LAS TRES TAREAS DEL SACERDOTE

Por X. Pikaza

 El Concilio Vaticano II, reasumiendo una antigua terminología eclesial, afirma que los sacerdotes (obispos y presbíteros) deben ejercer tres ministerios principales al servicio de la humanidad y de la misma iglesia: están llamados a enseñar, expandiendo como misioneros la palabra de Jesús entre los hombres, sean o no sean aún cristianos; en segundo lugar han de santificar a los creyentes a través de la celebración de la liturgia y la plegaria compartida; y finalmente han de regir como pastores a los mismos fieles, dirigiéndolos según el evangelio, de manera que así cumplan todo lo que Cristo enseñó sobre la tierra (Mt 28,16,20; cf, Lumen Gentium 24-27; Christus Dominus 12- 16; Presbyterorum Ordinis 4-6).

En las reflexiones que ahora siguen he querido explicar con cierta detención esas tareas, inspirándome en un libro que escribí hace tiempo (Experiencia religiosa y cristianismo, Sígueme, Salamanca 1981, 456-465).

Me fundo, sobre todo, en el Concilio Vat II, pero lo interpreto a la luz del mensaje original del Nuevo Testamento. De esa forma, retomando o recreando unas palabras que resultan ya tradicionales, quiero presentar aquí los tres matices o tareas que definen a los sacerdotes:

1. En primer lugar, ellos son profetas misioneros: escuchan la palabra de Jesús y han de extenderla entre los pueblos. Como ministros de esa palabra y pregoneros de la vida-pascua de Jesús han de actuar los sacerdotes sobre el mundo.

2. En segundo lugar, ellos son dirigentes-servidores de las comunidades: haciéndose los siervos de todos los hermanos, rigen a la Iglesia, de manera que ella pueda ser comunidad donde los fieles comparten vida y bienes, fe y tareas creadoras, para bien de los pobres.

3. Finalmente, ellos son presidentes de la fiesta de Jesús sobre la tierra: animan la celebración del nacimiento (bautismo) y de la vida (matrimonio), el gozo del perdón (penitencia) y de la mesa compartida (eucaristía) donde Cristo se hace unión de amor y de liturgia entre los hombres. Dejo a un lado otros aspectos de la vida y misión sacerdotal ( que aunque resultan urgentes ya no son fundamentales) y me centro en estos que he indicado, ofreciendo así una especie de visión espiritual activa de los ministerios.

1. Los sacerdotes son profetas-misioneros.

 Los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para constituir e incrementar el pueblo de Dios, cumpliendo el mandato de Jesús: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda creatura» (Me 16,15) (Presb. Ord. 4). Los sacerdotes son profetas de la nueva alianza porque anuncian y expanden sobre el mundo la palabra de Dios que se ha encamado en Jesucristo. Ellos no tienen más riqueza ni verdad que esa «palabra» que Dios mismo les ha dado como herencia que ahora deben ofrecer gratuitamente a todos los hombres y mujeres de la tierra. Por eso les llamamos profetas-misioneros o, quizá mejor, apóstoles de Cristo. Dios mismo les envía (apóstol viene de aposte/lo, enviar), confiándoles por medio del Espíritu, la misión suprema que se puede realizar sobre la ·tierra: mantener vivo el recuerdo de Jesús, hacer que su mensaje no se calle, que su fuego no se apague a lo largo de la historia. En las reflexiones que ahora siguen he querido resaltar esta tarea misionera del recuerdo: los sacerdotes son profetas de Jesús porque mantienen viva su memoria entre los hombres.

Por eso han de escuchar y revivir internamente su palabra, para renacer así por ella y luego contarla como viva y creadora sobre el mundo.

Por eso, para ellos, sacerdotes de Jesús, la experiencia del recuerdo es lo primero. Antes que exigirnos algo, antes que pedirnos cosa alguna, el evangelio nos libera: ensancha el corazón, abre los ojos, desata los oídos y conduce hacia un inmenso continente de gracia y cercanía de Dios en esperanza.

El Evangelio es, ante todo, narrativo: es el testimonio de un hecho o misterio que cambia de raíz las condiciones de la historia: es el recuerdo actualiza[1]do del hombre Jesucristo que nos abre un camino cerrado y nos precede en la búsqueda o exploración de un continente inesperadamente esperado, anheladamente presentido y siempre nuevo ( cf. Hech 6,20).     Por eso, cuando el sacerdote cuenta la historia de Jesús está exponiendo la verdad del hombre nuevo: proclama su libertad, instituye su ciudadanía como redimido y desvela su grandeza. ¿Cómo? Escuchemos la palabra: «Se ha cumplido el tiempo y se acerca el reino de Dios» (Mc 1,15). Atendamos a la proclamación: «Bienaventurados vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios» (Le 6,20). Un día se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» Jesús contestó: «Fijaos bien en lo que pasa y anunciadlo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, escuchan los sordos; son resucitados los muertos y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,3s).

Para hacer que esa palabra resuene hasta la entraña y se recuerde al Cristo, se ha fundado originalmente la Iglesia. Para mantener viva la Iglesia, de manera que ella cumpla cada día su tarea, han de mostrarse vigilantes sus ministros (sacerdotes), avivando y expandiendo la llama del recuerdo de Jesús sobre la tierra. Este recuerdo es transformante. Quien se acerca al evangelio está viniendo al fuego ( cf. Le 12,49), llega hasta la llama que se expande, abre la puerta hacia el misterio. Esta experiencia radical de Jesús se expresa en mil maneras: es vino nuevo que revienta los antiguos odres, paño fuerte que desgarra los vestidos anteriores (Mt 9,16-17). La Iglesia entera existe para mantener encendido el recuerdo de Jesús, su transparencia frente a Dios, su abnegación ante los hombres. Lógicamente, cuando giran las puertas de la palabra evangélica, cuando se abre el santuario y se desvela la verdad definitiva, sólo queda un recuerdo: la persona de Jesús que nos invita a que miremos, descubramos su misterio y le sigamos hacia el Padre (cf. Mt 4,18-22; 8,18-22; 16,21-28).

Así los sacerdotes cumplen su misterio ( es decir, su ministerio) si es que son buenos profetas: ellos deben hablar de tal manera que en el fondo de su voz resuene sólo la voz de Jesucristo; han de actuar de tal manera que al mirar lo que ellos hacen se descubra la misma acción de Cristo. Por eso, ellos son antes que nada buenos narradores: quizás no saben decir otras cosas, pero han aprendido a contar la historia de Jesús y así la cuentan de manera siempre nueva a los que quieran escucharles. Así han de ser expertos en comunicación: no se ocupan de vender productos de este mundo, visiones filosóficas o ideas, «venden» o, quizá mejor, «regalan» la imagen de Jesús, de tal manera que esa imagen (no olvidemos que Jesús es el icono de Dios cf. 2Cor 4,4; Col 1,15) viene a presentarse como fuerza salvadora ante los hombres de la tierra. ¿Por qué recordar el evangelio? Porque Jesús lo ha convertido en vida de su vida. Por eso, más allá de todas las filosofías o leyes moralistas, el evangelio sigue siendo algo que se escucha y se recuerda: la historia de Jesús, como i verdad de Dios empieza a hacerse nuestra. Así se explica el hecho de que, tras decenios de misión y enfrentamiento con el judaísmo, cuando la Iglesia primitiva se ha sentido obligada a precisar su recuerdo de Jesús. y ha concretado su evangelio por escrito no ha tenido más remedio que acudir al recuerdo que se narra. De esa forma ha escrito y ha «canonizado» nuestros evangelios: Me y Mt, Lc y Jn.

Por eso, ellos se han vuelto base y centro de la nueva alianza; son el testimonio y centro del amor de Dios hacia los hombres. Si la Iglesia no se hubiera preocupado por fijar su mensaje más profundo en esos evangelios, como expresión condensada del recuerdo de Jesús, ella hubiera corrido el riesgo de diluir su mensaje, convirtiéndolo en simple esperanza utópica, deseo de interioridad o exigencia moralista.

 Sólo una cosa ha sido centro de la nueva realidad cristiana: la palabra de la vida de Jesús, la fuerza transformante de su gesto, la hondura de su muerte interpretada por la fe como victoria de Dios y plenitud para los hombres. Por eso ha escrito Marcos la proclama de libertad que es su recuento de milagros y gestos de Jesús; por eso ha pregonado Pablo su palabra de vida y redención, de muerte salvadora y juicio transformante para el mundo.

 Eso significa que la Iglesia sólo tiene un evangelio: el recuerdo de Jesús, con su palabra, gesto y muerte. Ese evangelio no le pertenece. Gratuitamente lo ha recibido y gratuitamente debe extenderlo entre los hombres. Este es el principio de todo compromiso de la Iglesia: está empeñada en que el recuerdo de Jesús estalle, se expansione en todas direcciones, de tal forma que los pobres puedan recibir el evangelio.

 Por eso, los sacerdotes de la iglesia son antes que nada narradores del evangelio. Son «expertos» en el libro de la historia de Jesús: la conocen bien por dentro, la sienten como fuego en sus entrañas, y así saben contarla, interpretarla y traducirla entre los hombres.         Lo que se pide al sacerdote es por lo tanto experiencia de palabra: capacidad de recrear los evangelios, para así contar la historia de Jesús de una manera intensa, hermosa y fascinante.

Todo lo demás resulta para ellos secundario. En esto se distingue el sacerdote del filósofo, que puede estar representado por Platón. Como sabemos bien, Platón quería conseguir que cada uno de los hombres (sus oyentes) fuera experto en «vida interna»: que llegara de manera reflexiva hasta aquel centro en donde se hallan escondidas las ideas. En esa línea, Sócrates, su maestro, era un partero: alguien que ayuda a conseguir que descubramos nuestro mismo centro, aquella especie de matriz divina de la que hemos emergido.

 Pues bien, Jesús no es una idea interior, una verdad que cada uno logramos conseguir si meditamos. Jesús ha sido un hombre de la historia. Por eso la Iglesia proclama de manera narrativa su acontecimiento. En el lugar del partero ella tiene al profeta, al apóstol: alguien que testifica lo que ha visto. En virtud de su propio acontecimiento fundante, para hacer posible la memoria de su origen, la Iglesia necesita un ministerio del recuerdo ( apóstol, testigo, mensajero).

Ministro del recuerdo de Jesús es el sacerdote como apóstol. Su función no es la enseñanza o magisterio teórico. Estrictamente hablando, el apóstol no tiene nada que enseñar, no sabe más que otros, no dispone de teorías más perfectas sobre Dios o la vida. Su misión es más precisa, más pequeña, más excelsa: da testimonio de aquello que ha visto y lo proclama gozoso entre los hombres. En principio, el apóstol no dispone de otra autoridad, no tiene más poder o más ventajas que los otros: vive simplemente con el fin de que el recuerdo de Jesús se extienda; por eso lo proclama con valor y autoridad entre los hombres.

 La experiencia originaria de la Iglesia es experiencia narrativa. Si Dios se ha hecho presente en la historia de Jesús sólo hay un modo de adentrarse en su sentido: recordar su historia. Para hacer posible ese recuerdo, el apóstol ( de forma diferente a la que emplea el teólogo), el sacerdote, narra la historia de Dios, de Jesucristo.

