseñanza de los nazoreos de Galilea tiende a convertir el movimiento de Jesús en una «escuela de sabiduría popular», una escuela de sanación, de expulsión de los demonios y de comunicación de bienes, dirigida básicamente a los campesinos y pobres de Galilea, más que a a los estratos superiores de la población. Lógicamente, en ese contexto no se podría hablar de iglesias establecidas, sino de comunidades o agrupaciones de carismáticos sabios, que conocen y actualizan la lucha de Jesús contra Satán (como muestra Lc 4, 1-13), pero manteniéndose dentro del judaísmo ambiental.

Los seguidores galileos de Jesús siguieron manteniendo su anuncio de Reino, realizando sus signos y esperando la venida del Hijo del Hombre (al que identificaban ya con el mismo Jesús). Ciertamente, ellos recogieron y repitieron muchas palabras de Jesús, pero no para convertirlas en manual de sabiduría interior (como harán los gnósticos posteriores, en una línea ya iniciada en Ev. Tomás, del que hablaremos en La Gran Iglesia), sino para integrarlas en el contexto del Jesús histórico, que proclamó la llegada del Reino de Dios, aquí mismo, en Galilea. Ciertamente, en general, ellos creían en la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos (y podían creer en un tipo de cielo superior), pero esperaban, anunciaban y preparaban la llegada del Reino de Dios en esta misma tierra, en Galilea, como lo había esperado Jesús (al que identificaban ya con el Hijo del Hombre).

Ellos tuvieron que mantener y extender el movimiento de Jesús en tiempos turbulentos, marcados por el intento «idólatra» de Calígula, que quiso erigir su estatua en Jerusalén, identificando así el Reino de Dios con el imperio del César (el año 41 d.C.) y, sobre todo, en tiempos posteriores, marcados por el despliegue del movimiento nacionalista violento de los celotas, que culminará en la guerra del 67-70 d.C. Externamente hablando, parece que ellos no triunfaron, porque el conjunto de los galileos no se hicieron cristianos y porque al fin se extendió por Galilea la lógica de la guerra, con la respuesta de la represión de Roma. Pero en otra línea profunda ellos ofrecieron un testimonio muy profundo de fidelidad al mensaje de Jesús y a su camino de Reino, como seguiremos indicando[5].

Itinerantes con autoridad

            Los misioneros  «cristianos de Mc 6y del Q» fueron sabios y apocalípticos, siendo al mismo tiempo exorcistas, como lo había sido su maestro. En ese sentido, como he destacado en cap. 4, su sacramento particular habría sido el exorcismo. Las comunidades de cristianos galileos permanecieron más cerca del proyecto mesiánico más antiguo de Jesús, como mensajero al servicio del Reino. Éstos serían sus rasgos distintivos: 

Movimiento mesiánico. Como vengo indicando, antes de la iglesia pascual plenamente establecida de Jerusalén, y luego al lado de ella, ha existido en Galilea un movimiento mesiánico del Reino de Dios, vinculado a Jesús (quizá al lado de otros movimientos mesiánico-apocalípticos, relacionados con otras figuras y signos judíos, como podían los de Henoc o Esdras). Muchos siguieron a Jesús mientras vivía y luego, tras su muerte, algunos mantuvieron su forma de vida y su mensaje de Reino, relacionado con el Hijo del Hombre a quien identificaron pronto con el mismo Jesús (que ha de volver). Por eso, más que la presencia actual (gloriosa) de Jesús resucitado ponían de relieve su venida y le esperaban como portador del Reino, realizando mientras tanto su misma tarea, como sabios (pero también como exorcistas y sanadores) creando familias ampliadas o comunidades abiertas a la gran transformación de Dios.

            De esa forma, estos cristianos galileos se situaban entre el pasado de la historia de Jesús (a quien seguían recordando) y el futuro del Reino, que él había proclamado, afirmando que el mismo Jesús era garante de la venida de ese Reino, en Galilea. En sentido estricto (al menos en principio), ellos no formaron una comunidad organizada con su institución y jerarquía (con presbíteros o escribas especiales), ni una Iglesia al estilo paulino (con su visión trascendente de Jesús como Hijo de Dios y Señor), sino un movimiento mesiánico dentro del judaísmo.

            Seguían siendo judíos más que «cristianos», en el sentido que el  término recibirá en Antioquia (cf. Hch 11, 26) y podríamos llamarles «nazoreos», como a Jesús, pues conservan y expanden sus tradiciones (y esperan su llegada como «Hijo de hombre», vinculado al Reino de Dios). Más que la veneración o adoración de Jesús (como Señor, Hijo de Dios, en la línea de las comunidades paulinas posteriores) les importa aquello que Jesús había hecho(su mensaje y camino de Reino) y lo que deberá hacer al manifestarse y venir como Hijo de hombre. Por eso, mientras esperaban su llegada final, siguieron realizando lo que él había realizado. No crearon grupos autónomos y separados del cuerpo judío, sino que quisieren ser principio de renovación para todo el judaísmo. Sus dirigentes eran profetas carismáticos y exorcistas como Jesús.

            En este contexto se entienden las palabras de envío que el mismo Jesús glorificado les dirige. Ellas pueden tener una base prepascual (reflejando el recuerdo de aquello que los itinerantes de Jesús llevaban y hacían). Pero en su forma actual son palabras del Jesús ya muerto, a quien estos nazoreos recuerdan y siguen, el mismo a quien esperan como Hijo de hombre, que vendrá muy pronto a culminar su obra. Así les habla Jesús, así se transmiten sus palabras en los dos testimonios básicos de la tradición evangélica, el documento Q y el evangelio de Marcos, que en este campo presentan versiones convergentes, que deben estar vinculadas a su origen galileo:

  1. Mc 6, 7-11: (Jesús les dio) autoridad sobre los espíritus inmundo; Y les ordenó que no llevara nada para el camino, sino sólo un bastón; ni pan, alforja o dinero en el cinto; Y les dijo: dondequiera que entréis en una casa, quedaos allí hasta que salgáis del lugar, y donde no os reciban ni os escuchen…
  2. Lc 10, 4-10 (tema Q): No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino.En la casa en que entréis decid primero: Paz a esta casa…Y en la ciudad en que entréis y os reciban comed lo que os pongan y curad a los enfermos que haya en ella y decidles: El reino de Dios ha llegado a vosotros.Y en la ciudad en que entréis y no os reciban sacudid el polvo de vuestros pies…

            Estos dos pasajes (de Marcos y del Q) conservan la memoria de la primera y más honda misión de Jesús y de sus seguidores, que aparecen así como enviados mesiánicos  del mismo Jesús definidos  por aquello que ofrecen (y llevan) y por aquello que reciben, desde la perspectiva de quienes les acogen o rechazan.  

  1. Autoridad. Un poder del amor. Estos cristianos galileos son ante todo exorcistas (aunque Lc 10, que refleja una situación eclesial posterior, habla sólo de curar enfermos); son exorcistas y sanadores, no escribas de ley, ni sacerdote de templo, ni capitandes de ejército, ni presbítero o inspector (=obispo) de una comunidad, sino alguien con poder personal para curar (liberar) a los posesos, de manera que su autoridad no puede reglamentarse por oficio.

