
Por José M. Tojeira
Cuando se acerca la Navidad siempre hablamos de paz. El canto de los ángeles que anunciaban el nacimiento del Niño a los pastores anunciaba que la gloria de Dios y la paz en la tierra caminaban juntas con la venida del Mesías. Pero a nuestra sociedad salvadoreña le cuesta entender la paz. El Papa Pablo VI insistió repetidas veces en que “la paz es fruto de la justicia”. Pero nos cuesta construir la paz. Para llegar en el pasado a la firma de los acuerdos de paz tuvo que haber mártires primero y muchas víctimas inocentes. Y hoy, 30 años después de la firma de una paz que ponía fin a una guerra civil cruel y absurda, se ha levantado de nuevo un espíritu de odio y enfrentamiento preocupante. La violencia verbal de algunos hace pensar en un futuro donde nos golpee de nuevo la tentación del abuso de la fuerza bruta. Reflexionar hoy sobre la Navidad y la paz es una tarea indispensable para poner los cimientos adecuados de una sociedad en la que el desarrollo, el cultivo de la verdad y la transparencia, la fraternidad y la amistad social nos garanticen una convivencia fraterna en este país nuestro, tan chiquito, tan poblado y tan lleno de problemas. Nos cuesta convivir con la pluralidad de pensamiento. Con demasiada frecuencia dividimos a quienes nos rodean en amigos y enemigos. Hablamos de igualdad ante la ley y la aplicamos desigual e, incluso en ocasiones, arbitrariamente. Podemos emocionarnos con la Navidad pero nos mantenemos al mismo tiempo indiferentes ante el dolor de los pobres, de los migrantes o de las personas que sufren. Por eso mismo es importante caer en la cuenta de la profunda unidad entre la Navidad y la paz. Si no lo hacemos, no solo desaprovechamos una oportunidad para ser mejores personas, sino que nos deshumanizamos y nos olvidamos de esa verdad fundamental que es la fraternidad, tanto desde un punto de vista humano como, especialmente, desde una visión cristiana de la vida. Porque la Navidad no es momento de grito y, mucho menos, de insulto. La Navidad es una llamada a despojarnos de todo criterio de superioridad, y entrar en el camino del servicio, de la solidaridad y de la justicia productora de paz. Celebramos al Hijo de Dios que “siendo rico, por amor, se hizo pobre para enriquecernos” (2Cor, 8, 9) y salvarnos de toda prepotencia y egoísmo. Él se hizo hermano nuestro para recordarnos que todos somos hermanos. La Navidad es tiempo de sano descanso, de encuentro familiar, de generosidad personal y de aumentar las redes de solidaridad. Es tiempo, sobre todo, de conversión permanente al Señor que viene y que nos invita a seguirle, transformando una historia que repite demasiado la muerte de inocentes, la migración forzada y el olvido y marginación de los pobres. Dios cambia las cosas desde dentro de los problemas y desde abajo. No se impone. Simplemente se da. Abrir nuestro corazón a la ternura del Niño pobre y nacido al margen del bienestar, entre la paja de un refugio de pastores pobres, no puede hacerse con autenticidad si no crece en nosotros la solidaridad con todos los que en el mundo son golpeados por la indiferencia, la falta de solidaridad y la brutalidad de quienes sintiéndose superiores a los demás, no dudan en maltratar, explotar o reprimir a quienes piden justicia y libertad. Navidad feliz significa familia, amor, hambre y sed de justicia, solidaridad permanente con todos los que nos rodean. No podemos decir feliz Navidad sin desearla ardiente y activamente, en paz y justicia, para todos los que sufren