Frente al griego, que escudriña su sentido original en lo divino, más allá de los judíos que pretenden conquistar a Dios con sus acciones, los sacerdotes cristianos cuentan la historia de Jesús crucificado: la repiten, la proclaman, la repiensan (cf. 1 Cor 1,18s). Esto nos conduce al fondo del problema. Si Dios fuera un ente necesario, deducible por discurso matemático, el lenguaje apropiado a su verdad sería la demostración. Si Dios fuera un ente racional habría que alcanzarle a través de una dialéctica del mismo pensamiento. Pues bien, Dios se manifiesta para los cristianos como historia, en Jesús y en su evangelio. Por eso, hablamos de él con lenguaje narrativo.

El hombre de Dios no es el científico o filósofo, ni el místico de la interioridad, ni el profeta judío que vive simple[1]mente en la esperanza. El hombre de Dios por antonomasia es el apóstol: aquel que testifica su presencia creadora y salvadora sobre el mundo. Frente a los poderes de la racionalidad (ilustración), la economía o la estructura social,’ emerge la autoridad primigenia del recuerdo: la palabra fundante de la Iglesia es aquella del testigo.       El testimonio y no la argumentación o la teoría sigue siendo el lenguaje del ministro o sacerdote misionero. Conforme a la Escritura de la Nueva Alianza, los sacerdotes ( apóstoles de Cristo) no salen al mundo a demostrar cosas oscuras por métodos de mística esotérica o de ciencia. Ellos son testigos de Jesús y como tales ofrecen testimonio de aquello que han visto y oído ( de aquello que han vivido por dentro), en unidad con los apóstoles primeros (Pedro y Pablo) y en profunda comunión con el conjunto de la Iglesia, que es la institución donde se guarda la memoria de Jesús sobre la tierra.

2. Los sacerdotes son ministros-servidores (Pastores)

Los presbíteros … reúnen, en nombre del Obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad que está alentada hacia la unidad, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu … Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica (Presb. Ord. 6). El recuerdo de Jesús se convierte en principio de vida para los creyentes. Por eso, los ministros sacerdotes han de ponerse al servicio de esa vida de Jesús, para animarla con autoridad y para presidirla humildemente sobre el mundo.  Por eso, los sacerdotes son antes que nada servidores de los hombres y de un modo especial de los creyentes que se unen a formar comunidad: por eso han de entregar su vida y alma a la tarea de «crear Iglesia», a imagen del misterio trinitario, ayudando a los más pobres de manera que ellos puedan compartir con todos los creyentes el misterio de la gracia de Jesús. Sólo siendo servidores, los ministros-sacerdotes de Jesús podrán llamar[1]se dirigentes o pastores. No son dirigentes para defender su privilegio sino para lograr que ya no existan privilegios en la Iglesia, a no ser para los débiles y pobres.

Este servicio de unidad liberadora y comunión define la existencia de los sacerdotes en el mundo para cumplimiento experiencia! del evangelio. Esta experiencia de cumplimiento está fundada en el recuerdo de Jesús. Tomadas materialmente, gran parte si no todas sus palabras de exigencia (amor, entrega, fidelidad, desprendimiento, justicia … ) pueden encontrarse en otras religiones. Pues bien, la novedad cristiana se halla en la raíz de esos mandamientos: ellos brotan del don gratificante de Jesús, son expresión y cercanía del Dios que se ha encarnado. Por eso, la norma de vida cristiana resulta inseparable de la experiencia de gratuidad (Dios ama) y del recuerdo cristológico (Jesús resucitado nos invita al seguimiento). Este compromiso que procuran cumplir los sacerdotes se inscribe en la llamada de Jesús: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme» (Mt 19,21).

 Así siguen pregonando la palabra originaria: ella suscita una existencia que se vive como desprendimiento (vende lo que tienes), servicio enriquecedor (dáselo a los pobres) y cercanía cristológica (ven y sígueme). En la base está la cercanía de Jesús. Partiendo de ella se precisan los otros dos momentos: hacia adentro el desprendimiento; hacia afuera el servicio. Sólo aquel que se descubre libremente redimido por Jesús, gratificado en el misterio de Dios y renovado por su Espíritu, puede ofrecerse a los demás y enriquecerlos con su vida. Esto es lo que vive y expande el sacerdote. Traducida en perspectiva social, esa exigencia de Jesús se expresa dentro de la Iglesia en rasgos que pudieran precisarse como superación del poder y vida compartida. Dentro de la historia este ideal de superación del poder esclavizante lo han querido cumplir, en formas político-sociales, varios tipos de anarquismos. Es evidente que esa palabra está manchada por imágenes sangrientas o lleva connotaciones negativas -de retorno infantil hacia una naturaleza falsamente mitificada. Pero pienso que el evangelio de Jesús puede limpiarla, convirtiendo el ideal de un mundo sin imposición ni esclavitud en principio inspirador y meta de la vida de la Iglesia. Jesús ofrece su experiencia: deben superarse los caminos de violencia; el hombre alcanza su verdad donde se entrega a los demás, renuncia al uso de la fuerza y deja de ejercer poder sobre los otros (cf. Mt 20,20-28; 23,1-12; 18,1-5).

Pero dejemos aquí a un lado ese nombre viejo de política, que lleva al campo de disputas de este mundo. Vengamos a la fuente radical del evangelío. Allí veremos que el auténtico poder consiste en el servicio: vale de verdad el que renuncia a toda imposición y así se entrega, de manera libre y creadora, para liberar a los demás, haciendo que surja sobre el mundo una comunión de hombres que viven ya sin imponerse los unos por encima de los otros. Como servidor de este camino de superación de la violencia de los fuertes surge en la Iglesia el sacerdote. De esa forma es hombre que teniendo plena autoridad sobre la tierra ( cf. Mt 28,16-20) renuncia a toda forma de poder y se convierte en servidor universal, especialmente de los pobres. En esto consiste su autoridad de ministro: dirige sin «mandar» por arriba, cuida de los otros (pastorea) sin imponerles su dominio. De esa forma; haciéndose el menor de todos, quiere que entre todos surja un nuevo tipo de comunidad donde no existen ya «maestros» ni «‘padres» porque todos los hombres son hermanos ( cf. Mt 23,8-12). En ese aspecto el sacerdote es auténtico «anarquista» (hombre sin poder), pudiendo así ayudar a todos con su servicio liberador.

Muchos han buscado este ideal sobre la tierra, pero casi todos dicen ( al final) que es imposible conseguirlo: el mundo es un lugar donde no existe más que lucha de los unos en contra de los otros. Pues bien, como enviado de Jesús, el sacerdote sabe que el camino de la fraternidad y del servicio puede realizarse y así quiere realizarlo cada día en su comunidad creyente. Por eso se presenta y actúa como servidor de la libertad para los fieles. Muchos dicen que la Iglesia, hasta el momento actual, no ha sido capaz de reflejar en formas de vivencia comunitaria ese ideal de autoridad sin poder, de amor sin imposiciones. Más aún, su misma estructura jerárquica parece contradecir algunas veces ese ideal del evangelio. Pues bien, sea eso como fuera debemos afirmar que ha llegado la hora en que la Iglesia, en su conjunto, debe presentarse ante los hombres como signo de la fuerza transformante de aquel que ha transformado el mundo por amor, desde la cruz. Ella ha de hacerse voz profética que grita contra el cerco asfixiante de todos los poderes que esclavizan sobre el mundo. Sólo allí donde, a la luz del evangelio, vivido en radicalidad, vayan surgiendo comunidades de personas que renuncian al poder y así realizan una obra de transformación al servicio de los pobres, la Iglesia adquirirá valor de signo de Dios entre los hombres. Mirados a esta luz, los sacerdotes son ministros de eso que pudiéramos llamar el poder de la impotencia como Pablo ha señalado con gran fuerza en sus escritos (lCor 9,1-26; 2Cor 10-12).

 Por un lado ellos no pueden nada, pues no tienen medios materiales, políticos, sociales para imponer su ideal sobre la tierra. Pero, al mismo tiempo, ellos disponen de la autoridad suprema: llevan la gracia de Jesús, el amor crucificado que transforma toda la estructura de la tierra. En ese aspecto decimos que ellos son ministros del poder de Dios porque no tienen poder sobre la tierra, en clave de economía o de política.  Además de buscadores de una vida nueva donde se superan los viejos poderes del mundo, los sacerdotes son ministros de la comunidad, en un sentido radical.     Esto les acerca a la utopía de algunos comunismos. También esta palabra está manchada en alguno de sus fondos económicos, políticos, sociales, militares. Sin embargo, al cristianismo le resulta querida en cuanto implica unidad comunitaria. La iglesia no renuncia a la estructura del poder por escapar del mundo sino para crear un mundo más humano, una dinámica social donde la vida se comparte, en rasgo de alegría desprendida, total, gratificante.

También en ese plano la Iglesia se ha dejado-sobornar algunas veces por la facilidad y el miedo: la comunión espiritual o de los santos a que alude el Credo ha sido inoperante en perspectivas materiales. Se ha tendido a una comunicación limitada, propia de algunos carismáticos o monjes; pero el conjunto de la Iglesia, reflejada en estructuras dominantes, no ha vivido el compromiso de la comunicación de bienes, entendido además como simple consejo y no como exigencia del Cristo. Es evidente que la Iglesia no debe planificar de manera imperativa, económico-política, la superación de las injusticias sociales. Sin embargo, a partir del compromiso evangélico, el ejemplo de Jesús y la exigencia de amor mutuo, ella ha de mostrarse como signo de amor liberador entre los hombres: signo de una comunión plena, que convierte al creyente en ser para los otros; signo de un encuentro traducido en participación que incluye lo económico. La Iglesia es así comunidad de Dios sobre la tierra.

En ese aspecto, el sacerdote es hombre de la comunión: vive para hacerse signo de unidad, punto de encuentro de todos los creyentes. Por eso, dentro de las condiciones actuales de la historia es conveniente que renuncie a su misma vida privada, a la pequeña familia que él pudiera crear con su esposa y con sus hijos. A través del sacerdote todos los creyentes son (han de hacerse) familia que comparte afecto, comunicación (palabra) y bienes.

Lógicamente, de una forma normal, siendo hombre de todos y lugar de referencia del conjunto de la comunidad, el sacerdote será célibe. Esta es la paradoja de la vida y misión del sacerdote. Por un lado renuncia al poder personal sobre los otros, como signo de un evangelio de Jesús que se ofrece y no se impone. Pero, al mismo tiempo, en virtud de su renuncia y su entrega a los demás, el sacerdote célibe viene a convertirse, en el sentido más profundo de ese término, en hermano universal, aquel amigo y centro donde se revela de un modo visible la unidad de todos los creyentes en el Cristo.

 Esto que decimos de manera general ha de concretarse luego en el contexto conflictivo de este mundo. Por eso, siendo para todos una voz del evangelio el sacerdote ha de expresarla de manera diferente: será voz de conversión que interpela a ricos y opresores; será voz de libertad y de esperanza en el oído de los pobres. El sacerdote, a partir del testimonio de Jesús y con su misma autoridad no impositiva, denuncia al poderoso, ofreciéndole un camino de conversión, y evangeliza al pobre, enriqueciéndole con la palabra y el signo del Reino. De esa forma, siendo comunidad de personas que suscita un camino de vida libremente compartida en medio de la historia, la Iglesia podrá presentarse como lugar de humanidad: comunión de vida y misterio, gratuidad y esperanza creadora, donde los pobres de este mundo pueden encontrar un ámbito de vida en creatividad no egoísta y amor universal.