            Una comunidad cuya autoridad suprema la ejercían exorcistas ha de estar centrada en carismáticos, cuya tarea básica es la humanización (liberación) de aquellos que sufren bajo poderes destructores. Ciertamente, estos exorcistas  despliegan su mensaje con gestos sanadores, más que con palabras. De esa forma suscitan la conversión o cambio radical de las personas (como supone el fin canónico de Marcos: 16, 12): Son sabios y apocalípticos al mismo tiempo, porque anuncian la llegada del Reino (del Hijo de hombre) y despliegan su más alta sabiduría siendo expulsando a los demonios, como sabe y dice de forma programática Mc 1, 21-28.

             Estos galileos sabios y exorcistas de Mc 6 del Q han  han traducido la enseñanza de Jesús como «programa social» para tiempos de pre-guerra, desarrollando en ese contexto un ideario de paz y un camino intenso de concordia, que debería haber sido capaz de frenar y superar la dialéctica de enfrentamiento que se estaba desencadenando en el ambiente y que desembocaría en la guerra del 67-70 d.C. Las palabras radicales de Jesús sobre el perdón y el amor a los enemigos (cf. Lc 6, 27-42 y Mt 5, 38-48; 7, 1-5) han sido transmitidas y recreadas precisamente en ese contexto de violencia y guerra que se estaba incubando en Israel y, de un modo especial, en Galilea, tras la muerte de Herodes Agripa (año 44 d.C.). Lo que aquel tiempo y lugar necesitaba no eran palabras ideales de amor, sino una experiencia y camino de concordia, una alternativa a la guerra que se estaba gestando. Los cristianos  ofrecieron esa experiencia, pero la mayoría de los galileos no se “convirtieron”[6]. 

Una misión de testimonio. Cristianos liberados para crear una casa universal

            Los discípulos de Jesús no son autoridad por lo que tienen (bienes), por lo que aparentan (vestidura) o por la gradación académica, sacral o social que poseen (como en la administración organizada de ciertas iglesias y sinagogas posteriores), sino por su propio testimonio de Reino, que se expresa a través de un total desapego (son itinerantes, sin casa ni bienes). Ese desprendimiento (atestiguado aún en Did 11-14) no es fruto de ascesis o  rechazo monetario, como podía suceder entre los filósofos cínicos del entorno helenistas (con quienes a veces se ha comparado a los cristianos del Q), sino que proviene de un fuerte sentimiento de confianza y solidaridad mesiánica[7]. Cf. Pikaza, Diccionario de la Biblia.

            Nos hallamos en un momento de fuerte crisis social y de intensos preparativos para la llegada del «reino de Dios» o para la transformación mesiánica del judaísmo, que desembocarán en la guerra del 67-70 dC. Pues bien, estos enviados de Jesús no tienen que preparar ningún tipo de defensa, ni llevar nada consigo, sino su palabra (como sigue destacando Mc 13, 11, en un contexto de fuerte tensión escatológica). Son obreros de un Reino que no se consigue con armas o dinero, sino con la transformación personal, en línea de gratuidad o de comunión humana (cf. Mt 10, 11), sin más aval que la propia vida. Por eso, ellos dan gratuitamente lo que tienen (expulsan demonios, curan) y esperan confiadamente lo que necesitan, en casa, comida o vestido, mientras otros grupos, en su entorno, empiezan a preparar ansiosamente la guerra.

            Éste es el mensaje de los mensajeros galileos de Jesús, que siguen confiando en la “autoridad” de la vida y la palabra que él desarrolló mientras vivía y que les ha legado tras su muerte. Es un mensaje que se identifica con la misma existencia de los mensajeros que, no teniendo nada, pueden presentarse como más poderosos y fuertes que todos los restantes grupos sociales del entorno, desde los celotas que prepararán pronto la guerra hasta los escribas de la línea de los fariseos, que terminarán creando comunidades separadas de puros, en medio de un mundo que parece condenado a la violencia sin fin de los «guerreros» de un lado y de otro[8].

Los enviados-profetas son autoridad itinerante (de reino), sin casa fija, ni tareas administrativas y de esa forma van y ofrecen gratuitamente curación y vida a quienes les acojan. Son carismáticos, «apóstoles» del evangelio, liberados para el reino. No son ascetas (comen, beben, reciben buena hospitalidad), sino testigos de Jesús, en la línea de lo que serán los apóstoles de las comunidades helenistas y del tiempo de Pablo. Ellos son los portadores de la Palabra.

  1. Quienes les reciben en sus casas (aldeas) instituyen pronto un autoridad establecida, de manera que los enviados de Jesús no quieren ni pueden rechazarla, sino que la aceptan en un sentido muy práctico y concreto. Los itinerantes/apóstoles les hablan y curan, pero dependen del alojamiento, vestido y comida que los sedentarios les ofrezcan. De esa manera hallamos una especie de comunidades móviles, cambiantes, de itinerantes y sedentarios, «iglesias» que se van haciendo en un proceso de enriquecimiento mutuo, en amor y servicio.

            Los enviados de Jesús no empiezan creando o imponiendo autoridad, sino que aceptan la autoridad de cada lugar o familia que les acoge. Esta implicación (simbiosis) entre itinerantes carismáticos(misioneros-apóstoles sin casa, dinero o vestido propio) y sedentarios instituidos (que pueden ofrecerles casa-pan-vestido) constituye un elemento esencial del principio de la iglesia. Sólo más tarde, cuando triunfe el elemento sedentario, de manera que el “movimiento” se estabilice y las iglesias aparezcan como una institución establecida (sin itinerantes), podrán nacer unos ministerios fijos (obispos, presbíteros), de manera que las comunidades Jesús tiendan a transformarse en un tipo de agrupación sacral autosuficiente[9].

En ese sentido, las comunidades galileas se expresan en forma de camino mesiánico constante«Y donde no os reciban…». Los enviados de Jesús siguen caminando, tanto si son acogidos (tras un tiempo de permanencia en la casa o ciudad que les recibe, han de seguir caminando), como si no (teniendo que abandonar el lugar donde les rechazan), porque son mensajeros del Jesús que ha muerto para que llegue (¡y está llegando!) el Reino. Ellos no pueden establecerse por separado como grupo estable (¡no serían ya itinerantes del Reino!), ni imponer su mensaje o proyecto a fuerza de razones económica, sociales o sacrales, porque el Reino de Dios que Jesús anunciaba no puede establecerse en forma de institución organizada.

Con su misma itinerancia ellos se vuelven testigos de aquello que ha de venir (de lo que Jesús les dirá y les dará cuando venga), de forma que no deben defender lo que “ahora tienen”. Por eso, si no les acogen en un sitio, si los habitantes de un lugar no escuchan su mensaje, ellos no deben seguir insistiendo, sino marcharse, sacudiendo incluso el polvo de los pies, como expresión de total desapego (=no se les ha pegado cosa alguna). Sin nada propio han venido, sin nada propio deben irse, como testigos de un Dios que regala vida a todos, con la confianza de que algunos les recibirán y, sobre todo, con la certeza de que llega el Reino (cf. Mc 9, 1 par; Mt 10, 23). Pero si les acogen tampoco pueden quedarse, pues no son simples testigos de algo que hay ya, sino buscadores y pregoneros de algo que vendrá (de la Palabra plena, de la comunicación completa)[10].

