Profetas: el porvenir de la Iglesia

por Rafael Narbona 

  

marcha en El Salvador en memoria de Ignacio Ellacuría y jesuitas asesinados 1989 mártires de la UCA 2017
Ignacio Ellacuría

Se considera profetas a los intermediarios entre Dios y la humanidad. En el pasado, este concepto se hallaba asociado a un planteamiento mitológico que implicaba una experiencia sobrenatural, una especie de misticismo pagano con ciertos signos de teatralidad. En la actualidad, un profeta no es un taumaturgo, sino alguien clarividente, un visionario cuya lucidez no se vincula a estados alterados de conciencia, sino a una comprensión profunda del Evangelio y el misterio de Dios. Profetas son Óscar Romero, Ignacio Ellacuría –dos mártires– o el papa Francisco, que con ‘Fratelli tutti’ y sus reformas, firmemente comprometidas con los pobres y con una mayor presencia de mujeres y laicos en la iglesia, ha encendido la esperanza entre creyentes y no creyentes. Profetas son también Leonardo Boff, Pedro Arrupe, reformador de la Compañía de Jesús o Jon Sobrino, superviviente de la matanza de la UCA en El Salvador. Frente a los sabios, más concentrados en el trabajo intelectual y el estudio, los profetas vuelcan su atención en la actualidad, intentando identificar los signos de los tiempos y denunciando las conductas que atentan contra la dignidad y los derechos del ser humano.


Los profetas de las últimas décadas del siglo XX sufrieron mucho con Juan Pablo II, que interpretó la teología de la liberación como una infiltración marxista en el seno de la iglesia. Su experiencia en Polonia con una dictadura comunista le impidió apreciar que ninguno de los teólogos adscritos a esa tendencia exaltó el marxismo. Simplemente, lo utilizó como una herramienta de análisis para denunciar los abusos del capitalismo. Ignacio Ellacuría repitió muchas veces que el marxismo había alertado sobre las intolerables desigualdades sociales provocadas por la economía de mercado, pero su alternativa no era ética y humana, pues pasaba por la violencia y desembocaba en un Estado totalitario. Juan Pablo II no mostró interés por comprender a los teólogos que esgrimían la “opción preferencial por los pobres”. Se limitó a silenciarlos y marginarlos. Afortunadamente, corren otros tiempos y la iglesia ha vuelto a recuperar ese espíritu profético que impregna todo el Evangelio. El gesto de Francisco de suspender las sanciones contra el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, otro profeta, puso de manifiesto que se abría una nueva época. Aunque todavía hacen mucho ruido los movimientos y las publicaciones integristas, los vientos de renovación y apertura parecen imparables. ¿Podría involucionar la iglesia? ¿Un nuevo Papa podría desmontar todo lo que ha hecho Francisco e imponer un modelo tradicionalista, aliado con las corrientes más intransigentes de la sociedad? Es imposible saberlo, pero si la iglesia diera eligiera ese camino, se hundiría en la insignificancia, convirtiéndose en algo marginal y anacrónico.

El camino estrecho

Hace años, dos sacerdotes se acercaron a mí mientras contemplaba la fachada de la catedral de Astorga y hablaron conmigo durante casi dos horas. Una y otra vez me repitieron que la iglesia no era el clero, sino el pueblo de Dios, la comunidad que sigue las enseñanzas del Evangelio. Pienso que esa es la razón por la que Francisco ha incrementado con sus reformas la presencia de las mujeres y los laicos, intentando restaurar la atmósfera de las primeras comunidades cristianas, cuando aún no existían las diferencias jerárquicas y el espacio de encuentro no era un rito solemne, sino la mesa compartida.