Esta Iglesia ha sido y seguirá siendo el lugar de experiencia del Reino. De esta manera, la Iglesia podrá ser lugar de transparencia: ciudad que se edifica sobre el mundo, luz que está encendida en el centro de la casa ( cf. Mt 5,13-16). Ella no está para esconder sino para mostrar su propia vida, haciéndose a sí misma sacramento, espejo que refleja sobre el mundo la luz de Jesucristo. Por eso es necesario que las cosas, muchas cosas, cambien hoy en nuestra Iglesia, de manera que ella sea, antes que nada, campo de gratuidad y de servicio. Hemos citado el ministerio apostólico del recuerdo como base de todos los restantes ministerios. Pienso que, en segundo lugar, tenemos que desarrollar, con fuerza semejante, un ministerio del servicio diaconal, que visibilice la tendencia evangélica de superación de todo poder y el ideal de la participación comunitaria. Ese ministerio pertenece al conjunto de la Iglesia, interpretada como campo en que se vive y se experiencia el amor hecho servicio. Sin embargo son los sacerdotes los que deben expresarlo de manera especial, como ministros de Jesús y delegados por la Iglesia para expresar la exigencia de solidaridad y amor activo del Reino entre los hombres.

Conforme a todo esto, el sacerdote es un hombre que, situándose en el centro de la comunidad y viviendo para ella, hace visible ( con su propia vida y testimonio) el ideal de servicio, comunión y solidaridad del evangelio, conforme a lo que aquí estamos mostrando. Así lo resumimos brevemente.

1) El sacerdote es servidor o ministro del conjunto de la Iglesia, de todos los hermanos, de manera que ellos puedan realizarse en plenitud y autonomía.

 2) El sacerdote es de esa forma dirigente de los otros, es decir, un hombre de la comunidad: sobre la entrega de Cristo, actualizada en el gesto de su propia entrega sacerdotal, puede edificarse un tipo nuevo de familia, una comunión fraterna en la que todos los cristianos ( especialmente los pobres) encuentren un espacio para realizarse en libertad y palabra (vida) compartida.

3) Finalmente, el sacerdote es hombre de la solidaridad: de esa forma la palabra del recuerdo de Jesús que su mensaje ha ofrecido y transmitido se convierte en palabra que vincula en compromiso de amor, de comunicación y transparencia (cf. Jn 15,15) a todos los creyentes.   Los sacerdotes son presidentes de la fiesta de Jesús La celebración eucarística, presidida por el presbítero, es el centro de la unidad de los fieles. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la víctima divina y a ofrecer la propia vida juntamente con ella … Les enseñan igualmente a participar en la celebración de la sagrada liturgia de forma que exciten también en ellos una oración sincera … Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de N.S. Jesucristo (Presb. Ord. 5). ·

 Culmina de esta forma el ministerio de los sacerdotes. Hemos visto, en primer lugar, que ellos son profetas: guardan la memoria de Jesús y transmiten la palabra de su vida entre los hombres. En segundo lugar eran ministros: pastores encargados de animar a los creyentes de Jesús, servidores de su comunidad, testigos de su amor entre los hombres. Pues bien, llegando al culmen de su ministerio, los sacerdotes son los presidentes de la fiesta de Jesús, aquellos que saben celebrar y celebran, de manera oficial, solemne, gozosa y transformante el gozo de Jesús (y su salvación) entre los fieles. Por eso, el sacerdote no es jamás un simple moralista, alguien que dice a los demás lo que han de hacer y les amenaza si es que no lo cumplen.

Tampoco es un sencillo narrador que repite siempre cuentos que carecen de importancia. Después de haber contado la vida de Jesús y haber trazado la señal de su exigencia sobre el mundo, el sacerdote ha de volverse celebrante: es el hombre que está siempre dispuesto a actualizar la fiesta de Jesús sobre la tierra. Recordamos así que la experiencia celebrativa constituye la consumación del evangelio. La misma historia de Jesús es una fiesta: tiempo peculiar, cualificado, internamente rico de alegría, sorpresa y esperanza. Lucas lo presen[1]ta como «día de victoria» que libera de todos los poderes enemigos (Le 1, 74).

 También se dice en Lucas que Jesús, abriendo el libro de la historia y la promesa, elevó la voz y dijo: «El Espíritu de Dios está sobre mí … ; él me ha enviado a fin de proclamar la libertad a los cautivos, para abrir los ojos a los ciegos … ; me ha enviado, en fin, para anunciar el año de remisión del Señor» (Le 4,18). Tal es la fiesta de Jesús, el día de la plena remisión, el año eterno del perdón, de la hermandad y la esperanza. La novedad del evangelio está precisamente en eso: en la capacidad de entusiasmo que Jesús ha suscitado, en la admiración de las gentes, en el gozo de los pobres, la alegría de los hombres antes contristados. Por eso se celebra su camino a modo de rosario esmaltado de trozos, como tiempo cargado de salud, de victoria sobre el diablo, de alegría y saciedad en la esperanza (cf. Mt 14,13s; 15,32s).

Significativamente, a la fiesta de Jesús han acudido de una forma especial los más perdidos, aquellos que no hallaban cabida en otras fiestas de la tierra, los que estaban sin cimiento en la palabra de la ley, Las tres tareas del sacerdote 227 los rechazados del poder, los marginados por el signo del pecado, enferme[1]dad o miedo de la muerte: tullidos y leprosos, publicanos, prostitutas … Para todos ellos, a partir del encuentro con Jesús, la vida empieza a ser lugar de fiesta, campo de ilusión y de plegaria, de sorpresa, gratitud y de esperanza. La muerte de Jesús no ha destruido el carácter de esa fiesta. ¡Todo lo contrario! Asumida en su raíz, esa fiesta ha desbordado y culminado allí donde quisieron silenciarla por la fuerza. La celebración verdadera no supone sólo la alegría momentánea de una dicha externa. Implica fidelidad a los valores de la vida, deslumbramiento ante el misterio de Dios que destruye el poder de la muerte y transforma la existencia.

 Pues bien, por fidelidad a Dios y para fundar la nueva fiesta de la vida de los hombres se ha entregado Jesús hasta la muerte. Así lo ha establecido cuando, en gesto de amistad solemne, despidiendo a sus discípulos, convierte su entrega en fundamento de la nueva fiesta: «Esto es mi cuerpo; esta es mi sangre, la sangre de la alianza derramada por vosotros» (Me 14,22-26 y par). Ningún otro momento de la historia ha interpretado en esta hondura la muerte como fiesta de un hombre que ha entregado su existencia como base de la nueva celebración del recuerdo y la esperanza, de la entrega y el amor entre los hombres.  Aquí es donde recibe su fuerza y plenitud el sacerdocio de la nueva alianza, como ha indicado sin cesar la tradición cristiana. Conforme a todo lo que aquí estamos diciendo, Cristo ha instituido su nuevo sacerdocio en el conjunto de su vida, en sus palabras y en sus gestos, en su entrega y en su muerte por los otros. Pues bien, esos motivos vienen a centrarse, se condensan y cu[1]minan ya en el gran encargo de su cena: «Haced esto en memoria mía».     

Esto que Jesús realiza (esto que debe transmitir y actualizar la Iglesia) es ciertamente todo el sentido de su vida. Por eso dijimos que es tarea de los sacerdotes el recuerdo de Jesús y la exigencia de cumplir sus enseñanzas (suscitando así un modelo nuevo de comunidad entre los hombres). Pero recuerdo y exigencia culminan en la misma entrega de su vida que los fieles pueden y deben recordar como una fiesta, actualizando todo lo que cumple y ratifica con su cena.

Serán ministros verdaderos de la Iglesia aquellos que de un modo solemne, delegados por Jesús y en nombre del conjunto de la comunidad, reasuman y celebren la vida que Dios mismo nos ha dado celebrando la cena de la nueva alianza. Y con esto pasamos del tiempo de la vida de Jesús que (externamente) ha terminado, al tiempo perdurable de su pascua, celebrada como fiesta de vida por la Iglesia. Así culmina la fiesta de Jesús por medio de la pascua.

 Los primeros cristianos entendieron como brote de una tierra nueva esa pascua y la vivieron como surgimiento del tiempo escatológico. Eso implica que la vieja realidad del mundo de pecado y perdición, angustia y muerte, inseguridad y sin sentido ya ha pasado. El hoy nuevo del reino de Dios, inaugurado por Jesús sobre la tierra, se convierte en tiempo de misión, fiesta de victoria del mesías y esperanza de su vuelta. Por eso, la Iglesia es lugar en donde el nuevo sacerdocio sabe celebrar y ya celebra, por encima de la muerte, la gran vida de Dios por Jesucristo. .

 En medio de las luchas y fracasos de este mundo, apenados por la angustia de la muerte y los poderes del pecado, los cristianos saben que el recuerdo de Jesús y la exigencia de cumplir su mandamiento se traducen y culminan en su fiesta de victoria que anticipa nuestra propia victoria escatológica. La Iglesia católica acentúa el valor del ministerio de la celebración, convirtiéndolo en momento central de su liturgia y de su vida (eucaristía).

 La  misma Iglesia se convierte de algún modo en una institución celebrativa: sus obispos son litúrgicos, sus presbíteros ministros de la misa. Sin embargo, esa liturgia ha terminado siendo a veces voz vacía, como un tiempo artificial[1]mente sagrado, fuera de la vida y de la historia concreta de los hombres. Por eso, en la más dura palabra anticristiana, Nietzsche puede exclamar: «Ellos (los cristianos, los sacerdotes) soñaron en vivir como cadáveres …             Quien vive cerca de ellos vive al lado de negros estanques … Sería preciso que me cantaran mejores canciones para que aprendiera a creer en su salvador. Sería preciso que sus discípulos tuvieran un aire más de redimidos». (Así habló Zaratustra, parte II, De los sacerdotes).

Lógicamente, en un mundo donde la celebración cristiana parece apagarse, es normal que se enciendan las fiestas paganas de Apolo y Dionisia, la fiesta de la utopía política, del sexo hipertrofiado y del dinero loco. Por su palabra acerca de los sacerdotes que no saben celebrar, Nietzsche ha pronunciado la crítica más honda de todas las que pueden pronunciarse en contra de la Iglesia.

Conforme al esquema que he seguido, podemos afirmar que hay tres pecados de los sacerdotes: recordar mal a Jesús, deformando o apagando su memoria entre los hombres; pervertir su exigencia de amor, haciendo imposible ( o destruyendo) su camino de solidaridad y comunión entre los fieles; apagar la fiesta cristiana, convirtiendo la Iglesia de Jesús en un hogar (o antihogar) en el que anidan sólo los recelos, envidias, dolores y tristezas. Pues bien, de esos pecados el más grande es el del final.

 Ciertamente, muy en contra de eso que supone Nietzsche, la fiesta de Jesús no está apagada sobre el ruedo de la tierra. Se celebra sin cesar su gozo allí donde se goza el surgimiento de la vida (bautismo) y se convierte el mismo trance de la muerte en nuevo canto de esperanza (exequias). Se celebra la vida de Jesús donde se ensalza y glorifica el matrimonio como revelación de Dios sobre la tierra, allí donde los fieles reunidos viven, cantan y comparten el gozo del perdón comunitario que les hace renacer en unidad fraterna sobre el mundo, etc.

Quizás el problema de Nietzsche y otros nuevos «sacerdotes» de la modernidad está en que quieren una fiesta diferente: les gusta sólo el brillo de la pura belleza intramundana (Apolo ), del éxtasis vital-sexual (Dionisia), del gozo erótico expresado en formas bellas (Afrodita) … Quizá tienen un valor esas fiestas y otras de que hablan tantos nuevos profetas de la historia.