  AMPLIACIóN. CUATRO  TEXTOS

            Como he dicho, los cuatro textos de la misión de los sinópticos recogen dos tradiciones (Marcos y el Q), que Lucas trasmite por separado (Lc 9, 1-5 la de Marcos; Lc 10, 1-9 la de Q) y que Mateo combina (cf. Mt 9,35-10-16). Los cuatro pasajes conservan la memoria de la primera y más honda misión de Jesús, que define a los enviados por aquello que ofrecen (y llevan) y aquello que reciben, desde la perspectiva de quienes les acogen o rechazan.  En el fondo de de esas «comunidades» hallamos unos profetas carismáticos, cercanos a la historia de Jesús, que en principio no se identifican con los Doce (más vinculados a Jerusalén), ni con los apóstoles de la misión helenista y paulina, abierta a los gentiles. Esos itinerantes de Reino constituyen la primera autoridad de la iglesia, de tal forma que pueden concebirse como ejemplo y criterio de toda autoridad posterior. Así As pueden condensarse los motivos principales de esos textos:

(a) Mc 6, 7-11

[1. Identidad, misión] 7 Entonces llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos2. Autoridad] dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos; [3. Posesión, titulación] 8 y les ordenó no llevar nada para el camino, sino sólo un bastón; ni pan, alforja o dinero en el cinto; 9 sino calzar sandalias y no llevar dos túnicas. [4. Iglesia-casa] 10 Y les dijo: dondequiera que entréis en una casa, quedaos allí hasta que salgáis del lugar [5. Iglesia-camino] 11 Y donde no os reciban ni os escuchen, al salir de allí, sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos. 

 [Identidad, misión] 1 Reuniendo a los doce (les envió…),2. Autoridad] les dio poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades. 2 Y los envió a proclamar el reino de Dios… [3. Posesión, titulación] 3 Y les dijo: No toméis nada para el camino, ni bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero; ni tengáis dos túnicas cada uno. [4. Iglesia-casa] 4 En cualquier casa donde entréis, permaneced allí, y salid de allí. [5. Iglesia-camino] Y en cuanto a los que no os reciban, al salir de esa ciudad, sacudid el polvo 

(c) Lc 10, 1-8 (exponiendo el motivo básico del Q)

[Identidad, misión] 1. Después designó a otros setenta y dos y los envió de dos en dos2. Autoridad] Y les dijo: La mies es mucha, los obreros pocos. Rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies (9 curad los enfermos… y decidles: se acerca el reino).[3. Posesión, titulación] 4 No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino. [4. Iglesia-casa] 5 En la casa donde entréis, decid…: Paz a esta casa…7 Permaneced en ella y comed y bebed lo que tengan, pues el obrero merece salario…. [5. Iglesia-camino] 8. En la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan.

(d) Mt 10, 5-13 (Mc y Q)

1.Identidad, misión] 5 A estos doce los envió diciendo… 6. No vayáis a los gentiles, sino a las ovejas perdidas de Israel… 2. Autoridad] 7 Decid: El reino de los cielos se ha acercado. 8 Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios; gratis recibisteis, dadlo gratis. [3. Posesión, titulación] 9 No toméis oro, ni plata, ni cobre vuestros cintos, 10 ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón [porque el obrero es digno de su sostén]. [4. Iglesia-casa] 11 Y en cualquier ciudad o aldea donde entréis, averiguad quién es digno en ella, y quedaos allí hasta que marchéis. [5. Iglesia-camino] 12 Al entrar en la casa saludadla 13 Y si la casa es digna, que vuestra paz venga sobre ella; pero si no es digna, que vuestra paz vuelva a vosotros.

Identidad y misión. De dos en dos.

            La autoridad y tarea posterior de la iglesia se funda en este envío de Jesús, que ha querido expandir su tarea de reino, a través de sus discípulosEllos, los Doce (o Setenta y dos) escogidos de Jesús, son signo de todos los mensajeros (apóstoles) y profetas (testigos) que Jesús irá enviando a lo largo de la iglesia. Quien envía es, en principio, el Jesús de la historia; pero es evidente que, en perspectiva actual, lo hace el Jesús resucitado, que sigue actuando. El principio de toda autoridad eclesial es, por tanto, esta llamada y este envío (cf. Mc 1, 16-20 par; 3,7-19 par)[11].

Marcos identifica implícitamente a los enviados (apóstoles: cf. 3, 14) con los Doce, a quienes presenta como símbolo y compendio de los misioneros de la iglesia, que al final del evangelio (16, 7) no aparecen ya como Doce sino como mujeres y discípulos como Pedro. Así ha trazado una línea que va de los itinerantes carismáticos del tiempo de Jesús, por los apóstoles-profetas posteriores, a los misioneros su tiempo.

Lucas distingue dos momentos. El primero (tomado de Marcos: Lc 9, 1-2) identifica a los enviados (implícitamente apóstoles:apesteilen) con los Doce, a quienes el mismo Jesús envió a predicar su mensaje de Reino en Israel, durante el tiempo de su vida. El segundo (tomado del Q: Lc 10, 1-8) interpreta a los enviados (también con apesteilen: 10, 1), como seguidores que han dejado todo por Jesús (cf. Lc 9, 59-62); son Setenta y dos, número simbólico que alude a todos los misioneros de la iglesia, abierta a los gentiles, como iremos viendo en Hechos (a partir de Hech 6-7: elección de los Siete). Las condiciones y formas de misión siguen siendo significativamente las mismas en uno y otro caso.

Mateo restringe expresamente esta primera misión (de los Doce) a las ovejas perdidas de la Casa Israel, evocando así el valor y fracaso de la misión israelita de Jesús. Por eso, tiene que repetir el mandato misionero tras la pascua, dirigiéndolo a los Once, que son signo de todos los misioneros eclesiales, enviados a todos los pueblos (cf. 28, 16-20). Evidentemente, los temas y modos del primer envío (todo Mt 10) siguen siendo modelo para el segundo y definitivo.

De dos en dos (Mc 6 y Lc 10), los 12 y los 72). La primera misión es de 12 (signo de todo Israel). La segunda es de  72 (Lc 10, para todos los pueblos), pero en ambos casos los enviados van “de dos en dos”. En este principio de la iglesia no existe ningún tipo de  <autoridad monárquica aislada. Los enviados van de dos en dos (dos varones, un varón y una mujer, dos mujeres… de forma que ha de suponerse que son maduros en amor, capaces de amarse y de convivir, expandiendo el evangelio a partir de su mismo amor mutu

1. Autoridad.

Jesús les hace ante todo exorcistas (menos en Lc 10, que refleja una situación eclesial posterior y habla sólo de enfermos), ofreciéndoles su autoridad salvadora para enfrentarse a los demonios (espíritus impuros) que dominan sobre el mundo. Exorcista fue Jesús (cf. Mt 12, 28 par) y lo serán sus discípulos, expresando así una autoridad de curación que no se puede reglamentar por ordenaciones, ni fundar en sacrificios religiosos, ni victorias militares. El exorcista no es escriba de ley, ni sacerdote de templo, ni capitán de ejército, ni presbítero o inspector (=obispo) de una comunidad instituida, sino alguien que tiene poder personal para curar (liberar) a los posesos: autoridadque no se puede reglamentar por oficio.