¿Qué puede aportar el Evangelio en nuestros días? ¿Cuál es hoy el papel de los profetas? Como señala José Antonio Pagola en ‘Jesús. Una aproximación histórica’, “el reino de Dios se va gestando allí donde ocurren cosas buenas para los pobres”. El Evangelio es una buena noticia porque aboga por un porvenir más justo, sin parias, explotados, ofendidos ni marginados. Como apunta Pagola, “¡Dios defiende a los que nadie defiende!”. Los profetas intentan mantener vivo ese mensaje, escogiendo el camino estrecho que tomó Óscar Romero, asesinado por luchar contra la actitud inhumana de las oligarquías. El arzobispo de San Salvador siguió el ejemplo de Jesús, que alzó la voz en favor de los campesinos pobres, los arrendatarios y los jornaleros de Galilea, con graves problemas de subsistencia por culpa de los terratenientes, partidarios de promover el comercio de trigo, vino y aceite en vez del cultivo de cebada, judías y otros productos necesarios para la subsistencia de las familias más modestas. Jesús vivió como los pobres, durmiendo a la intemperie y sin un trabajo estable. Desafiando a los ricos y poderosos, anunció que el reino sería de los olvidados y los oprimidos, de los humillados y los desamparados, de los que tienen sed y hambre de justicia. En cambio, los más prósperos y adinerados quedarían fuera. Su entrada en el reino sería más improbable que el tránsito de un camello por el ojo de una aguja.

Solidaridad con el vulnerable

Algunos sostienen que –conforme a su sustrato arameo– las bienaventuranzas deberían ser traducidas en primera persona. En realidad, Jesús habría dicho: “Dichosos nosotros que no tenemos nada… Dichosos los que ahora tenemos hambre… Dichosos los que ahora lloramos”. No es extraño que los políticos, oligarcas y militares salvadoreños que organizaron el asesinato de Romero llegaran a pensar que la Biblia era un panfleto revolucionario e interpretaran su posesión como un gesto subversivo. Jesús no habla de un amor retórico, como señala Pagola, sino de alimentar al hambriento, vestir al que está desnudo, visitar al que está en la cárcel, compartir con el que no tiene nada. Exalta la misericordia, no la penitencia. La salvación no es un privilegio de los que observan los ritos religiosos, sino de los que ayudan a los necesitados. Lo esencial no es el culto o la obediencia, sino la compasión.

Jon Sobrino se pregunta si es humano un mundo donde una minoría acumula insolidariamente y otra muere de escasez. Los medios de comunicación encubren esa realidad, logrando que los pobres sean invisibles e irrelevantes. Sobrino afirma que lo cristiano es prestar la voz a los que carecen de ella. Hay que contrarrestar las campañas de desinformación de “los que tienen demasiada voz”. La resignación, el fatalismo o la complicidad con los poderes establecidos no son opciones cristianas. Lo cristiano es solidarizarse con el más débil y vulnerable. Sobrino comenta con pesar que niño del Primer Mundo consume los recursos de más de 400 niños etíopes y que todos los años mueren cincuenta millones de personas a causa del hambre. Frente a esta iniquidad, aboga por la creación de “un mundo que llegue a ser un hogar para el hombre”, según las palabras del filósofo Ernst Bloch. Escribe Sobrino: “Desde la fe cristiana, tal como la actualizaron entre nosotros monseñor Romero e Ignacio Ellacuría, las víctimas son más que víctimas. Son el pueblo crucificado, el siervo doliente de Yahveh, el Cristo crucificado de nuestro tiempo”.

El porvenir de la iglesia depende de la aparición de nuevos profetas. Profetas que irriten tanto como Jesús, crucificado por la Roma imperial. Profetas como monseñor Romero, que pidió a la Guardia Nacional que no disparara contra sus hermanos (“En nombre Dios, ¡cese la represión!”). Profetas como Ellacuría, que afirmó que nadie tenía derecho a lo superfluo mientras todos no tuvieran lo esencial. Sin profetas, la iglesia solo será una institución, más preocupada por su supervivencia que por el legado del Evangelio. “La gloria de Dios –apuntó monseñor Romero– es que el pobre viva”. Lo contrario es impiedad, blasfemia. Ojalá el siglo XXI nos depare nuevos santos como Romero, testigo de Cristo entre sus hermanos.