Pero los cristianos pensamos que la fiesta suprema es la de Cristo y para celebrarla nos unimos en la Iglesia. En esta línea, debemos recordar que los sacerdotes son, en su principio y en su meta, celebrantes de la nueva fiesta de la alianza que Dios ha establecido con los hombres en el Cristo. Este debe ser el tema central de su formación: más que teólogos y gestores de una acción comunitaria, los ministros de Jesús serán expertos en celebraciones. Han de ser capaces de juntar a los creyentes y animarles en el canto de la vida y del amor (bautismo, matrimonio), en el gozo de la mesa compartida donde Cristo se hace pan y vino de sus fieles (eucaristía). El mundo no se pierde sólo por ignorancia (falta de conocimiento) ni por injusticia (lucha mutua). Se pierde sobre todo porque falta fiesta entre los hombres. Es poco intensa la celebración del misterio. Es muchas veces vacía y aburrida la asamblea de los fieles que se juntan para actualizar el gozo de Jesús, pero se encuentran fríos y desnudos de gozo en sus entrañas.

Es aquí donde, a mi juicio, tienen más tarea (más hermosa, esperanzada tarea) los nuevos sacerdotes de la Iglesia. La experiencia cristiana culmina donde el recuerdo de Jesús y el cumplimiento de su ley se expresan como fiestas, celebradas en estallido de amor, luz y belleza, desde el centro de la vida en el pan y vino de la fraternidad, en el encuentro gozoso del perdón, en el beso de amor que se recibe y se comparte. Un Dios ante el que no se ríe ni se canta, un Dios que no estremece de gozo y alabanza, un Dios que no fascina ni lleva al trascendimiento y exigencia creadora ha dejado de ser Dios en lo más hondo de nuestros corazones. Por eso, el compromiso final de los cristianos que pretenden vivir el evangelio en nuestra tierra debe concretarse como fiesta de Jesús, que ofrece a los creyentes un espacio de júbilo y realización, estremecimiento y alegría, comunicación y responsabilidad que no puede encontrarse en ningún otro lugar de nuestra tierra.

* * * Estos son los elementos esenciales de la Iglesia y su experiencia. Ella asume y proclama el recuerdo de Jesús, vive su palabra y celebra el misterio de su fiesta. Una experiencia eclesial que no sea al mismo tiempo narrativa, social-liberadora y celebrativa ha dejado de ser cristiana. Estos son los ministerios y tareas de los sacerdotes: ellos son hombres del recuerdo de Jesús, de la creación comunitaria y de la fiesta de la Iglesia. Su tarea puede parecer en un momento dado fuerte o dura. Pudiera ser. Pero indudablemente es una tarea hermosa.  Frente a todos los que piensan que el tiempo de los sacerdotes ya ha acabado, tenemos que afirmar que hoy sigue siendo, dentro de la Iglesia y para el mundo, tiempo de tarea (de vocación y entrega hermosa) de los sacerdotes. Frente a todos los que auguran que se acerca un tiempo (una Iglesia) sin sacerdotes yo debo afirmar y afirmo gozosamente, que se acerca un tiempo hermoso de nuevos (eternos) sacerdotes, en camino de creatividad que irá trazando el mismo Espíritu de Dios sobre la tierra.

JESÚS NO HIZO SACERDOTES

Le enmendaron la plana

Por Martín Valmaseda – Jesús López Sáez

El filósofo francés Voltaire (1684-1778) dijo acertadamente que Dios creó al hombre a su imagen y los hombres han hecho lo mismo con Dios. Pero, claro, el resultado es muy diferente.

Pasa lo mismo con Yeshúa de Nazaret, el “Ungido de Dios”, el “Cristo”, el “Hijo de Dios”. También lo hemos hecho “a nuestra imagen” y, de hecho, no concuerda con el original.

Por ejemplo, ahora está de moda esa pintura de Jesús con  “fuegos artificiales” que le salen del corazón. ¿Qué tiene que ver el campesino de Galilea con esa imagen de colorines que nos ponen en los templos y en estampas?

Aparte de las imágenes que nos inventamos, lo peor son las cosas que «decimos» y que no tienen nada que ver con lo que “dicen” los evangelios.

Como intento ser sincero, debo decirles que hay deformaciones que proceden simplemente de la ignorancia, pero hay otras que proceden de los intereses, de quienes están…, eso, interesados en llevar el agua a su molino, deformando la realidad a su gusto.

Si les parece, vemos algún ejemplo. Lo que se anuncia en el título: Jesús no hizo sacerdotes. Le enmendaron la plana.

Cuando vemos las pinturas de Leonardo da Vinci y otros en la Última Cena con la sagrada oblea delgada y redonda en manos de Jesús… nos parece que, claro, el hijo de Dios dio el primer paso y eso es lo que hacen hoy todos los curas en el mundo.

No se asusten si les digo que la palabra sacerdote no la usó Jesús para sí mismo.

En medio del judaísmo de su tiempo Jesús aparece como profeta laico, vestido normal. Dice la Escritura: «Si estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote». En la foto, vida religiosa en Israel (BIBLIA PARA LA INICIACIÓN CRISTIANA)

Jesús no es “sacerdote levítico”, sino otra cosa muy distinta. Es sacerdote, pero de una forma nueva: «Tú eres por siempre sacerdote según el orden de Melquisedec».

¿Y en qué consiste esa forma nueva? Dice la Escritura: «No quisiste sacrificios ni holocaustos”, “aquí estoy para hacer tu voluntad». Hacer la voluntad de Dios, manifestada en su palabra y cumplida en la historia, ese es el nuevo sacerdocio.

Con Jesús todo cambia. Todo lo hace nuevo. Se suprimen las antiguas barreras. Se abre «un camino nuevo y vivo, inaugurado para nosotros». No hace falta templo: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. El nuevo templo es el cuerpo resucitado de Jesús, que se hace presente de muchas maneras y, de una forma especial, en la reunión de la comunidad: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo”, dice Pablo a los cristianos de Corinto.

En las primeras comunidades hay diversidad de servicios, entre ellos el de dirección o presidencia, pero jamás se llaman sacerdotes sus dirigentes. Estos son «los que anuncian el evangelio». Los sacerdotes (judíos o paganos) son los «ministros del templo o del altar».

En cierto sentido, sacerdotes son todos los cristianos. Lo dice Pedro: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo», «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su admirable luz».

En la comunidad de Jerusalén, junto a los apóstoles, Santiago, «el hermano del Señor», aparece como el gran dirigente, rodeado de un consejo de ancianos (presbíteros), según el modelo de las sinagogas judías.

Entre los cristianos de lengua griega se usan términos de carácter general: inspectores (obispos) y servidores (diáconos).

En la comunidad de Jerusalén son elegidos también los siete servidores, que se ocupan del sector griego de la comunidad. Se tiene en cuenta la palabra de Jesús: «El que quiera ser primero entre vosotros, sea vuestro servidor».

Lean atentamente los evangelios y verán que Él tuvo duros enfrentamientos con los sacerdotes y, precisamente en el templo, buscaban quitarse de en medio a ese Rabí (Maestro)

La condena a muerte de Jesús se hizo en colaboración: entre los sacerdotes del templo y los funcionarios del ejército romano de ocupación. Los sacerdotes y los dirigentes del país fueron los que clamaron: «¡Es reo de muerte!»

No sólo en la religión judía, también en otras religiones había sacerdotes, y los profetas del pueblo judío chocaron frontalmente con ellos.

Los sacerdotes eran personajes con nombramientos legales, vestimentas sagradas y poder para seguir nombrando sucesores. Vivían del dinero que, por obligación, dejaba el pueblo en el templo.

Los profetas eran personas del pueblo que sentían en su corazón la llamada de Dios. Eran campesinos, pastores que se atrevían a gritar por las calles: «Dios dice esto», y se enfrentaban con lo que los sacerdotes, los doctores de la ley y el pueblo hacían contra la voluntad de Dios.

Pues, según eso, el carpintero, albañil, chapuzas de una aldea galilea, seguidor del profeta Juan, que era hijo del sacerdote Zacarías, fue también profeta, no por el desierto como Juan, sino recorriendo las callejas de los pueblos galileos y, a veces, saliendo a las ciudades de Siria, Samaría y el otro lado del Jordán. En el mapa, Galilea (ATLAS DE LA BIBLIA).

En una ocasión, Jesús se acercó a Judea y, dentro de Judea, a  Jerusalén y, dentro de Jerusalén al Templo, la “niña del ojo” del mundo judío. Allí estaban los sacerdotes dispuestos a defender los negocios de venta y cambio de monedas que el profeta galileo les echó abajo: el Templo estaba manchado y había que purificarlo el templo. Así pasó lo que pasó. Por supuesto, Jesús no tuvo ganas de hacerse él sacerdote ni tampoco de meter a sus discípulos en esa “cueva de ladrones”, en que se había convertido la casa de Dios.

Pero la palabra sacerdote seguía viva en los pueblos de entonces, no sólo entre los judíos, también entre los griegos, por todas partes.

Los primeros cristianos mantienen su identidad en medio de la sociedad. No creen en «los dioses que los griegos tienen por tales» y tampoco observan «la superstición de los judíos», se dice en la Carta a Diogneto, a mediados del siglo II.

En los primeros siglos, la Iglesia no presenta los rasgos propios de una religión establecida: sacerdotes, templos, imágenes, altares. Por esto a los cristianos se les acusa de impiedad. Se los persigue al grito de «¡Mueran los ateos!». Hacia el año 300, escribe Arnobio: «Ante todo, nos acusáis de impiedad, porque ni edificamos templos, ni erigimos imágenes ni disponemos altares».

Una cosa importante. En la Iglesia antigua, cada comunidad participa en la elección de sus dirigentes. Cipriano reclama este derecho incluso frente al papa Esteban: “Que no se le imponga al pueblo un obispo que no desee”. Dice San León Magno: “Aquel que debe presidirlos a todos debe ser elegido por todos”, “no se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberlos consultado expresamente al respecto”. En la cristiandad primitiva no se conocían las parroquias. Cada comunidad tenía su obispo y cada obispo tenía su comunidad.

Veamos la elección de San Policarpo, que muere mártir (el año 155), siendo obispo de Esmirna. En el mapa, Asia Menor (ATLAS DE LA BIBLIA).

Sin tardanza alguna, habiendo llamado a los obispos de las ciudades vecinas, acudió también una gran muchedumbre de las ciudades y aldeas. Tras una oración prolongada, Policarpo se levantó a hacer la lectura. Todo el mundo estaba pendiente de él. Leyó las cartas de San Pablo a Timoteo y Tito, en las que dice el Apóstol cómo ha de ser el obispo:

“Se le acomodaba tan maravillosamente el pasaje, que todos se decían entre sí no faltaba a Policarpo punto de los que Pablo exige al que ha de tener a su cuidado la Iglesia. Después de la lectura y de la exhortación de los obispos y la homilía de los presbíteros, fueron enviados los diáconos a preguntar al pueblo a quién querían, y todos unánimemente respondieron: Policarpo sea nuestro pastor y maestro”. Según San Ireneo (siglo II), Policarpo “contaba su trato con Juan y con los demás que habían visto al Señor”.

Pues bien, lo que al profeta Jesús de Nazaret no se le pasó por la cabeza, fundar una “casta sacerdotal”, a algunos cristianos les fue pareciendo una buena idea, más aún, una oportunidad que no se podía dejar pasar.

Entonces apareció el emperador Constantino y lo acabo de… ¿arreglar?, ¿estropear?

Los modestos lugares de reunión de las comunidades cristianas se fueron convirtiendo en basílicas: “basileus” en griego es rey, y “oikía” es casa. Por tanto, casa del rey, palacio.