             Una iglesia cuya autoridad suprema la ejercen exorcistas es iglesia de carismáticos, centrados en la tarea de humanización (liberación) de los que sufren bajo poderes destructores de lo humano. Ciertamente, ellos pueden ser y son mensajeros del reino, como ha destacado el Q (en Lc 10 y Mt 10); pero su anuncio se realiza con gestos sanadores, más que con palabras. De esa forma suscitan conversión o cambio intenso (como supone el fin de Marcos: 16, 12). Ellos expresan la más alta sabiduría de Dios, que se manifiesta proféticamente en la curación de los enfermos y el anuncio escatológico del reino[12]. Estos son la primera autoridad cristiana, mensajeros de Jesús o terapeutas, sanadores: curan, ayudan a vivir a los humanos. No reciben una autoridad externa, por «orden social» o delegación separada de la vida, sino que ellos mismos son autoridad, en la línea de Jesús, por lo que hacen, curando y liberando a los humanos. No están encargados de dirigir una iglesia, ni pastores de un rebaño (a pesar de la imagen pastoril de Mt 10, 6), sino misioneros, creadores de humanidad.

2. Posesión, titulación:

 «Y les ordenó que no llevaran nada…, ni alforja, ni dinero…» (Mc 6, 8 par). El poder del sistema sólo puede ejercerse con medios adecuados al sistema, tanto en bienes materiales (comida, provisiones), como en signos de honor (vestidos, documentación, títulos). En contra de eso, Jesús quiere que sus delegados lleven su persona, la autoridad de su vida, capaz de ayudar personalmente a los necesitados. Por eso, las disposiciones son negativas y varían, según los evangelios (que reflejan la tradición de las iglesias), pero concuerdan en la misma experiencia de Jesús: la autoridad mesiánica no se identifica con bienes materiales (pan, dinero) o representativos y sociales (uniforme, báculo) [13].

            Los discípulos de Jesús no son autoridad por lo que tienen (bienes), por lo que aparentan (vestidura) o por la gradación académica, sacral o social que han recibido (como en la administración organizada de iglesias y estados posteriores). Este desprendimiento (atestiguado aún en Did 11-14) no es fruto de ascesis o rechazo monetario, como puede suceder entre los cínicos, sino de un fuerte sentimiento de confianza y solidaridad mesiánica. Todo sistema tiende a estructurarse jerárquicamente y cada uno vale en razón de su oficio y funciones, de manera que la relación personal queda sustituida por una relación de oficio y rango, papeles y representaciones. Pues bien, en contra de eso, los enviados de Jesús no llevan papeles ni documentación, rangos ni oficios, sino sólo sus personas. Son obreros del evangelio, de la pura gratuidad o encuentro humano (cf. Mt 10, 11), sin mas documentación que su persona: dan gratuitamente lo que tienen (expulsan demonios, curan) y esperan gratuitamente lo que necesitan, en casa, comida o vestido.

De esta forma se opone Jesús al principio de todo burocracia, con representaciones y funciones mediadores, que se expresan en ropas y dineros, títulos y rangos, necesarios para crear el sistema social de este mundo. Pues bien, en contra de eso, sus enviados no llevan traje distintivo, sino que vestirán como lo hacen en cada lugar sus habitantes, recibiendo de ellos lo que necesiten[14].

3. Iglesia, casa:

 «Dondequiera que entréis…» (Mc 6, 10 par).Estrictamente hablando, los enviados de Jesús no tienen casa propia, son huéspedes constantes, no por carencia, sino por abundancia y vocación: son ricos de evangelio y para ofrecerlo abiertamente renuncian a la casa propia, quedando así a merced de aquellos que quieran (o no quieran) recibirles. Cada iglesia que les recibe es una casa, un lugar de comunión, de transformación humana…, una nueva humanidad formada por familias grandes que acogen a todos…De esa forma se insinúa una doble autoridad cristiana, que volveremos a encontrar en la misión paulina: 

  • – Los apóstoles-profetas son autoridad misionera (de reino): sin casa fija, ni tareas administrativas, ofreciendo gratuitamente curación y vida a quienes les acojan. Son carismáticos, itinerantes evangélicos, liberados para el reino, no ascetas (comen, beben, reciben buena hospitalidad), sino testigos de Jesús[15].
  • – Quienes les reciben en sus casas (aldeas) son autoridad establecida, de manera que los enviados de Jesús no quieren ni pueden rechazarla, sino que quedan «sometidos» a ella, en un sentido muy práctico y concreto: dependen del alojamiento, vestido y comida que los representantes de las casas les ofrezcan.

             Los enviados de Jesús no empiezan creando o imponiendo autoridad, sino que aceptan la de cada lugar, en acogida, diálogo y regalo mutuo. Esta implicación (simbiosis) entre itinerantes carismáticos(misioneros sin casa, dinero o vestido propio) y sedentarios instituidos (que pueden ofrecerles casa-pan-vestido) constituye un elemento esencial de la iglesia, que no puede cerrarse en una perspectiva o en la otra. Sólo más tarde, cuando triunfe el aspecto sedentario, podrán nacer unos ministerios fijos (obispos, presbíteros). Pero la libertad misionera sigue siendo esencial para la iglesia: los representantes de Jesús nunca serán puros delegados de la comunidad, sino que reciben una autoridad superior, que les hace capaces de crear comunidades

5. Iglesia camino: itineracia:

«Y donde no os reciban…». Los enviados de Jesús siguen caminando, tanto si son acogidos (tras un tiempo de permanencia en la casa o ciudad que les recibe, han de seguir caminando), como si no lo son (y deben abandonar el lugar donde les rechazan). Ellos no pueden establecerse por separado, como grupo estable de itinerantes, ni imponer su mensaje o proyecto a fuerza de razones militares o económicas, porque el evangelio es don pascual, no imposición. Por eso, si no le acogen, no tienen más remedio que marcharse del lugar, sacudiendo incluso el polvo de los pies, como expresión de total desprendimiento (=no se les ha pegado cosa alguna). Sin nada han venido, sin nada deben irse; pero tienen la confianza de que algunos les recibirán, porque llega el reino (cf. Mc 9, 1 par; Mt 10, 23). La violencia del poder brota del miedo de perderlo. Los que nada tienen que perder nada llevan consigo, nada deben defender, pues no son representantes de ningún sistema económico o social. Por eso pueden dejar con libertad el lugar donde no quieran recibirles. No se imponen, no discuten. Simplemente van. Esta movilidad de los misioneros forma parte de la libertad esencial del evangelio[16].

            Esta autoridad carismática de los apóstoles-profetas ambulantes sigue siendo base de la iglesia. Jesús y sus primeros seguidores no han creado una comunidad estable, con poderes firmes, separada de los otros grupos nacionales o sociales (en especial del judaísmo); es bueno que podamos recordarlo, tras casi XIX siglos de iglesia establecida, en claves de poder y prestigio social. Por largos decenios, varias comunidades de seguidores de Jesús (atestiguados por Mt y Ap, Sant y Did), se han mantenido en el ámbito social y religioso del judaísmo; no se han tomado como nueva religión, sino como un movimiento de transformación mesiánica, a partir de la experiencia israelita, como Jesús había querido[17]. A la luz de la misión paulina, cristalizada en Efesios y Hechos, podemos suponer que aquel intento era inviable: no existía verdadero cristianismo, el Espíritu no había suscitado todavía verdadera iglesia. Pero, en contra de eso, debemos recordar (y recuperar) aquella primera misión, como elemento integrante del evangelio: Jesús no quiso fundar comunidad separada, sino recrear mesiánicamente el judaísmo (y la humanidad).