Miguel Delibes

La perspectiva cristiana de Miguel Delibes

El novelista vallisoletano Miguel Delibes

por Rafael Narbona 


No sé cómo funciona la memoria de los demás, pero presumo que apenas se diferencia de la mía, falible, imperfecta y caprichosa. Nos duele olvidar las cosas, pero el olvido forma parte del proceso de aprendizaje. Sin lagunas y vacíos, nuestra memoria sería un magma confuso e inservible. En el caso de los libros, lo que perdura y cristaliza es quizás lo esencial, lo que se incorpora a nuestro bagaje personal y modula nuestro pensamiento. ¿Qué ideas e imágenes de la literatura de Miguel Delibes han quedado en mi memoria? O dicho de otra manera: ¿qué me ha enseñado el escritor vallisoletano? No voy a hacer trampa, consultando la docena de artículos que he publicado sobre su obra. Me limitaré a escarbar en mis recuerdos. Veremos qué es lo que sale. Escribir es una aventura y desconocer adónde nos dirigimos garantiza que el texto será fructífero, pues será el fruto de un diálogo interior, sin otras directriz que clarificar nuestras impresiones y recuerdos.



Cuando evoco la obra de Delibes, lo primero que me viene a la cabeza es su solidaridad con los humillados y ofendidos. Se ha escrito mucho sobre su estilo y su técnica, pero se ha eludido el fondo del que brota su escritura. Delibes nunca ocultó su perspectiva cristiana. Si prescindimos de ella, su ternura hacia los más vulnerables queda rebajada a mero sentimentalismo. El escritor no se conforma con manifestar su aprecio hacia los que sufren. Destaca su dignidad y su capacidad de redimir a sus semejantes. El Nini, el niño sabio de ‘Las ratas’, aporta clarividencia y humanidad a sus vecinos, pese a vivir en una cueva y alimentarse de roedores. Aunque siempre ha soportado la pobreza y la incertidumbre, contempla el mundo con la serenidad de un filósofo estoico. Azarías, el discapacitado psíquico de ‘Los santos inocentes’, desconoce la malicia y cuida de una pequeña grajilla. Su mansedumbre se convertirá en ira cuando el señorito Iván, cruel e insensible, mata a su pájaro. Delibes no se conforma con hablar de la redención espiritual, que siempre vendrá de los de abajo, de los que aparentemente no tienen esperanza, sino que también aboga por un mundo más justo, advirtiendo que los agravios padecidos por las pobres gentes puede ser la matriz de estallidos de violencia.

En Delibes, la solidaridad con los más débiles nunca se deslindó del alegato en favor de la libertad. Durante la Guerra Civil, sirvió en la marina franquista, pero nunca contempló con simpatía la dictadura. Director de El Norte de Castilla, acabó dimitiendo por sus desencuentros con Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo. Exiliado en Estados Unidos, celebró y promovió la Transición. Declinó el ofrecimiento de ser el primer director del diario El País. En su Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, leído el 25 de mayo de 1975, elogió las figuras de Salvador Allende y Alexander Dubček, dos socialistas de perfil democrático que pagaron caro su intento de crear sociedades más libres e igualitarias. Miguel Delibes nunca abrazó una ideología concreta. Su espíritu independiente era incompatible con la disciplina de partido, pero se pronunció a favor de las políticas sociales orientadas a combatir la pobreza, la desigualdad y el desamparo. Su oposición al aborto le sitúa en el centro derecha, pero sus críticas al capitalismo, que arroja a la cuneta a los más débiles y desafortunados, le vinculan a la socialdemocracia. En cualquier caso, Delibes siempre defendió la libertad, pues entendió que el ser humano perdía su dignidad cuando sufría los abusos de un régimen autoritario. La dictadura franquista le pareció tan intolerable como la Unión Soviética, con su archipiélago de campos de concentración.