Las comidas, fracción del pan, compartir la vida, la amistad, la memoria viva del maestro crucificado y resucitado, fueron cambiando por ceremonias, velas, incienso, objetos sagrados y vestiduras litúrgicas. Los dirigentes se llamaron sacerdotes, cosa que jamás se hizo cuando ese nombre se asociaba a los sacerdotes asesinos que dijeron de Jesús: “¡Es reo de muerte!”.

A partir del siglo III, se empieza a hablar en la Iglesia de ordenación para indicar la incorporación de un cristiano al orden de los ministros. En el mundo romano este término se utilizaba para el nombramiento de los funcionarios imperiales. Con el edicto de Milán (año 313), Constantino decreta la tolerancia del culto cristiano. Se equipara a los sacerdotes cristianos con los sacerdotes paganos; se les conceden ayudas económicas por parte del Estado; el domingo se convierte para toda la sociedad en día de descanso.

Con el edicto de Tesalónica (año 380), Teodosio proclama al cristianismo como religión oficial del Estado. El emperador interviene e interfiere en los asuntos de la Iglesia. Los obispos obtienen el rango de funcionarios con los correspondientes privilegios. Se introducen en la liturgia cosas que antes repugnaban, pues recordaban el culto pagano: el uso del incienso, cirios en vez de lámparas de aceite, altar en vez de mesa, templos en vez de salas de reunión, vestiduras litúrgicas en vez de vestido normal. Los obispos son sumos sacerdotes; los presbíteros, sacerdotes de segundo orden o simplemente sacerdotes (siglos.IV-V).

Ahora la tensión primordial no se establece entre Iglesia y mundo, como dijo Pablo a los romanos: “No os acomodéis a este mundo”, sino entre clero y laicos. La Iglesia se concibe como una institución investida de poder (jerarquía) frente al pueblo cristiano reducido a una masa sin competencias. El papa Gelasio (492-496) define la situación con su doctrina de los dos poderes: el sacerdocio y el imperio.

En el Occidente, ante el empuje de las invasiones bárbaras, la Iglesia es la única institución que sobrevive. El clero monopoliza la educación y la cultura. Con lo cual, cada vez más el laico es el que no tiene formación, el que ni siquiera entiende ya el latín y, por tanto, ya no puede seguir la liturgia, entrando así a desempeñar el papel de oyente silencioso. El clericalismo está en acción.

Según el Decreto de Graciano (año 1142), la primera clase de los dos estados de la Iglesia la forman los sacerdotes y los monjes; la segunda, los seglares.

En 1179 se rompe con el canon 6 del Concilio de Calcedonia (año 451) que establece: “Nadie puede ser ordenado absolutamente… si no se le asigna una comunidad”. Ahora lo que cuenta es el beneficio: “No se puede ordenar a nadie sin que esté asegurada la subsistencia”, dice el canon 5 del III Concilio de Letrán.

La vinculación eclesial del sacerdote se transforma en dependencia del señor feudal, eclesiástico o civil, que asegura el beneficio.

Poco a poco se imponen en la Iglesia prácticas que antes eran inconcebibles: por ejemplo, la misa sin comunidad. El sacerdote se dedica casi exclusivamente a decir misas. Se multiplican los altares en las iglesias.

Las leyes del Antiguo Testamento determinan la figura medieval del sacerdocio. El signo distintivo es su relación con el culto. El sacerdote es alguien separado del mundo, incluso de los propios cristianos. El celibato será la expresión adecuada de esa separación. El sacerdote, no la comunidad, es el mediador entre Dios y los hombres.

La ley del celibato fue promulgada en la Iglesia latina, de forma explícita, en los cánones 6 y 7 del II Concilio de Letrán (año 1139).

El Concilio de Trento, (1545-1563), reaccionando a los reformadores, defiende el ordenamiento existente. El ministro de la Iglesia es el sacerdote, que es, sobre todo, el hombre de los sacramentos. El Orden es un signo eficaz que introduce en la jerarquía eclesial: “confiere la gracia” e “imprime un carácter“. Los obispos, sucesores de los Apóstoles, “son superiores a los sacerdotes”. El diaconado es sólo un paso hacia el sacerdocio. Se decreta la institución de los seminarios. El sacerdote tridentino (varón y célibe) es el modelo:  una perfección que no se podía alcanzar “por la imbecilidad del sacerdocio levítico”. En la pintura, Concilio de Trento.

El concilio Vaticano II (1962-1965) sitúa el ministerio eclesial en el marco de la comunidad. Es un servicio entre otros “para apacentar el pueblo de Dios y acrecentarlosiempre”, “es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos”. Hay una “diferencia esencial y no sólo gradual” entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común, aunque existe entre todos los bautizados “una verdadera igualdad”. En la foto, Concilio Vaticano II.

Según el Derecho Canónico (1983), “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (canon 1024).

En nuestro tiempo, está en crisis la figura del sacerdote. La pieza clave del sistema de cristiandad, el sacerdote tridentino (varón y célibe) está desapareciendo.

Hay que volver a las fuentes:  al Evangelio, a los Hechos de los Apóstoles, a la experiencia de las primeras comunidades cristianas. Pedro estaba casado, Pablo estaba soltero y Febe era dirigente (servidora) de la comunidad de Céncreas. Si le enmendaron la plana a Jesús, hay que revisar la tradición a la luz de la Escritura y sacar las consecuencias. Está en juego la renovación profunda de la Iglesia y la reconstrucción de la unidad entre los cristianos: dos objetivos del Concilio Vaticano II.

Hay que volver a las fuentes:  al Evangelio, a los Hechos de los Apóstoles, a la experiencia de las primeras comunidades cristianas. Pedro estaba casado, Pablo estaba soltero y Febe era dirigente (servidora) de la comunidad de Céncreas. Si le enmendaron la plana a Jesús, hay que revisar la tradición a la luz de la Escritura y sacar las consecuencias. Está en juego la renovación profunda de la Iglesia y la reconstrucción de la unidad entre los cristianos: dos objetivos del Concilio Vaticano II.


ROMANCE FINAL

NO LE ENMENDEMOS LA PLANA

No le enmendemos la plana  al que empezó un mundo nuevo, al que vino sin poder,  con su palabra y sus hechos,  y comunicó en la paz de otra realidad sus sueños.   Pero su voz rechazaron los sacerdotes del templo: «¡Duras son estas palabras. Nosotros no lo entendemos!»   Eso sí, entendieron bien  que les fundía su invento, derrumbaba  sus negocios, denunciaba el viejo templo.  Y por eso lo mataron los poderes de aquel tiempo, sus  enemigos unidos: el sacerdocio, el imperio. *** Sus amigos, los que antes la buena nueva acogieron, sus palabras, sus acciones y su mesa compartieron, se hundieron en el fracaso, al ver a su líder muerto.   Mas, contra toda esperanza, con vida nueva lo vieron. Él se lo había pedido, a Galilea volvieron.  
      Sin templo, sin sacerdotes, continuaron transmitiendo el mensaje salvador que del Maestro aprendieron: el reino de Dios se implanta  viviendo el amor fraterno, partiendo el pan con los pobres y curando a los enfermos, levantando al fin la copa de Dios, que está aquí  de nuevo, reviviendo aquella cena, en su memoria lo hicieron ***  Han pasado veinte siglos y este mundo marcha mal, dividido en el abismo que abre la desigualdad.  Los amigos de Yeshúa se van volviendo hacia atrás, dominados en la iglesia  por la casta clerical, el sacerdocio, el imperio, les vuelven a envenenar, haciendo que la enseñanza de Yeshúa no vuelva más y los fieles  desconozcan su mensaje original: en vez de mesas, altares, misa sin partir el pan, no celebran en las casas sino en templo o catedral.   Y, lo peor, olvidaron un detalle principal, Jesús no fue sacerdote, hoy no hay misa si no está algún clérigo ordenado, presidiendo en el altar.   ¡Qué insolencia!, a Jesús mismo le llegaron a enmendar lo que dijo y lo que hizo. Tendremos que destapar la estafa que dura siglos, y oculta la novedad que el Rabí trajo a la tierra.                Cuando quieren reformar reuniéndose en concilios la vida en la cristiandad, en su intento los obispos no saben cómo actuar,  unos van hacia delante, otros vuelven hacia atrás, los cristianos se dividen.   El concilio de Letrán y el de Trento echaron freno a una reforma en verdad.   El Vaticano Segundo, intentó recuperar  lo que enseñó el mismo Cristo, pero han logrado apagar los impulsos del espíritu en reforma artificial.   Aquí está el papa Francisco, en campaña sinodal, enfrentado a cardenales que no quieren avanzar y nosotros a su lado no dejamos de gritar:   Lo que empezó Jesucristo ¿nadie lo puede arreglar?    

Sacerdotes juzgados por «conspiración»

Los cuatro sacerdotes de Matagalpa serán juzgados este viernes por «conspiración»

Cautivos en Nicaragua
Cautivos en Nicaragua

Cuatro sacerdotes, dos seminaristas y un camarógrafo de la Diócesis de Matagalpa, en el norte de Nicaragua, serán juzgados por los delitos de conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional nicaragüense

La judicial sentará en el banquillo de los acusados a los sacerdotes Ramiro Reynaldo Tijerino Chávez, José Luis Díaz Cruz, Sadiel Antonio Eugarrios Cano y Raúl Antonio Vega González

También a los seminaristas Darvin Esteylin Leiva Mendoza y Melkin Antonio Centeno Sequeira; y al camarógrafo Sergio José Cárdenas Flores

Álvarez, de 55 años y obispo de la diócesis de Matagalpa, administrador apostólico de la diócesis de Estelí sigue bajo ‘resguardo domiciliar’ en Managua, según la Policía Nacional. De momentono ha sido formalmente acusado

| RD/EFE

Cuatro sacerdotes, dos seminaristas y un camarógrafo de la Diócesis de Matagalpa, en el norte de Nicaragua, serán juzgados por los delitos de conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional y propagación de noticias falsas en perjuicio del Estado y la sociedad nicaragüense, informó este martes el Poder Judicial.

La titular del juzgado Quinto Distrito de lo Penal de Audiencia de Managua, Nalia Nadezha Úbeda Obando, a cargo del caso, convocó a las partes a la celebración de la audiencia inicial para el próximo viernes a partir de las 10.00 hora local (16.00 GMT), de acuerdo con la causa divulgada en el sistema de internet del Poder Judicial.

La judicial sentará en el banquillo de los acusados a los sacerdotes Ramiro Reynaldo Tijerino Chávez, rector de la Universidad Juan Pablo II y encargado de la parroquia San Juan Bautista; a José Luis Díaz Cruz y Sadiel Antonio Eugarrios Cano, primer y segundo vicario de la catedral Matagalpa de San Pedro, respectivamente; y a Raúl Antonio Vega González.

También a los seminaristas Darvin Esteylin Leiva Mendoza y Melkin Antonio Centeno Sequeira; y al camarógrafo Sergio José Cárdenas Flores.

La acusación contra los religiosos fue presentada por el fiscal auxiliar Manuel de Jesús Rugama Peña el pasado 21 de septiembre y hasta ahora se conocen los detalles.

Ese grupo de religiosos y laicos, junto al obispo Rolando Álvarez, fueron sustraídos la madrugada del viernes 19 de agosto por agentes policiales del palacio episcopal de la diócesis de Matagalpa, después de haber estado 15 días confinados, y desde entonces se encuentran encarcelados.

El obispo Rolando Álvarez no fue acusado

Álvarez, de 55 años y obispo de la diócesis de Matagalpa, administrador apostólico de la diócesis de Estelí, ambas en el norte de Nicaragua, y quien se encuentra desde entonces bajo «resguardo domiciliar» en Managua, según la Policía Nacional, no ha sido formalmente acusado.