            La iglesia actual, con su estructura y funciones separadas es signo de creatividad (brota del Espíritu de Cristo), pero es también signo de un fracaso mesiánico, pues no triunfó la primera misión itinerante. Desde entonces, todo intento de sancionar (sacralizar) un tipo de iglesia, como signo inmutable de Dios, resulta peligroso: Jesús y sus primeros seguidores no quisieron crear otra religión y sociedad sagrada, sino un movimiento de transformación mesiánica de la humanidad. Por eso, aquellos profetas itinerantes son germen y promesa de toda autoridad cristiana: no son hombres o mujeres de nueva teoría, rabinos o filósofos que huir de este mundo; tampoco son administradores (obispos o presbíteros de un nuevo grupo social), sino hermanos universales que viven dentro de un grupo humano más extensopromotores y testigos de una humanidad donde se comparte todo, más allá del comprar y vender, imponer o someterse. De esa forma expresan la gratuidad del reino: dan lo que tienen, agradecen lo que reciben; son auténticos cristianos, anteriores a la iglesia establecida.

 6. Iinerantes y sedentarios. Nueva familia

           Estos apóstoles-profetas del Q y de Mc, han seguido realizando la misión mesiánica (de reino) en Galilea y quizá en Siria, como voluntarios carismáticos del Cristo. Saben que Jesús esta resucitado, pero más que su pascua en sí les importa el mensaje y venida de su reino. No intentan crear una iglesia distinta (separada del judaísmo), pero tampoco son filósofos cínicos contraculturales, como han pensado algunos investigadores modernos, sino mensajeros del reino: la resurrección no les lleva a fundar una iglesia en el sentido posterior de la palabra, sino a mantener y extender la obra mesiánica del Cristo[18]. Por eso pueden identificarse con los Doce testigos pre-pascuales de Jesús. Nos gustaría conocer mejor su organización, las bases de su enseñanza, sus signos mesiánicos: el pan compartido (eucaristía), el bautismo en nombre de Jesús…

            Había entre ellos un principio de doble autoridad: por un lado los carismáticos; por otro, los representantes de las casas o grupos donde eran acogidos. Por eso, el principio de organización eclesial no era el templo (lugar de experiencia sagrada), ni la sinagoga (comunidad de oración de los judíos), ni la escuela (reunión de estudiosos), sino la casa familiar ampliada. Parece que hubo desde el principio casas cristianas, si se permite ese nombre posterior, pues el término «cristiano» empieza a utilizarse en la misión helenista de Antioquia (Hech 11, 26). Proyectando sobre esas casas nuestras preguntas, nos gustaría saber quien presidía la eucaristía (¿el padre de familia? ¿el misionero?), si es que había eucaristía propiamente dicha y presidencia. Los itinerantes son autoridad creadora o animadora. Es normal que a su lado se eleve la autoridad del representante de la casa o jefe de familia (quizá una mujer, como supone Hech 12, 12) que parte el pan y preside la mesa donde comen también los itinerantes. Desde aquí puede surgir un nuevo patriarcalismo o una comunión igualitaria de creyentes: 

  • – Nuevo patriarcalismo. Triunfo de la casa antigua. En un principio pudo darse una doble autoridad,que hallamos también en otros grupos religiosos (como el budismo): los itinerantes (monjes) son autoridad carismática, porque aportan palabra y curación; los sedentarios son autoridad patriarcal, pues acogen a los itinerantes con casa y comida. En principio, esa doble autoridad se equilibra, pues tanto el padre de familia (autoridad de la casa) como los itinerantes (autoridad carismática), se complementan, sin imposición de unos sobre otros. Más tarde, cuando se apague la autoridad de los carismáticos, triunfará el modelo de los padres de familia (Pastorales).
  • – Comunión igualitaria. Nueva casa. Carismáticos y establecidos, itinerantes y sedentarios, pueden buscar y trazar nuevas estructuras de comunidad, superando la oposición entre casa cerrada (patriarcalista) y pura vida errante o solitaria. Unos y otros se vinculan, para formar una familia nueva o casa donde quepan todos los que buscan la voluntad de Dios, en comunión (círculo, corro) de amor de hermanos, hermanas y madres (cf. Mc 3, 31-35). Desde este fondo se puede hablar de una comunidad cristiana alternativa, que no está fundada por itinerantes, ni padres de familia, sino que aparece como «casa mesiánica» donde todos los seguidores de Jesús pueden unirse y reciben el ciento por uno en hermanos y hermanas, madres e hijos, casas y campos, en medio de dificultades (Mc 10, 28-30)[19].

            Por ahora quedan los dos caminos abiertos, aunque los sinópticos destacan el segundo. Se va formando así un tipo de comunidad distinta. Es muy posible que los seguidores de Jesús hayan empezado a desarrollar una serie de ritos distintivos, los más importantes de los cuales (junto a los exorcismos) son el bautismo y la eucaristía. El primero consiste en bautizar en nombre de Jesús a los creyentes; estrictamente hablando, ese gesto no supone una ruptura respecto al judaísmo, pues también otros grupos tenían bautismos especiales, pero destaca un «nuevo comienzo», que sitúa a los creyentes en la línea del Bautista, recreada Jesús, pues el bautismo se realiza en su nombre. El segundo, eucaristía o Cena del Señor, vincula a los creyentes con Jesús (desde Jesús), consolidando los signos de pertenencia grupal, en torno al pan y al vino.

            Los seguidores carismáticos de Jesús son ante todo exorcistas y sanadores itinerantes, pero van estableciendo con aquellos que les reciben unos lazos de unidad comunitaria (vida), que se expresan de un modo peculiar por estos ritos de nacimiento (bautismo) y pertenencia grupal (eucaristía). ¿Quién y cómo los realiza? De manera sorprendente, los textos nada dicen. No sabemos quien impartía el bautismo, aunque por Hech 2, 38, 1Cor 1, 14-17 podemos suponer que lo podía hacer cualquier seguidor de Jesús (como hasta hoy). Tampoco sabemos quien presidía la Cena del Señor, aunque parece que lo hacía el responsable de la casa (varón o mujer) que acogía a los itinerantes y reunía a la comunidad. Ambos eran ritos religiosos, pero laicales: no exigían sacerdocio. La comunidad primera no necesitaba estructuras jurídicas especiales[20]. Desde ese fondo podemos plantear ya dos preguntas:           

  • – ¿Presencia de mujeres? Es claro que los Doce, en cuanto signo del Nuevo Israel, han debido ser y han sido varones. Pero la tradición evangélica recuerda a unas mujeres que han seguido y servido a Jesús, participando de la misión del reino, tanto en el anuncio (itinerancia, mensaje) como en la acogida (forman parte de las casas que reciben a Jesús). Aunque todo lo anterior se aplica por igual a ellas, nos gustaría conocer mejor la función o/y lugar que ocupan en el movimiento de Jesús, que no las distingue de los varones, ni en la fe ni en la palabra, ni en el bautismo ni en la eucaristía, que son ritos comunes para ambos sexos, en contra de la circuncisión judía.
  • – Servicio de mujeres. La suegra de Simón es la primera servidora en la casa mesiánica (cf. Mc 1, 29-31) y la mujer del vaso de alabastro que unge a Jesús (cf. Mc 14, 3-9) se encuentra integrada en la misión universal del evangelio. En esa línea, Mc 15, 41 afirma que las mujeres habían servido a Jesús en el camino ¿Cómo simples criadas? ¿Cómo ministros de la iglesia? Evidentemente como ministros, pues el evangelio no acepta función especial (inferior) de criadas. Desde ese fondo recibe una luz especial el pasaje de Marta y María (Lc 10, 38-42): las dos hermanas (¿cristianas?) son signo de la iglesia doméstica (casa), que recibe a los misioneros itinerantes (Jesús), como veremos al tratar de Lucas[21].