Eje de su obra

El catolicismo de Miguel Delibes no es una nota a pie de página, sino uno de los ejes de su obra. Eso sí, su fe nunca logró desalojar la sombra de la duda. En ese sentido, está cerca de Miguel de Unamuno, pero sin su tumulto interior. Templado y pudoroso, Delibes no aireó su intimidad. Fue un hombre melancólico, pero no un pesimista existencial. Cuando perdió a su mujer, Ángeles de Castro, se volvió más huraño y deambuló por los páramos de la depresión. Sin embargo, no perdió la esperanza del reencuentro. Admirador del espíritu reformista del Concilio Vaticano II, siempre se mostró reacio al tradicionalismo y no simpatizó con los movimientos que creaban familias y capillas en el seno de la Iglesia. En ‘Cinco horas con Mario’, Carmen, la viuda, encarna los valores del nacionalcatolicismo y el difunto, inspirado en la figura de José Jiménez Lozano, estrecho colaborador de Delibes, representa ese anhelo de renovación impulsado por Juan XXIII, el ‘Papa bueno’. Delibes es uno de esos católicos que apuestan por la misericordia y no por la penitencia, de acuerdo con la enseñanza evangélica. Mario, su personaje, siempre se volcará en los más débiles y humildes. No es un hombre piadoso, si por tal se entiende alguien que cumple estrictamente con los ritos, pero sí un cristiano sincero que no puede mirar hacia otro lado cuando se topa con el sufrimiento de los demás.

La sensibilidad cristiana de Delibes también se manifiesta su forma de abordar la infancia y la vejez. En ‘El camino’, el mundo de los niños comparece con todos sus matices. No está idealizado, pero se encuentra en las antípodas de ‘El señor de las moscas’, la terrorífica fábula de William Golding. La inocencia no consiste en una bondad infinita, sino en esa estrecha compenetración con la vida que se pierde en la edad adulta, cuando la conciencia ha perdido su capacidad de asombro. Los niños de ‘El camino’ viven en comunión con la naturaleza y conciben la amistad como un lazo sagrado y no un mero entretenimiento. Delibes recrea magistralmente el universo de la niñez, con su amor a lo inmediato y su compenetración con los elementos. Solo un niño es capaz de apreciar el don de la existencia, festejando con pasmo y gratitud el agua y el fuego, el aire y la tierra. En la infancia, hay ecos del paraíso, cuando el hombre aún no se había separado de Dios por culpa del pecado original. Para Delibes, el pecado no consiste tanto en las flaquezas que todos soportamos como en esa ambición fáustica de poder donde el otro solo es un objeto sometido a nuestra voluntad.

La hoja roja es un conmovedor retrato de la vejez. Un viudo que acaba de jubilarse aplacará su soledad con la compañía de una joven criada. Su único hijo no ocultará la molestia que le causa su proximidad y no mostrará ningún interés por atender sus necesidades emocionales. En cambio, la joven criada –una muchacha de pueblo– se siente cómoda a su lado. Ella también está sola. La relación es puramente emotiva. No hay turbio en el afecto entre dos personas que carecen de vínculos y buscan algo de calor humano. En ‘Señora de rojo sobre fondo gris’, Delibes vuelve a incidir en el tema de la vejez, pero en esta ocasión no se trata de una ficción, sino de una dolorosa experiencia autobiográfica. La novela es una recreación de la muerte de su esposa, Ángeles de Castro. Quizás es su libro más hermoso, pero también el más melancólico. Delibes no ha perdido la fe, pero su punto de vista está teñido de miedo y angustia. En ciertos momentos, prevalece cierto pesimismo existencial y la sensación de vacío se apodera del narrador. Delibes sufrió terriblemente cuando su mujer falleció en 1974. ‘Señora de rojo sobre fondo gris’ no apareció hasta 1991, pues necesitó muchos años para poder escribir sobre su pérdida, sin caer en el desconsuelo más implacable. Su dolor fue tan intenso y devastador como el de Miguel de Unamuno cuando murió Concha Lizárraga. Ambos escritores creían firmemente en el matrimonio. De hecho, sus esposas fueron algo más que compañeras. En ellas hallaron ese arraigo a la vida que su carácter inestable no había logrado fraguar.