La Policía Nacional, que dirige Francisco Díaz, consuegro del presidente Daniel Ortega, acusa al jerarca y a sus colaboradores de intentar «organizar grupos violentos», supuestamente «con el propósito de desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales».

Según el acta de la acusación, los religiosos utilizaron redes sociales, radio difusoras, y el púlpito en las iglesias, entre el 4 y 6 de agosto pasados, para cometer los presuntos delitos, sin precisar.

La jueza, que aceptó el libelo acusatorio, informó que la Policía Nacional continúa realizando actos de investigación «encaminados a descubrir todas las actividades ilícitas, así como todos los posibles miembros de una organización delictiva conexa» y que están «aun a la espera de la conclusión de actos de investigación, tales como informe de redes sociales».

Ortega tilda de ‘tiranía’ a la Iglesia

La semana pasada, el presidente Ortega arremetió contra la Iglesia católica que dirige el papa Francisco, la acusó de no practicar la democracia, de ser una «dictadura» y una «tiranía perfecta» y de haber utilizado «a sus obispos en Nicaragua para dar un golpe de Estado» a su Gobierno en el marco de las manifestaciones que estallaron en abril de 2018 por unas controvertidas reformas a la seguridad social.

El arresto de Álvarez y otros siete sacerdotes, incluido los cuatro acusados, es el capítulo más reciente de un último año especialmente convulso para la Iglesia católica de Nicaragua con el Gobierno de Ortega, quien ha tildado de «golpistas» y «terroristas» a los jerarcas.

Este año, el Gobierno sandinista expulsó del país al nuncio apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag y a 18 monjas de la orden Misioneras de la Caridad, fundada por la Madre Teresa de Calcuta.

El Ejecutivo también cerró nueve estaciones de radio católicas y sacó de la programación de la televisión por suscripción a tres canales católicos.

La Policía además ingresó por la fuerza y allanado una parroquia, impidiendo a los feligreses recibir la eucaristía dentro del templo y sitiando a otros sacerdotes en sus iglesias, prohibido procesiones con imágenes de los santos, entre otros.

Las relaciones entre los sandinistas y la Iglesia católica de Nicaragua han estado marcadas por roces y desconfianzas en los últimos 43 años.

Represión a la Iglesia en Nicaragua

Medio centenar de sacerdotes nicaragüenses piden refugio en Honduras y Costa Rica

Daniel Ortega persigue a la Iglesia
Daniel Ortega

Los curas señalan que han sufrido la presencia de “policías en las afueras de las parroquias, rodeando sus casas o recibiendo llamadas telefónicas para tratar de angustiarlos”

Al menos 50 sacerdotes nicaragüenses han solicitado refugio a Honduras y Costa Rica ante los constantes actos de represión y hostigamiento por parte de la dictadura de Daniel Ortega, tal como informa hoy El Heraldo.


“Ellos nos han expresado estar en contra de las situaciones de injusticia e irrespeto de los derechos humanos en su país”, ha explicado José Canales, obispo de la Diócesis hondureña de Danlí. “Nosotros estamos disponibles para recibir a aquellos sacerdotes que en circunstancias extremas tengan que salir de Nicaragua. De esta forma puedan integrarse a la vida de la iglesia en El Paraíso”, añadió.

Represión a la Iglesia

Tal como señala Canales, los sacerdotes no alegan haber sufrido violencia física, pero sí psicológica. “Considero que esto es peor que una patada, policías en las afueras de las parroquias, rodeando sus casas o recibiendo llamadas telefónicas para tratar de angustiarlos”, ha expresado el obispo.

Actualmente, el régimen de Ortega mantiene bajo arresto al obispo Rolando Álvarez y a siete sacerdotes. Además, hace unas semanas el Servicio de Telecomunicaciones (TELCOR) del gobierno de nicaragüense cerraba la emisora católica ‘Radio Stereo Fe’, perteneciente a la diócesis de Estelí, por considerar que estaba “operando de manera ilegal”

Ni Jesús ni los ‘Doce’ fueron sacerdotes 

Cada vez con mayor frecuencia vemos asumir el papel de guías o líderes parroquiales a seglares/laicos que, por no estar ‘ordenados’, no pueden celebrar la Eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación.

Esto no planteaba problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración de la Eucaristía dependía sólo de la comunidad.

Los encargados de presidir la eucaristía, de acuerdo con la comunidad, no eran ‘sacerdotes ordenados’, sino feligreses absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir, hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había solteros. Lo importante era su nombramiento por la comunidad.

Ni él mismo era sacerdote ni lo fue ninguno de los ‘Doce’, como tampoco Pablo. De igual manera es imposible atribuir a Jesús la creación del orden episcopal. Nada permite sostener que los Apóstoles, para garantizar la permanencia de su función, constituyeron a sus sucesores en obispos. El oficio de obispo es, como todos los demás oficios en la Iglesia, creación de esta última, con el desarrollo histórico que conocemos. Y así la Iglesia ha podido en todo tiempo y sigue pudiendo disponer libremente de ambas funciones, episcopal y sacerdotal, manteniéndolas, modificándolas o suprimiéndolas.

La crisis de la Iglesia perdurará mientras ésta no decida darse una nueva constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales: sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados. Habrá de limitarse a un único “oficio”, el de guiar a la comunidad y celebrar con ella la eucaristía, función que podrán desempeñar hombre o mujeres, casados o solteros. Quedarían así resueltos de un plumazo el problema de la ordenación de las mujeres y la cuestión del celibato.

Esto se aplica sin duda alguna a la Iglesia ‘sacerdotal’ o clerical. Interrogando a los testigos de los tiempos bíblicos y del cristianismo primitivo, llegamos a la conclusión clara y convincente de que episcopado y sacerdocio se desarrollaron en la Iglesia al margen de la Escritura y fueron más adelante justificados como parte del dogma.

Todo parece hoy indicar que ha llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original.

Conclusión

1. En la Iglesia católica hay dos estamentos, clero y laicado, con distintos privilegios, derechos y deberes. Esta estructura eclesial no corresponde a lo que Jesús hizo y enseñó. Sus efectos, por tanto, no han sido beneficiosos para la Iglesia en el transcurso de la historia.

2. El Concilio Vaticano II intentó, sí, salvar el foso existente entre clérigos y laicos, mas no logró suprimirlo. También en los documentos conciliares, los seglares aparecen como asistentes de la jerarquía, sin ninguna posibilidad de reivindicar sus derechos con eficacia.

3Jesús rechazó el sacerdocio judío y los sacrificios cruentos de su época. Rompió las relaciones con el Templo y su culto celebrado por sacerdotes. Anunció la ruina del Templo de Jerusalén y dio a entender que en su lugar no imaginaba ningún otro templo. Por eso fueron los sacerdotes judíos quienes le llevaron a la cruz.

4. Ni una sola palabra de Jesús permite deducir que deseara ver entre sus seguidores un nuevo sacerdocio y un nuevo culto con carácter de sacrificio. Él mismo no era sacerdote, como no lo fue ninguno de los doce apóstoles, ni Pablo. Tampoco en los restantes escritos neotestamentarios se percibe huella alguna de un nuevo sacerdocio.

5Jesús no quiso que hubiera entre sus discípulos distintas clases o estados. ‘Todos sois hermanos‘, declara (Mt 23:8). Por ello los primeros cristianos se daban unos a otros el nombre de «hermanos» y «hermanas», teniéndose por tales.

6. En contradicción con esa consigna de Jesús, se constituyó a partir del siglo III una «jerarquía» o «autoridad sagrada», de la cual los fieles quedaron divididos en dos estamentos: clero y laicado, ‘ordenados‘ y ‘pueblo’. La jerarquía reivindicó para sí la dirección de las comunidades y, sobre todo, la liturgia. Acrecentó más y más sus poderes hasta que el papel de los seglares quedó reducido al de meros servidores obligados a obedecer.

7. La extensión de la Iglesia por el mundo exigió cargos oficiales que, como demuestra la historia, tomaron formas muy diversas. Todos esos oficios, incluido el de obispo, son creaciones de la Iglesia misma. En su mano está, pues, conservarlos, modificarlos o suprimirlos, según lo requieran las circunstancias.

8A partir del siglo V se hizo necesaria, para celebrar la eucaristía, la intervención de un sacerdote sacramentalmente ordenado. Desde entonces se abrió también camino la idea de que la ordenación sacerdotal imprime un «carácter» indeleble en quien la recibe. Esta doctrina, reelaborada por la teología medieval, sería elevada al rango de dogma de fe por el Concilio de Trento, en el siglo XVI.

9Durante cuatrocientos años, los ‘seglares‘ -según el término hoy utilizado- estuvieron presidiendo la eucaristía. Esto prueba que para ello no es necesario el concurso de un sacerdote que haya recibido el sacramento del orden, idea imposible de fundamentar tanto bíblica como dogmáticamente.

10. El requisito previo para presidir la eucaristía debe ser, pues, no una consagración u ordenación sacramental, sino un encargo. Este cometido puede confiarse a un hombre o a una mujer, casados o célibes. Ambos por igual tienen derecho a postular cualquier oficio eclesiástico, lo que incluye automáticamente la facultad para celebrar la eucaristía.

+Herbert Haag / Teólogo  –  Herder – 1998

La estructuración sacerdotal de la Iglesia

El agotamiento de la versión sacerdotal de la Iglesia Católica

Jorge Costadoat S.J.

 En quince años la pertenencia a su Iglesia de los católicos en Chile ha caído alrededor de un 30%. Este colapso tiene que ver con muchos factores. Uno de ellos es la distancia entre el sacerdote (sacer, en latín, sacro, separado de lo profano) y el resto del Pueblo de Dios. Cuánto han incido en esta crisis los abusos que lamentamos esta última década, suponemos que mucho. Pero, aparte de estos, el distanciamiento tiene causas más profundas.

Un factor decisivo en este distanciamiento es la estructuración sacerdotal de la Iglesia. Se dice que el problema es el clericalismo. Pero este es un déficit moral. Hay presbíteros clericales y otros que no lo son. El asunto de fondo es que la participación y la comprensión de los fenómenos que nutren la enseñanza y la toma de decisiones en la Iglesia es prerrogativa prácticamente exclusiva de los sacerdotes. La estructura que hace posible todo esto, a saber, el cristianismo sacerdotal, en sentido estricto no es un pecado. Pero genera clericalismo y un sinfín de otros problemas. Ha habido otras versiones de cristianismo a lo largo de la historia. Por ejemplo, el monaquismo. Hoy muchas de las familias protestantes y, sin ir muy lejos, los bailes religiosos del norte de Chile no se estructuran a partir de sacerdotes. La versión sacerdotal del catolicismo, por el contrario, se ha vuelto muy problemática.

Una reforma de este modo de organización del mando en la Iglesia parece muy difícil de imaginar en el futuro inmediato. El problema comienza en los seminarios que forman a los ministros. El Concilio de Trento quiso regular su formación. Creó seminarios en los cuales los jóvenes eran extraídos y protegidos del mundo. Exigió de ellos un desarraigo (dejar a sus familia y cultura) y los devolvió al mundo como agentes de una institución dedicada a una misión sacralizadora (sacer, sacro, separado).