7.Iglesia establecida ¿fracaso de la misión?

             La iglesia de la casa con sus funciones (reflejadas en Lucas por Marta y María) resulta inseparable de la misionera (centrada en Jesús y los exorcistas-predicadores). Desde ese fondo podemos afirmar que esta dualidad de itinerantes (más carismáticos) y sedentarios (establecidos) sigue influyendo a lo largo de la historia de la iglesia:

  • – La iglesia empieza con la itinerancia de personas que rompen con las antiguas estructuras familiares y locales, para ponerse al servicio de un evangelio universal, siguiendo el modelo de Jesús. Los itinerantes (apóstoles, profetas) lo han dejado todo (cf. Mc 10, 39), incluso casa y ley del padre (cf. Mt 8, 18-22), para realizar la obra de Jesús, sin más autoridad que su vida al servicio del reino. Su ministerio carismático (que brota de un encuentro personal con Jesús) es anterior a la iglesia establecida.
  • – La iglesia es también casa ampliada o familia extensa (cf. Mc 3, 31-35 par), cuyos miembros forman la comunidad mesiánica o semilla de reino. Lógicamente, la mayor parte de los ministerios estables posteriores de la iglesia se irán desarrollando a partir de la comunidad que acoge a los misioneros (cf. Lc 10, 28-32) y, sobre todo, sirve a los pobres (cf. Hech 6). El surgimiento de una nueva casa, convertida en lugar de experiencia de reino, constituye un elemento clave del movimiento de Jesús[22].

             El principio de la autoridad del evangelio no es la iglesia organizada sino los enviados de Jesús, apóstoles y profetas ambulantes, cuya tarea consiste en curar a los humanos, preparándoles para el reino. Pero ellos se encuentran vinculados, también desde el principio, con las casas (o comunidades) que les acogen y escuchan, organizándose conforme a su enseñanza. Por eso, en la raíz de la iglesia ha existido y sigue existiendo una simbiosis o inter-dependencia: los misioneros del reino no pueden desligarse de las comunidades (casas) que les acogen; los ministerios de las comunidades derivan de algún modo de los misioneros. Es evidente que el Espíritu de Jesús puede manifestarse y se manifiesta por ambos: por la libertad de los carismáticos (que están al principio de las comunidades) y por el orden establecido de las mismas comunidades (que van instituyendo a sus ministros).

            Esa simbiosis define el ser y tarea de los seguidores de Jesús. Por un lado, las funciones más estrictamente patriarcales de los «sedentarios» han de transformarse, para que se exprese en plenitud el evangelio, como llamada a la comunión universal: sobre la pura organización social y la autoridad familiar antigua del entorno ha venido a desvelarse un misterio de gracia y comunión universal. Por otra parte, los itinerantes han de ser capaces de integrarse en las comunidades, para recibir el ciento por uno en abundancia de familia. Jesús está presente y actúa en ambos lados: envía a sus apóstoles, ofreciéndoles su palabra; vincula en comunión a la comunidad cristiana. Esta dualidad de carisma y organización social se mantiene a lo largo de la historia de la iglesia: sus ministros son, por una parte, testigos de Jesús y reciben un encargo y tarea que proviene del mismo Espíritu Santo; por otra parte, son delegados y portavoces de la vida comunitaria. Pues bien, desde este fondo, desarrollando un argumento que venimos evocando en lo anterior, podemos afirmar que la iglesia organizada, como un grupo separado de personas, ha nacido de un fracaso y de una gracia de Dios.

Proviene de un fracaso: los misioneros de Jesús no han logrado convertir a los judíos, ni han expandido de manera universal su movimiento mesiánico, a partir de Israel, para todas las naciones. Según eso, el movimiento de Jesús se ha concretado en una iglesia, perdiendo así parte de su capacidad misionera. Por otra parte, el ministerio carismático de sus primeros apóstoles-profetas ha corrido el riesgo de diluirse, convirtiéndose en funcionariado clerical, dentro del organismo muy estructurado de la iglesia

Es producto de una gracia de Dios: los que acogen en sus casas el mensaje de Jesús, recibiendo la palabra y testimonio de los misioneros, se han estructurado a partir del evangelio, suscitando una nueva comunidad, fundada en el diálogo de fe y amor (de vida) de todos los creyentes. Precisamente el fracaso de la misión israelita hace posible la expansión del movimiento de Jesús a todas de las naciones, no como irrupción impositiva, sino como transformación misionera, fermento de reino. De esa forma, las casas que reciben a los seguidores de Jesús han venido a convertirse en iglesia donde pueden unirse en fe y amor gozoso judíos y gentiles, todos los pueblos de la tierra, como ha indicado de manera jubilosa Efesios[23].

                       Desde esta paradoja (de fracaso y gracia) se comprende lo que sigue. La iglesia posterior no ha olvidado a los apóstoles-profetas primeros (cf. Ef 2, 20), que actuaron sobre todo en Galilea, como indican de formas convergentes, Mt, Ap y Did. Pero en el principio de la iglesia posterior han influido de manera más directa otros agentes: los Doce (apóstoles) de Jerusalén y sus sucesores; ellos definen la tarea y despliegue posterior de la iglesia, conforme al testimonio convergente de Pablo y Lucas.

  NOTAS

[1] Cf. S. Guijarro, Dichos primitivos de Jesús. Una introducción al Proto-Evangelio de dichos: Q, Sígueme, Salamanca 2004;  J. S. Kloppenborg, The formation of Q: Trajectories in Ancient Wisdom Collections, Fortress, Philadelphia 1987;  Q. El evangelio desconocido, Sígueme, Salamanca2005;  B. L. Mack, El evangelio perdido, Roca, Barcelona 1994; J. Robinson, J. S. Klopenborg y P. Hoffmann, El Documento Q. Edición Bilingüe, con paralelos del evangelio de Marcos y del evangelio de Tomás(BEB 107), Sígueme, Salamanca 2002;  G. Theissen, Colorido local y contexto histórico en los evangelios, Sígueme, Salamanca 1997, 225-258;  Ch. M. Tuckett, Q and the History of Early Christianity, T&T Clark, Edinburgh 1996. De todas maneras, al menos de un modo general, pensamos que Pedro y los Doce han empezado a formar una comunidad escatológica en Jerusalén, donde se han establecido, pensando que Jesús vendrá precisamente allí, para instaurar el Reino. En un primer momento, ellos pudieron pensar que la historia anterior de Jesús en Galilea había terminado, de manera que sólo quedaba el testimonio de la resurrección de Jesús en Jerusalén, para esperarle precisamente allí, en la ciudad sagrada, conforme a la esperanza más extendida del judaísmo de su tiempo (no en Qumrán ni en Galilea). De todas formas, en este contexto, debemos recordar que el dicho del Q sobre los doce tronos para juzgar a las Doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28;  Lc 22, 28-30) transmite una promesa y esperanza de Jesús, compartida por los cristianos antiguos del grupo de los Doce, pero no dice si esos tronos se elevarán en Jerusalén (como podría suponerse) o en algún lugar de Galilea, entendido como «capital» del nuevo Reino, o quizá «en el aire», como se podría suponer partiendo de 1 Tes 4, 17.