La perspectiva cristiana de Delibes se completa con su amor a la naturaleza. Pionero en la denuncia del éxodo rural, nunca desperdició la ocasión de hablar de los campos y el cielo de Castilla. Sus descripciones del paisaje y sus gentes poseen la austera belleza de una prosa que combinó magistralmente transparencia y sencillez, precisión y armonía. Su afición a la caza menor le ha enajenado muchas simpatías, pero conviene aclarar que practicó una caza ecológica, respetando escrupulosamente el medio ambiente. Nunca fue capaz de disparar contra un corzo o cualquier otra pieza mayor, pues los ojos de esos animales les parecían muy humanos. Tampoco le agradaba rematar a los conejos. Sería injusto juzgar sus hábitos cinegéticos con los valores del mundo actual. A mí no me gusta la caza, pero sus libros sobre el tema son hermosos y no se aprecia ninguna complacencia con la crudeza de una actividad que ha acompañado a la historia de todos los pueblos. Miguel Delibes fue la primera voz que habló de lo que hoy se llama “España vacía”, lamentando el despoblamiento rural. También alertó sobre el deterioro del medio ambiente. En su Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, pidió que los países industrializados adoptaran medidas para frenar la contaminación, señalando que cada generación debe asumir la responsabilidad moral de preservar el planeta para la siguiente.

La perspectiva cristiana de Miguel Delibes nunca transigió con el proselitismo. Se limitó a testimoniar su amor al hombre y su confianza en Dios mediante sus libros, siempre saturados de delicadeza, compasión e inteligencia. Ha sido uno de los últimos humanistas de nuestras letras y, ya en vida, disfrutaba de la consideración de un clásico. Lejos de ser un autor caduco, su literatura anticipó mucho de lo que estamos viviendo: deshumanización, soledad en los grandes espacios urbanos, despoblación rural, deterioro medioambiental, nihilismo. Miguel Delibes fue un profeta y su pluma desprendió luz, poniéndose al servicio de una sociedad más humana, con vínculos sólidos y solidaridad con los que han sido heridos por la injusticia o la fatalidad.

El camino sinodal


por Rafael Narbona
Todas las reformas que han surgido en el seno de la Iglesia católica han sufrido el rechazo y la incomprensión de la jerarquía eclesiástica, siempre reacia a los cambios. Inocencio III contempló con recelo a san Francisco de Asís la primera vez que se entrevistó con él, sugiriéndole despectivo que tal vez debería predicar ante los cerdos, pues su atuendo era tan miserable que parecía apropiado para una porqueriza y no para una audiencia papal. Santa Teresa de Jesús no llegó a ser procesada por el Santo Oficio, pero ‘El Libro de la Vida’ permaneció en manos de los inquisidores hasta su muerte, sujeto a exámenes que rastreaban posibles herejías. San Juan de la Cruz fue encarcelado en Toledo por los Calzados, soportando toda clase de privaciones y vejaciones. Su celda no era un calabozo convencional, sino una antigua letrina. Las penurias no le impidieron comenzar el ‘Cántico espiritual’, una de las cimas de la mística española del XVI. El filósofo y jesuita Teilhard de Chardin publicó póstumamente gran parte de su obra para evitar represalias. Se le acusó de posiciones heréticas (cuestionó el pecado original, aprobó los métodos anticonceptivos y señaló que el fin del matrimonio no es la procreación, sino el enriquecimiento espiritual de los esposos), pero –como reconoció Benedicto XVI– su liturgia cósmica, que convertía el universo en una hostia viviente, inspiró ‘Gaudium et spes’, la única constitución pastoral del Concilio Vaticano II. El 20 de julio de 1981 L’Osservatore Romano afirmó que Teilhard de Chardin fue “un hombre poseído por Cristo en lo más profundo de su alma. Estaba preocupado por honrar tanto la fe como la razón, y anticipó la respuesta al llamamiento de Juan Pablo II: ‘No tengáis miedo, abrid, abrid de par en par las puertas de los inmensos ámbitos de la cultura, la civilización y el progreso a Cristo’”. Seguir leyendo