Se los aculturó y, al menos desde el Vaticano I, se los romanizó. Entre cuatro paredes, en un régimen cerrado y autosuficiente (“institución total”) los formó como personas que debían llegar a ser consideradas perfectas (“estado de perfección”) y representantes de lo sagrado. La formación se organizó fundamentalmente en función de la celebración de la Santa Eucaristía. Ellos habrían de administrar la separación de lo sagrado y lo profano; los sacerdotes de un lado y el laicado del otro. Los seminarios actuales son en muchos aspectos distintos de los seminarios tridentinos, pero en lo fundamental aún hacen de la separación el factor articulador. La formación católica de los laicos/as, por otra parte, es muy deficitaria. La catequesis no da para formar cristianos/as que se sepan parte de una comunidad y que puedan participar en ella como adultos. Salvo excepciones, la mayoría de los católicos/as no son parte de nada.

El caso es que precisamente esta separación lleva a la jerarquía católica, y a los presbíteros en particular, a oponer Iglesia y mundo como dos magnitudes, si no antagónicas, yuxtapuestas. Pero, ¿acaso la Iglesia no forma parte del mundo”? Sí lo es, en ambos sentidos de la palabra. Para la fe católica toda realidad es creada y, por tanto, buena. La Iglesia es tan creatura como cualquier otra institución. También se dice que una realidad humana es mundana en tanto falible y pecadora. Las piedras no pecan. Pero instituciones humanas, en cuanto obras de seres libres e imputables, pueden favorecer la comisión de pecados y, por tanto, son revisables y, para cumplir su función evangelizadora, deben reformarse de un modo parecido a como las personas han de convertirse. Si es necesario precisar el concepto, la Iglesia es aquella sección del mundo que ha creído en Jesucristo y lo trasmite a lo largo de los siglos, dando testimonio de él unas veces y un anti-testimonio otras.

Pues bien, la distinción Iglesia-mundo, cuando distribuye el bien y la verdad del lado de la Iglesia y el mal y la ignorancia del lado del mundo, entorpece gravemente anunciar el Evangelio a los contemporáneos. Una Iglesia que niega su propia realidad no anuncia el Evangelio. ¿Cómo pudiera serlo sin la mediación de todos los bautizados/as, sin exclusión? ¿Cómo pueden ser buena noticia para el común de los cristianos/as unas enseñanzas que no provienen ulteriormente de la experiencia de vida de ellos mismos? Los presbíteros en los seminarios son formados para educar, pero no para aprender de los demás cristianos.

En el postconcilio esta situación tiene como ícono Humanae vitae que prohibió el recurso a medios artificiales de fecundidad y, además, demandó que todas las relaciones sexuales entre los esposos estuvieran abiertas a la procreación. Nadie puede decir hoy que esta encíclica haya sido recibida por el Pueblo de Dios. No la ha aceptado el laicado. Más bien, la ha rechazado ampliamente. El documento pontificio lamentablemente ha provocado la fuga de muchas mujeres de su Iglesia. Otras han permanecido en ella, pero a costa de enormes angustias. Las nuevas generaciones la desconocen. Este fracaso magisterial no se subsana entregando a los esposos la interpretación de la encíclica. Esta, además, constituye un candado doctrinal que impide a los agentes pastorales orientar a los jóvenes y a las personas homosexuales, y de otras formas de ser pareja.

Tampoco el Vaticano II, concilio extraordinariamente renovador, hizo las innovaciones doctrinales suficientes para desmontar la versión sacerdotal de la Iglesia. El Concilio impulsó reformas mayores. Niveló la relación entre los ministros y los fieles al considerar el bautismo como común denominador; puso a la jerarquía eclesiástica al servicio del Pueblo de Dios; reconoció al amor como principio de redención absoluto para todos los seres humanos; impulsó un diálogo Iglesia-mundo, pudiendo y debiendo aprender ella de este, y no solo enseñarle. Pero, por otra parte, el Vaticano II puso estas innovaciones en manos de los mismos sacerdotes, los celebrantes de la Eucaristía considerada la cumbre y la fuente de la vida de la Iglesia, es decir, los varones que han continuado separando y creyendo administrar lo sagrado y lo profano. Los decretos conciliares sobre el sacerdocio (Presbiterorum ordinis) y su formación (Optatam totius) han constituido un progreso pero, al no ir lo bastante lejos en la superación de aquella separación, la reforma impulsada ha quedado a medio camino, lo cual, a la vez, ha facilitado regresiones muy lamentables como lo ha sido una re-sacralización de los ministros y nuevos alejamientos en su relación con los y las católicas.

En el período pos-conciliar los seminarios han procurado acercar a los seminaristas al mundo real. Lo han hecho como un asunto espiritual y pastoral, pero ignorándose que la espiritualidad y la pastoralidad cristianas auténticas solo pueden darse allí donde hay un diálogo, una interacción y una participación efectivas de todos los bautizados/a en la tarea de anunciar el Evangelio. En la Iglesia Católica no hay cauces para algo así. Todo queda entregado a la buena voluntad de los presbíteros. La misma modernización de la formación de los seminaristas –incorporación de ciencias como la psicología y la sociología- no ha bastado. Si los seminarios de impronta tridentina que ejecutan la separación Iglesia-mundo no son desmontados, los laicos/as seguirán siendo víctimas de su propia Iglesia.

Pero no solo estos, también los mismos seminaristas tempranamente comienzan a sufrir psíquicamente esta distancia operada entre Dios y su creación. La separación Iglesia-mundo, que los inicia en el camino al sacerdocio, los divide interiormente, los daña y enrarece el cumplimiento de su misión. El régimen formativo genera personas que, por una parte deben representar la perfección evangélica, una suerte de participación en la infalibilidad, y, por lo mismo, se ven forzados a ocultar sus imperfecciones. No debiera extrañar que pueda pensarse que esta escisión sea una causa importante de los encubrimientos de los abusos sexuales, de poder y de conciencia del clero. Pero, dejados estos aparte, una persona bipolarizada por la formación recibida solo malamente podrá orientar la vida cristiana de los demás. Bastante más ayudaría a los seminaristas una conciencia de falibilidad y una experiencia de la misericordia. Así podrían hablar de la salvación como una realidad experimentada en primera persona.

En suma, solo podrá haber una reforma de la Iglesia cuando se superen las separaciones señaladas. De momento, el común de los católicos, y las mujeres más que nadie, no tienen ninguna participación en la generación de las decisiones más importantes de su Iglesia. Estas son obra de un estamento sacerdotal que se elige a sí mismo y no se siente obligado a dar cuenta (accountability) a nadie del desempeño de sus funciones. Los obispos y sacerdotes son los “elegidos” por Dios, pero como si Dios no pudiera elegirlos a través de las comunidades.

Así las cosas, la Iglesia no está a la altura de los tiempos y, porque la Encarnación pide hacerse a los tiempos, a los tiempos de la autonomía de la razón y a las demandas de dignidad de los seres humanos, muy difícilmente puede ser testimonio de Jesucristo.

Un nuevo sacerdote es asesinado en El Congo

Godefroid Pembele Mandon recibió unos disparos mientras se encontraba en su parroquia en el Kikwit

Milicias en R. D. Congo

El obispo de la región del Kikwit, en República Democrática del Congo, ha comunicado “profundamente entristecido” el fallecimiento del sacerdote Godefroid Pembele Mandon. Según informó la radio diocesana, y ha recogido la Agencia Fides, “El padre Pembele fue asesinado a tiros en la noche del 6 al 7 de agosto de 2022, en la parroquia de San José Mukasa, en Kikwit, por bandidos armados que atacaron la iglesia”en medio de una barbarie

Tras es ataque, señalan en un comunicado firmado por Francis-Emmanuel Kimwanga, canciller de la diócesis de Kikwit, “trasladado a Kinshasa, murió el domingo 7 de agosto de 2022 en el centro hospitalario Olive Lembe Kabila de Nsele” en la capital del país. Además, en esa misma noche otra parroquia de Kikwit, la dedicada a san Murumba, también fue atacada por bandidos armados “que asaltaron a las mujeres que se preparaban para la primera misa de un nuevo sacerdote y se llevaron muchas pertenencias de un catequista”, según recoge la agencia.

Uno de los líderes locales, Thesky Mayoko, ha compartido “el dolor con toda la comunidad cristiana católica de la ciudad de Kikwit” y ha querido “condenar enérgicamente esta barbarie que reina actualmente en la ciudad de Kikwit”. “Hago un llamamiento a las autoridades político-administrativas de la ciudad de Kikwit para que abran una investigación judicial que permita localizar a todos los autores de este crimen para que respondan de sus actos delictivos ante los tribunales”, reclamó.

Doce desafíos para los sacerdotes de hoy

 Alejandro Fernández Barrajón

      Sin duda alguna la vocación sacerdotal, como la vocación consagrada, contienen una belleza implícita que la hacen digna de admiración y respeto. Cuando un hombre y una vocación auténtica se encuentran se produce una polifonía de experiencias que causa asombro y agradecimiento.

       El pueblo de Dios necesita, hoy como nunca, sacerdotes de altura humana y religiosa que sean signo de la presencia divina en medio de los quehaceres y crisis que acompañan al hombre y a la mujer de hoy. La referencia de lo divino es un contrapunto necesario para que la sociedad avance y no se quede atrapada por lecturas materialistas de vuelo corto que producen una inmensa frustración. La fe nos concede una perspectiva de la vida que la hace más plural e interesante, más compleja y más rica a la vez.

       Cada tiempo ha tenido los sacerdotes que merece. Este tiempo nuestro necesita sacerdotes muy concretos y definidos que sepan iluminar este momento de gracia que vivimos. Hay retos y desafíos formidables en el mundo de hoy que necesitan ser despejados y clarificados por hombres de Dios que sean antes y, sobre todo, humanos.

  • 1) Sacerdotes bien preparados que se propongan ser, antes que nada, humanos y sensibles al momento de búsqueda y de frustración que vive el hombre de hoy. Sacerdotes caminantes y acompañantes que sugieren y no imponen, que señalan y no dogmatizan, que escuchan y no sólo hablan, que se hacen cercanos y no ajenos a las preocupaciones de la gente.
  • 2) Sacerdotes que saben escuchar en medio de un mundo que no escucha porque las palabras han perdido fuerza y convicción. Las palabras han perdido en gran parte sus connotaciones espirituales porque se compran y se venden todos los días y se convierten en negocio y en publicidad sin medida. Y nos hacemos sordos a las palabras y a la Palabra.
  • 3) Sacerdotes que no se preocupen en demasía por las formas y los ritos, por las leyes y lo establecido, y salgan a las esquinas de la vida donde se cuece el dolor humano y acampa sin peajes la injusticia y la falta de horizontes. Sacerdotes que caminen a pie por las calles y se acerquen a los estigmatizados y marginados por la sociedad de consumo.
  • 4) Sacerdotes samaritanos que no sacrifiquen el culto a la vida sino que sepan llenar de vida y llevar a la vida el culto a un Dios que es, sobre todo, misericordia y perdón. Sacerdotes que se olviden del papel de juzgar y ofrezcan espacios en sí mismos y en sus parroquias para el encuentro y el diálogo sanador.
  • 5) Sacerdotes que hayan leído mil veces el salmo 23 para parecerse al Buen Pastor y estar dispuestos a darse por entero a sus ovejas. Sacerdotes que hayan comido en la mano del Buen Pastor y hayan recostado muchas veces su cabeza en el hombro del Pastor divino hasta ser incondicionales suyos.
  • 6) Sacerdotes austeros y generosos, desprendidos y pobres, que saben que su riqueza es el Señor y los pobres que acuden a su casa. Sacerdotes comprensivos y familiares que han renunciado a ser autoritarios y a imponer un estilo de vida cristiana que no cuente con la libertad y la participación de todos.
  • 7) Sacerdotes que tienen una rica vida interior porque han sabido abandonarse a la oración, a la contemplación y al silencio fecundo de quien se refugia en la Palabra y la hace suya.
  • 8) Sacerdotes que tienen como una riqueza a los pobres que deambulan por las calles y las iglesias y les prestan consuelo, ayuda y esperanza.
  • 9) Sacerdotes que se distancian de las puntillas y oropeles, signos de un tiempo felizmente pasado, y no se refugian en las formas para disimular la pobreza del fondo.
  • 10)Sacerdotes según el corazón de Dios dispuestos a servir y no a ser servidos, a animar y no a imponer, a crear comunidad católica (universal) y evitar camarillas exclusivas y privadas. Sacerdotes de todos y para todos.
  • 11)Sacerdotes desclericalizados que no buscan tanto su pode r y su autoridad sino como su servicio a la comunidad, coherentes y cabales.
  • 12)Sacerdotes que abren ventanas a la calle para ver la realidad que pasa y descubren que el proceso sinodal nos invita a reflexionar sobre temas hasta ahora vedados: celibato opcional del sacerdote, sacerdocio de la mujer, bendición de las parejas de hecho gays…

   Allí donde los sacerdotes son hombres de Dios, cercanos al pueblo y testigos creíbles, la Iglesia se reviste enseguida de credibilidad y se convierte en una de las instituciones sociales más queridas y admiradas. Por eso es importante qué tipo de sacerdotes queremos para la Iglesia en los próximos años. No vale cualquiera. Hay estilos de ejercer el sacerdocio que generan rechazos generalizados y que hemos de revisar con urgencia por el bien de la comunidad cristiana. Sólo los hombres de Dios pueden conducir a Dios a los hombres.