[2] Cf. también L. Schenke, La comunidad primitiva, Sígueme, Salamanca1999. La «presencia» gloriosa (pascual) de Jesús en sus seguidores de Galilea se expresaría en una serie de signos de tipo mistérico y misionero, como las multiplicaciones de los panes (Mc 6 y 8), el paso por el mar y la pesca milagrosa (Mc 6, Lc 5 y Jn 21).

[3] Cf. V. Fusco, Le prime Comunita Cristiane, EDB, Bologna 1995123-280;  S. Guijarro, Fidelidades en conflicto. La ruptura con la familia por causa del discipulado y de la misión en la tradición sinóptica, UPSA, Salamanca 1998;  P. Hoffmann, Studien zur Logienquelle (NTAbh 8), Münster, 1972;  A. D. Jacobson, The First Gospel. An Introduction to Q, Polebridge, Sonoma 1992;  M. Sato, Q und Prophetie (WUNT 29), Tübingen 1988;  G. Theissen, Colorido local y contexto histórico en los evangelios, Sígueme, Salamanca 1997, 225-258;  Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1985;  Ch. M.Tuckett, Q and the History of Early Christianity, Clark, Edinburgh 1996, 102;  I. E. Vaage, Galilean Upstarts. Jesus’ First Followers according to Q, Trinity, Valley Forge 1994. Tanto Q como Mc han recogido tradiciones de Galilea, donde, en sentido estricto, más que “iglesias” en el sentido posterior de la palabra, habría comunidades y grupos vinculados a la memoria de Jesús, como profeta sabio y mensajero apocalíptico del Reino de Dios. Todas las reconstrucciones que podemos hacer de esas comunidades resultan problemáticas, pero, a grandes líneas, podemos conocerlas. 

[4] Éstos parecen ser los textos básicos del Q, siguiendo el orden de Lucas, agrupados en unidades amplias: Q 3, 2b.3;  3, 7-9;  3, 16b-17;  3, ·21-22 4, 1-4. 9-12.5-8. 13;  4, 16;  6, 20-21;  6, 22-2;  6, 27-28. 35c-d;  6, 29-30;  6, 31;  6, 32;  6, 36;  6, 37-38;  6, 39;  6, 40;  6, 41-42;  6, 43-45;  6, 46;  6, 47-49: 7, 1, 3, 6b-9. 10?;  7, 18-23;  7, 24-28;  7, ·29-30;  7, 31-35;  9, 57- 60;  10, 2;  10, 3;  10, 4;  10, 5-9;  10, 10-12;  10, 13-15;  10, 16;  10, 21;  10, 22;  10, 23-24;  11, 2b-4;  11, 9-13;  11, 14-15, 17-20;  11, ·21-22;  11, 23;  11, 24-2;  11, ?27-28;  11, 16. 29-30;  11, 31-3;  11, 33;  11, 34-35;  11, 39a?. 42. 39b. 41. 43-44; 11, 46b, 52. 47-48;  11, 49-51;  12, 2-3;  12, 4-5;  12, 6-7;  12, 8-9;  12, 10;  12, 11-12;  12, 33-34;  12, 22b-31;  12, 39-40;  12, 42-46;  12, ·49‚ 51. 53;  12, ·54-56;  12, 58-59;  13, 18-19;  13, 20-2;  13, 24-27;  13, 29, 28;  13, 30;  13, 34-35;  14, ·11;  14, 16-18. 19-20. 21. 23;  14, 26;  14, 27;  17, 33;  14, 34-35;  16, 13;  16, 16;  16, 17;  16, 18;  17, 1-2;  15, 4-5a. 7;  15, ·8-10;  17, 3-4;  17, 6;  17, 20-21;  17, 23-24;  17, 37;  17, 26-27, 28-29?. 30;  17, 34-35;  19, 12-13. 15-24. 26;  22, 28.30. Muchos investigadores suponen que las comunidades galileas (de tipo Q) habrían dado prioridad a un tipo de dichos, más vinculados a la sabiduría de la vida y al Reino como presencia interior de Dios que a la muerte de Jesús (como hace Mc). Ciertamente, esa sabiduría contendía también elementos proféticos (e incluso apocalípticos); pero predominaba el aspecto sapiencial. 

[5] G. Theissen, Colorido local y contexto histórico en los evangelios, Sígueme, Salamanca 1997, ha destacado de un modo consecuente la relación entre el despliegue del cristianismo de Palestina y el intento idolátrico de Calígula, del que trata con extensión Flavio Josefo (cf. Ant 18, 4, 3).

[6] Ésta fue la autoridad de las comunidades galileas de Jesús, ésta la herencia que dejaron para el conjunto de las iglesias posteriores, a través del documento Q, tal como ha sido recogida, sobre todo, por Lc 6, 20.45 y Mt 5-7. Sin esa autoridad de amor y sin esa herencia de perdón (de no violencia activa) resulta incomprensible el cristianismo. En este contexto siguen siendo importante las reflexiones de G. Theissen, La renuncia a la violencia y el amor al enemigo(Mt 6, 38-48 / Lc 6, 27-38) y su trasfondo histórico-social, en Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca1985 103-148.Cf. también G. Lohfink, El sermón de la montaña ¿para qué?, Herder, Barcelona 1989, 237-247;  A. Trocmé, Jésus-Christ et la Revolución non violente, Labor et Fides, Genéve 1961;  J. L. Espinel, El pacifismo en el Nuevo Testamento, San Esteban, Salamanca 1992;  J. H. Yoder (ed.), Comunidad, no-violencia y liberación. Perspectivas bíblicas, Dabar, México DF 1991. He desarrollado el tema en Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca2005, cap. 5.

[7] Todo sistema tiende a estructurarse jerárquicamente, de manera que cada uno de sus miembros vale en razón de su oficio y funciones, de manera que la relación personal queda sustituida por la de oficio y rango, papeles y representaciones. Pues bien, en contra de eso, los enviados de Jesús no llevan papeles ni documentación, rangos ni oficios, sino sólo sus personas: el testimonio de su propia vida y su palabra, como exorcistas del Reino.

[8] Estos enviados de Jesús no crean castas, ni grupos distintos, ni buscan su identidad u honor en algún tipo de función establecida: valen por lo que son y por lo que hacen, curando y/o animando a los excluidos y expulsados, en un mundo donde crecen las diversas formas de violencia, que desembocarán en la guerra del 67-70 d.C. Se podrá decir que estos mensajeros de Jesús no han triunfado, pues no han logrado extender su ideal ni su paz en Galilea. Pero el recuerdo de sus palabras, recogidas de formas distintas pero convergentes en los sinópticos resulta esencial para entender el movimiento de Jesús.

[9] Pero por ahora, en Galilea, estrictamente hablando, no se puede hablar de una iglesia plenamente sedentaria, es decir, establecida, en un lugar determinado (como las diócesis posteriores de ciertas iglesias), sino que los seguidores de Jesús siguen formando un movimiento de renovación abierto a todos los habitantes del lugar

[10] Esta autoridad carismática de los enviados-profetas ambulantes sigue siendo básica en iglesia. Jesús y sus primeros seguidores de Galilea no han creado una comunidad estable, con estructuras y poderes firmes, separada de los otros grupos nacionales o sociales (en especial del judaísmo). De esa forma, sus itinerantes carismáticos no quieren tener «su propia Iglesia», frente a otras comunidades o iglesias, sino actuar como fermento de la sociedad en su conjunto. Por eso es necesario recordar a estos primeros «cristianos» galileos, con su mensaje de Reino, pero sin iglesia estable, tras casi XX siglos de iglesia establecida, que ha abandonado en gran parte la itinerancia y ha destacado su identidad y prestigio social.

               Por largos decenios, diversas comunidades de seguidores de Jesús, de origen básicamente galileo, aunque extendidas por Siria y por otros lugares (comunidades atestiguados por Mateo y el Apocalipsis, por Santiago y la Didajé), han mantenido este carácter itinerante, moviéndose en el ámbito social del judaísmo. No se han tomado como nueva religión, sino como un movimiento de transformación mesiánica, a partir de la experiencia israelita, como Jesús había queridoHemos estudiado el tema, desde la perspectiva de la vida de Jesús, en Historia de Jesús, cap. 14. Sobre la vida y misión de los profetas itinerantes cf. G. Theissen, Radicalismo itinerante, en Estudios de Sociología del Cristianismo Primitivo, Sígueme, Salamanca 1985, 13-40;  R. Trevijano, Profetas ambulantes, en Diccionario. Teológico de la Vida Religiosa, Claretianas, Madrid1992, 1425-1443. A la luz de la misión paulina, tal como ha venido a cristalizar en las iglesias posteriores (en la línea de lo que un día será la Gran Iglesia), algunos han podido suponer que el intento de estos galileos era inviable: ellos no eran todavía cristianos (en el sentido posterior), el Espíritu no había suscitado todavía verdadera iglesia. Sea como fuere, debemos recordar (y recuperar) aquella primera misión de los galileos, como elemento integrante del movimiento de Jesús.

[11]Jesús tiene autoridad y la ofrece a sus discípulos, a quienes escoge para confiarles una tarea de reino. Aquí se les llama apóstoles (enviados) y se tiende a identificarles, pero más que apóstoles en sentido posterior son profetas.

[12] Se viene discutiendo apasionadamente sobre el carácter primitivo del Q: unos defienden su carácter sapiencial, otros piensan que es un documento profético (incluso apocalíptico); otros hablan de un proceso, que ha llevado del plano sapiencial primero al apocalíptico posterior. Pensamos que esos elementos no se oponen, de manera que el texto puede ser sapiencial y profético a la vez.

[13] No han de llevar pan, ni alforja, ni dinero, ni dos túnicas (Mc 6, 8-9). Ciertamente, van calzados, para caminar; pero no llevan vestido de repuesto. No lo hacen por austeridad o espíritu de pobreza, ni por rechazo social (comen y beben, no ayunan: Mc 2, 18-22), sino por confianza escatológica. Quieren y deben ofrecer lo que tienen, compartiendo con hombres y mujeres de la tierra, el proyecto de Jesús. No necesitan ir asegurados (con dinero y/o ropa de repuesto), pues tienen un poder más alto: la confianza de que serán recibidos y alimentados.

[14] El vestido era signo de autoridad (poder sacral, riqueza). Los enviados de Jesús evitarán esos signos, recibiendo y empleando la ropa normal de cada lugar (cf. Mt 23, 5 par). No crean casta, ni grupo distinto; no buscan su identidad u honor en algún tipo de función establecida: valen por lo que son y hacen, curando y/o animando a los excluidos y expulsados. De esa forma van contra el sistema, buscando un tipo distinto de plenitud humana.

[15] Cuando entréis en una casa, quedaos allí… (Mc 6, 10). No lleva nada propio (dinero, ropa, comida), porque esperan recibirlo todo. No piden como mendigos, no exigen como asalariados, pues no son «dependientes» de los otros, ni tampoco sus señores . Son simplemente hermanos: por eso ofrecen, esperan, reciben, comparten.

[16] Los discípulos primeros de Jesús, a diferencia de lo que sucederá muy pronto en la historia de la iglesia (en la misión paulina) serán exorcistas y/o carismáticos ambulantes (cf. Mc 3, 15 par; 6, 6-13 par). Más que una ortodoxia nueva (doctrina sobre Dios) y más que una nueva organización social, ellos propagan y extienden una forma de vida compartida, en plano de acogida mutua (salud) y mesa común.

[17] Sobre la vida y misión de los profetas itinerantes sigue siendo básico G. Theissen, «Radicalismo itinerante»en Id., Estudios de Sociología del Cristianismo Primitivo, Sígueme, Salamanca 1985, 13-40. Visión panorámica en R. Trevijano, «Profetas ambulantes»: Dic. Teol. Vida Religiosa, 1425-1443.

[18] Entre los que interpretan a Jesús y a los primeros cristianos como cínicos itinerantes, cf.: J. D. Crossan, Jesús. Vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona 1994; B. Mack, A Myth of Innocence: Mark and Christian Origins, Fortress, Philadelphia 1988; Id., El Evangelio perdido. El documento Q., M. Roca, Barcelona 1994. En esa misma línea parecen moverse algunos participantes de Jesus Seminar; cf. B. Witherington, The Jesus Quest. The Third Search for the Jew of Nazaret, Paternoster, Carlisle 1995Visiones distintas de los orígenes cristianos en J. P. Meier, A Marginal Jew, I-III, Doubleday, New York 1991/6 (=Jesús, un judío marginal I-II, EVD, Estella 1998/9); N. T. Wright, The NT and the Victory of the People of God I, SPCK, London 1992; Id., Jesus and the Victory of God II, SPCK, London 1996.

[19] Esta comunidad mesiánica, que rompe el viejo esquema paternalista (no hay en ella padres) constituye la matriz de la iglesia, como he destacado en Casa, pan y palabra. Le iglesia en Marcos, Sígueme, Salamanca 1998. S. C. Barton, Discipleship and Family Ties in Marc and Matthew, Cambridge UP 1994, ha estudiado los textos anteriores y otros (Mc 1, 16-20 par; Mc 13, 9-13 par), sin destacar las consecuencias ministeriales.

[20] Cf. G. Barth, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1996, 40 ss. En general, sobre las primeras comunidades cristianas, cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la iglesia cristiana, DDB, Bilbao 1987; Id., La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Sal Terrae, Santander 1994.

[21] Hech 6 habla de choque entre mensaje de la palabra y servicio de las mesas, desde una perspectiva de varones. Lc 10, 38-42 ha releído el tema en perspectiva de mujeres: una (Marta) se ocupa más del servicio o diakonía (acogida y organización comunitaria); otra (Marta) escucha de la palabra.

[22] Sobre itinerantes y casa estable, cf. R. A. Campbell, The Elders. Seniority within Earliest Christianity, Clark, Edinburgh 1994. Sobre la casa cf. H.-J. Klauck, Hausgemeinde und Hauskirche im frühen Christentum, SBS 103, KBW, Stuttgart 1981; R. Aguirre, La casa como estructura base del cristianismo primitivo: las iglesias domésticas, en Id., Del movimiento de Jesús a la iglesia cristiana, DDB, Bilbao 1987, 65-92 [=EstEcl 59 (1984) 27-51].

[23] Sobre los carismáticos ambulantes: G. Theissen, Sociología del movimiento de Jesús, Sal Terrae, Santander 1979; Id., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1985, 13-78. Cf. D. E. Aune, Prophecy in Early Christianity, Eerdmanns, Grand Rapids MI 1983, 171-246. Sobre el surgimiento de la iglesia y la misión a los gentiles, cf. E. Peterson, Tratados teológicos, Cristiandad, Madrid 1996, 193-204. Sigue siendo significativo el trabajo de J. Meliá,“Misión galilea y misión universal en los sinópticos”: Cuadernos Bíblicos 2 (1978) 1-101.