Justamente lo que yo no soy capaz de conseguir.

Otros dos sacerdotes son secuestrados en Nigeria

La desaparición se produce tan solo una semana después del asesinato, en el mismo estado de Edo, del sacerdote Christopher Odia Ogedegbe

  • La comunidad católica nigeriana ha vuelto a sufrir un nuevo ataque. Y es que, tal como informa Fides, otros dos sacerdotes han sido secuestrados. De hecho, el secuestro de personalidades públicas para pedir rescate se ha convertido en una verdadera amenaza en varios estados del país.

Los secuestrados son Peter Udo, de la parroquia de San Patricio de Uromi, y Philemon Oboh, del Centro de Retiro San José, de Ugboha, en el estado de Edo, al sur de Nigeria. Según la policía, ambos desaparecieron el 2 de julio después de que los secuestradores bloqueasen su coche con disparos al aire en la carretera Benín-Auchi, entre las comunidades de Ehor e Iruekpen, cuando regresaban de Benín.

Búsqueda por la policía

Por otro lado, la policía asegura que se han enviado agentes a la zona “para llevar a cabo una persecución agresiva y bien coordinada” de los secuestradores y para liberar a los dos sacerdotes.

El doble secuestro se produce tan solo una semana después del asesinato, en el mismo estado, del sacerdote Christopher Odia Ogedegbe, a quien intentaron también llevarse cuando se dirigía a celebrar la misa y que murió en el enfrentamiento.

¿Qué tan cercano es nuestro sacerdote?

Por José Antonio Varela

En febrero último, durante un simposio para presbíteros realizado en Roma, el papa Francisco participó como ponente e interpeló a los participantes. Fue una ocasión privilegiada para escuchar, en primera persona, el testimonio del pastor universal, quien les habló “a corazón abierto”, acerca de sus poco más de 52 años de vida sacerdotal.


Adelantó que el presbítero debe discernir siempre si el cambio y sus acciones, tienen o no, “sabor a Evangelio”. Advirtió sin embargo, que “buscar formas ancladas en el pasado y que nos «garantizan» una forma de protección contra los riesgos”, termina refugiando al presbítero “en un mundo o en una sociedad que no existe más”.

Por otro lado, afirmó que otra actitud poco recomendable es aquella del “optimismo exacerbado”, mediante el cual se va demasiado lejos, sin el debido discernimiento para tomar las decisiones necesarias. Un riesgo de esto es que, a veces, se “consagra la última novedad como lo verdaderamente real”, olvidando la sabiduría de los años.

Discernir la voluntad de Diosexplicó Francisco “es interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora, a través de una ideología de turno”.

Como el papa es un hombre de esperanza y le gusta “primerear”, a través de su ponencia desarrolló cuatro “Cercanías”, que se refieren a actitudes que otorgan solidez a la persona del presbítero, porque siguen “el estilo de Dios”.

En este artículo hemos enriquecido cada cercanía, con el breve testimonio de cuatro presbíteros relacionados con el Perú, España, Brasil y EE.UU., quienes han experimentado estas cercanías o hubieran querido que se vivieran mejor en su entorno.

Cercanía a Dios

Esta primera “cercanía al Señor”, tiene su fuente en el Evangelio: “Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto”. Por ello, recuerda el papa que “sin una relación significativa con el Señor (..) sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, del acompañamiento sapiente de un guía (..), nuestro ministerio será estéril”.

Es por eso que invita a los presbíteros a no vivir la oración como un deber, sino como “un hijo que se hace cercano al Señor”. Para ello, no deben faltar “espacios de silencio en nuestro día (donde) perseverar en la oración”. Esto les permitirá tener “un corazón suficientemente ensanchado para dar cabida al dolor del pueblo (..) y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor”.

Conversando con un presbítero que suma treinta años de ordenado, me contó algo que le viene inquietando: “He visto a muchos sacerdotes con una fecundidad espiritual que se trasluce en su vida cotidiana; y por desgracia, conozco a un amigo que habría perdido la ilusión del sacerdocio. Por un lado, provoca la compasión y llama a preguntarse qué le está pasando a este sacerdote; y por otro lado, genera el escándalo y la murmuración de que un consagrado con algunas actitudes, sea un antitestimonio de la vida cristiana”.

Cercanía al obispo

La obediencia, para el santo padre, “es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo”. La obediencia -explica-, puede ser “confrontación, escucha y, en algunos casos tensión, pero que no se rompe”.

Advierte que el obispo “no es un supervisor de escuela, no es un vigilante, sino un padre, y debería ofrecer esta cercanía”. Porque de lo contrario, “aleja a los presbíteros o solo acerca a los ambiciosos”.

“Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular, con el instituto a que se pertenece y con su propio obispo, hace que la vida sacerdotal sea digna de crédito”, manifestó Francisco. Por ello pidió a los presbíteros que “recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto, valor y sinceridad”, con la seguridad de que gran parte de los obispos sabrán responder con “humildad, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar”.

Referido a esto, me contaba otro de los presbíteros consultados, con casi once años de ordenado, que ya desde seminarista veía que se fomentaba “un trato directo” del obispo con sus compañeros y con él mismo. Recuerda que, en su caso, cuando estuvo a punto de ordenarse como diácono, lo fue a visitar al seminario y salieron a cenar. “Yo tenía su numero de celular para lo que necesitara”, recuerda. Y ya ordenado como presbítero, acudió al obispo para el desarrollo de un proyecto diocesano dirigido a los hispanos, algo que le apoyó con interés.

Cercanía entre los sacerdotes

“La fraternidad escoge, deliberadamente, ser santos junto con los demás y no en soledad”, dijo Francisco en el evento, al referirse a la fraternidad sacerdotal como tercera “cercanía”. En su discurso citó un proverbio africano: “Si quieres ir rápido tienes que ir solo, mientras que si quieres ir lejos, tienes que ir con otros”. Por ello, confesó que no le llama la atención que por momentos se vea una “lentitud” en la Iglesia, pues es señal de quien “ha decidido caminar en fraternidad, también acompañando a los últimos, pero siempre en fraternidad”.

Una de las características de la fraternidad, explica, es “Aprender la paciencia, dado que “somos responsables de los demás, (al) cargar sus pesos (y) sufrir con ellos”. Advirtió que lo contrario sería “la indiferencia, la distancia que creamos para no sentirnos involucrados en su vida”.

Debido a esto, comentó que en algunos presbíteros tiene lugar “el drama de la soledad (y) sienten que del otro no pueden esperar el bien, la benignidad, sino solo el juicio”. Ya lo ha hablado el papa antes y en esta ocasión lo repite: “La envidia está al alcance de la mano y (luego) viene la murmuración”.

En otra parte de su discurso, Francisco recordó al respecto que “el amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento”. Sino por el contrario, “cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, (sean) calumnias, maledicencias y murmuración”.

Lamentablemente, algo así tuvo que experimentar otro presbítero, con 35 años de ordenado, ante un hecho que se debe evitar: “Me ordené sacerdote con mucha ilusión y aún mantengo aquel amor primero que tocó mi corazón, amando y sirviendo en la Iglesia. Sin embargo, en algún momento, la envidia en mi contra generó indiferencia, murmuraciones e hipocresía, hasta que lograron sacarme de párroco y sin una parroquia donde celebrar la Eucaristía. Viví de limosnas, pues se propaló la noticia falsa de que me había aprovechado del dinero de la parroquia”.

Cercanía al pueblo

La cuarta “cercanía” se refiere a la relación con el Pueblo santo de Dios, que para Francisco “no es un deber, sino una gracia”. A esto añade, que el lugar de todo presbítero “está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo”.

“Hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella”, afirmó el santo padre, convencido de que así brotará un “estilo de cercanía, de compasión y de ternura (que es) capaz de caminar no como un juez, sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo”.

Esta “cercanía” permite, según el testimonio del papa, ser “pastores del pueblo y no clérigos de Estado, profesionales de lo sagrado…”. Quizás por eso, es que hace una fuerte crítica al clericalismo, al que denomina “una perversión”; como también lo es uno de sus signos visibles: la rigidez. Pero no lo deja allí, sino que denuncia un hecho real: “la clericalización del laicado, (aquella) promoción de una pequeña elite en torno al cura, termina por desnaturalizar (la) misión fundamental del laico”.

Llegando al final de su discurso, el papa recordó que los presbíteros deben ser “pastores que sepan de compasión, hombres con coraje capaces de detenerse ante el caído y tender su mano”. Por ello advierte que, “si el pastor anda disperso, si el pastor se aleja, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo”. El llamado constante de Francisco al presbítero, es a vivir una cercanía con su pueblo, para así “anunciar en las llagas del mundo, la fuerza operante de la Resurrección”.

Otro de los párrocos que conversó con nosotros, pudo confrontar aquello con su ministerio: “Mi experiencia en estos 22 años de sacerdocio, es que, muchas veces se hace más trabajo pastoral estando a pie de calle con el pueblo, que en la propia estructura de la parroquia. Aunque he trabajado en la ciudad y en zonas rurales, en estas últimas tenía mucho más facilidad, por la cercanía con las personas, pues nos saludábamos al cruzarnos. Era lo que llamo la «pastoral de la calle»”.

También recordó que siempre le ha gustado desarrollar una “pastoral de las cafeterías”, entrando a los locales a tomar un café con las personas. Esta cercanía con ellos, permite un diálogo de confianza, donde expresan sus preocupaciones y sufrimientos personales y familiares, permitiendo así, una ocasión de anunciar la Buena Nueva de Cristo a los alejados de la Iglesia”.

Consciente de este amplio celo sacerdotal en muchísimos pastores, el papa concluye su discurso sobre estas cuatro “cercanías”, asegurando que, “aunque altere las rutinas, incomode un poco y despierte la inquietud”, aquellas son “una buena escuela a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión”.

Habría que aprovechar este tiempo sinodal para recuperar estas “cercanías” del Señor, sugeridas por el papa Francisco para los presbíteros, que son como “un regalo que Él hace, para mantener viva y fecunda la vocación”.